La vida del libro en su relación con
el proceso histórico de cualquier país latinoamericano puede enseñarnos a
entender el carácter de nuestros ciclos de modernidad. Hoy, cuando algunos
intelectuales importantes anuncian la extinción del libro impreso y el paso definitivo
a las formas electrónicas y digitales de circulación de lo que antes se
publicaba en papel, se vuelve más interesante entender cómo ha sido nuestra
relación, como sociedad, con el mundo de lo impreso.
Hacia inicios del siglo XIX, las
incipientes máquinas de imprenta estuvieron asociadas con la modernidad
cultural y política; acompañaban la emergencia de una opinión pública
deliberante y muy competitiva en que las fuerzas políticas se disputaban el control
de los procesos de comunicación cotidiana, buscaban conquistar públicos y
adeptos a facciones políticas, partidos, caudillos, proyectos de organización
política. El libro y los múltiples impresos periódicos correspondieron con el
ascenso de un mercado lector. Al final de ese siglo, en el caso colombiano, ya
se insinuaban las librerías como lugares especializados y comercialmente
autónomos que promocionaban generosos catálogos de libros en muy diversos
géneros, desde los extremos de la bibliografía sagrada a la bibliografía
profana. El libro había logrado un lugar institucional en bibliotecas dotadas y
reglamentadas por el Estado según políticas de adquisiciones oficiales; y
también había logrado un lugar preferente en vitrinas de almacenes, en las
casas de gente de “buen tono”, en el humilde taller del artesano, en las
pulperías, en las posadas de los caminos, en las sedes de asociaciones
mutualistas. En suma, el libro se había vuelto un objeto de circulación masiva
y había abandonado su sello de exclusividad social y política.
Aun así, el comercio del libro tuvo
durante largo tiempo una relación casi directa con el poder político. Varios
políticos y hasta presidentes del país fueron propietarios de rutilantes
librerías. Desde Antonio Nariño hasta José Vicente Concha, pasando por Salvador
Camacho Roldán y Miguel Antonio Caro, las profesiones de librero y político
fueron contiguas. Ellos sabían que la circulación de determinados libros
garantizaba, en buena parte, el triunfo de determinadas ideas e, incluso, como
sucedió con los impresores, los libreros fueron militantes de uno u otro
partido y eso lo expresaron de manera categórica en la naturaleza de sus
catálogos. Unos fueron esmerados difusores de la fe católica y otros le
apostaron a paradigmas de la vida laica.
Y cuando el mundo de los impresos
parecía haber alcanzado su hegemonía en el mercado cotidiano de la opinión y la
lectura, llegaron otras formas de comunicación que fueron arrinconando la circulación
del libro. Cuando la lectura cotidiana del libro comenzaba a tener cifras
comerciales importantes y expresaba un hecho alfabetizador en la sociedad
colombiana, aparecieron de manera arrolladora la radio, el cine y la televisión.
Se impusieron otros ritmos de comunicación cotidiana y la vida del libro
impreso comenzó a erosionarse.
Hoy, sociedades que no alcanzaron
a redondear su relación comunicativa con el libro impreso saltaron a las formas
digitales de comunicación, rápidas, volátiles. Varias generaciones que no
conocieron el contacto cotidiano con el papel impreso navegan en las formas de
conversación vaporosas de las redes sociales. El libro en su forma tradicional
ha comenzado a estorbar y a verse como un elemento extraño. Eso habla de lo superficiales que han sido
nuestros ciclos de modernidad.
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