Los puntos extremos de
una historia
La historia de la cultura impresa precedió
y acompañó los procesos de transformación de la vida pública y puso un sello
definitorio de las características de la historia republicana; más
precisamente, la cultura letrada fue fundamento de la emergencia de un personal
político y de la puesta en marcha de un ritmo de discusión permanente apoyado,
principalmente, en impresos de breve formato, en particular los periódicos o
“papeles públicos”, y, en menor medida, por el formato más exclusivo del libro.
El predominio del universo de los impresos, en el caso de lo que fue el antiguo
virreinato de la Nueva Granda y que hoy conocemos como Colombia, lo situamos
entre 1767, año de la expulsión de la Compañía de Jesús y de inicio de una
política publicitaria de la Corona que partió de la expropiación de la
biblioteca de esa comunidad religiosa y su paulatina reorganización en busca de
sintonía con un proyecto de reforma educativa en el entonces Nuevo Reino de
Granada, plasmada en el Plan de Estudios que rigió entre 1774 y 1779 .[i]
Hacia 1777 podía hablarse, entonces, de una biblioteca pública y, sobre todo,
de un ambiente más o menos favorable a la circulación de impresos. Aunque la expulsión de la
Compañía de Jesús tuvo indudable sello autoritario, dio inicio a una etapa
propicia para la circulación de saberes, para cierta expansión asociativa en
las coordenadas muy estrechas de los criollos ilustrados. Unos han constatado,
por ejemplo, un incremento del comercio del libro y un ambiente más favorable
para su circulación;[ii]
otros, más recientemente, constatan, además de una “renovación del periodismo”,
la voluntad de aplicar una política cultural en un variado espectro.[iii]
Eso entrañó la múltiple tentativa peninsular de modificar los estudios
universitarios, de proyectar la utilidad de ciertos avances tecnológicos y
científicos, de obtener inventarios de los recursos naturales de sus
posesiones. Es cierto que el ejercicio de la opinión siguió controlado por las
autoridades coloniales que otorgaban, o no, licencias de publicación y
mantuvieron una fuerte censura previa; sin embargo, en medio de ese ambiente
estrecho para la comunicación, hubo un tenue pero significativo florecimiento
de “papeles públicos” en que se mezclaron la necesidad publicitaria de la
Corona con el interés de algunos escritores por cumplir, a veces de modo
obsequioso, una labor de agentes de comunicación de los actos de gobierno y de
los propósitos ilustrados de la monarquía. Algunos historiadores consideran que
hubo en esos años una relación ambigua en que se mezclaron las necesidades de
difundir y prohibir, en que hubo desconfianza y a la vez convicción sobre los
efectos de la circulación periódica de ideas. Esa ambigüedad produjo momentos
de tensión y represalias, pero también consolidó una incipiente esfera de
opinión letrada, exclusiva y excluyente, pero productiva y significativa que se
plasmó en la existencia de algunos periódicos que sirvieron para forjar las
premisas de la opinión letrada permanente, regular, que fue más ostensible y
plural después de la coyuntura decisiva de 1808 a 1810.[iv]
El decenio 1930 conoció la última gran
tentativa del Estado por popularizar el libro y la lectura; en buena medida, la
República Liberal, como lo explica el historiador Renán Silva, y como yo lo
entiendo, fue una tentativa de culminar un proyecto varias veces fallido que
consistió en la expansión de la cultura letrada y con la convicción de moldear
a los individuos y formar ciudadanos bebiendo en las fuentes bautismales de la
razón y la ciencia.[v] Por su despliegue en
acciones, la República Liberal fue un momento culminante de la presencia de
intelectuales iluminados que como
agentes del Estado le dieron cimiento a una política cultural de masas basada
en la expansión del libro, de la escuela y de la figura laica del maestro; por
eso, entre otras cosas, desde finales de la presidencia de Enrique Olaya
Herrera y en los inicios del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo hubo una
reorganización institucional en la formación de maestros de escuela; el nacimiento en el decenio 1930 de
facultades de ciencias de la educación fue uno de los elementos institucionales
en el conjunto de políticas estatales de difusión cultural en que el libro y la
lectura ocuparon lugar central.[vi]
2Renán
Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada,
1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación, Medellín,
Eafit-Banco de la República, 2002, pp. 251-277. Téngase en cuenta, también, la
legislación peninsular de 1778 a favor de la imprenta en ambos lados del
Atlántico; al respecto, Fermín de los Reyes Gómez, El libro en España y América. Legislación y censura (siglos XV-XVIII),
vol. 1, p. 607
4 Además
de los autores ya mencionados, aporta en la misma perspectiva el balance que
hace de los periódicos difusores de la ciencia, a fines del siglo XVIII y
comienzos del XIX, Miguel de Asú, La
ciencia de Mayo. La cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, pp.93-116.
5No es casual que el mismo historiador que ha
hecho tan minuciosos estudios sobre el mundo intelectual de los ilustrados, en
la segunda mitad del siglo XVIII, le haya interesado dar el “salto” hacia los
hechos culturales promovidos por los gobiernos liberales entre 1930 y 1946 (R.
Silva, República liberal, intelectuales y
cultura popular, 2005).
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