El historiador usa el tiempo y, por tanto,
piensa el tiempo. Eso nos han enseñado a hacer algunos historiadores que nos
dicen, a su modo, que no olvidemos el tiempo. Cuando vamos en busca de un objeto
de estudio, estamos preparando una relación temporal en varias dimensiones.
Una, muy obvia, la del encuentro de la temporalidad del historiador con la
temporalidad del asunto elegido para el examen. Una conversación entre tiempo presente
y tiempo pasado, una conversación entre momentos de las sociedades. Una
conversación desigual en que el historiador se siente superior, omnisciente. Pero hay otra dimensión, la de la temporalidad
elegida y sus conexiones y contrastes inmediatos. Esa temporalidad se llena de
límites, fechas probables del inicio y del fin de algo, entonces hablamos de
procesos. O vemos esa temporalidad formada por pequeños sucesos que, en
sumatoria, constituyen un acontecimiento significativo o una etapa definida o
una tendencia de época, en fin.
La temporalidad tiene otras dimensiones menos
evidentes; tiene que ver con su densidad histórica. Hay momentos, como aquellos
que conocemos como de transición, en que muchas cosas se acumulan en muy pocos
años. Momentos densos en información, plagados de datos significativos, de
actividad colectiva e individual en muchos ámbitos; momentos de seres ambiguos
que no pueden zafarse de viejas prácticas y creencias pero que comienzan convivir
con nuevas prácticas y nuevas concepciones del mundo. También hay momentos de
planicie, de cierta aridez en la experiencia colectiva, como si la sociedad
hubiese pactado una tregua en sus conflictos o como si de modo subterráneo se
preparase una ruptura muy radical e intempestiva.
Fernand Braudel, poco y mal leído, fue quizás
el más acucioso manipulador del tiempo como categoría. Su modelo, basado en la
disección de estructuras temporales, produjo una manera de escribir e indagar
en la ciencia histórica que le permitieron a esa disciplina convertirse en la
reina de las ciencias sociales. Recuperar a este historiador francés en la
lectura iniciática, en la formación de nuevas generaciones de historiadores
puede ayudar a resolver varias cosas; además de ayudar a entender la relación
íntima del historiador con el tiempo, sirve para aleccionar acerca de la
relación entre el espacio y el tiempo. Hoy, cuando aparecen ciertas modas que
el mercado académico sabe vender como lenguajes políticamente correctos, leer a
Braudel es gratificante porque demuestra que la ciencia histórica tiene modelos
ya clásicos para hablar acerca de la relación de los seres humanos con su
entorno geográfico. Braudel enseñó a narrar los cambios históricos del clima,
de los mares, de los vientos. Puso a debatir los vínculos entre el espacio natural
y las mentalidades colectivas. Y, quizás más importante, nos demostró que punto
culminante de la investigación histórica es el libro. El corolario de una larga
y sistemática pesquisa que puede atravesar lustros es un libro; una historia no
se narra ni explica cabalmente en un artículo de revista especializada. La
forma comunicativa sustancial del proceso de investigación del historiador es
el libro.
Fernand Braudel y otros historiadores han sido
medianamente sepultados por las frivolidades posmodernas que son improductivos
cantos de sirena. Antes de leer a los autores posmodernos hay que leer, por
método, a los modernos. Buena parte de las carencias escriturarias de nuestros
días, en las ciencias sociales, tiene que ver con la propensión a dudar,
precisamente, de las virtudes de la investigación y la escritura. El
inmovilismo de los planes de estudio de nuestros programas de Historia, en
Colombia, tiene que ver con este desapego por leer y comentar a los modelos
básicos (no los llamemos ni clásicos ni grandes para evitar otras discusiones).
Si se aplicasen en mínimo grado algunas de las sugerencias de estos
historiadores que sacudieron los paradigmas epistemológicos en el transcurso
del siglo XX, tendríamos diseños curriculares más audaces.
Leer a Braudel o a Edward P. Thompson es tan
básico como leer, en una formación literaria, a Cervantes y su Quijote o a García Márquez y Cien años de soledad. Es lo básico, y
cuando eludimos lo básico vivimos sin bases, volando entre nubes.
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