Mientras Jorge Eliécer Gaitán vinculó desde sus
inicios en la vida pública a la revolución rusa con un proyecto político
reformista en que no cabía la movilización armada, en otros miembros de su
generación se admitió la posibilidad de la violencia. Un buen ejemplo de esa
posición lo brinda Luis Tejada (1898-1924). En su corta existencia, el autor de
Gotas de tinta le adjudicó a la idea
de revolución un matiz mucho más expansivo y omnipresente; porque creía que la
revolución podía incluir, además de la acción política, la vida cotidiana, la
creación artística, la sensibilidad colectiva. Unas revoluciones podían ser
lentas, pacíficas y casi imperceptibles, otras podían ser necesariamente
violentas. Esa violencia estaba revestida, además, de misticismo y
romanticismo, porque quienes actuaban violentamente en nombre de la revolución
eran portadores de una “idea del porvenir”. Tejada exaltó la violencia
revolucionaria como un hecho esencialmente bello:
“Sin embargo, la revolución es bella. Lo es, con
belleza encendida y brutal, porque constituye un hecho esencialmente bárbaro,
un retroceso a la calidad del hombre instintivo de la selva. La revolución,
como toda solución violenta, significa el triunfo del instinto sobre la razón”.
(La revolución, 1920)
La breve lucidez de Tejada le alcanzó para dejarnos una idea expansiva
del hecho revolucionario. La revolución no era un asunto limitado a una esfera
de la vida. Su reivindicación de la violencia hacía parte de la búsqueda de un
mito movilizador para los jóvenes intelectuales que habían nacido con el siglo
y habían visto el derrumbe de antiguos ídolos.
La revolución violenta también la exaltó, en el decenio 1920, su amigo
José Mar (1900-1967); pero lo hizo con otras intenciones. Para 1922, el joven
periodista boyacense era el secretario general del partido liberal y era el
mensajero de los proyectos insurreccionales del viejo general y jefe de ese
partido, Benjamín Herrera. Había en ese tiempo un clima conspirativo de un
arrinconado partido liberal. La idea de revolución, en José Mar, era un rezago
de la cultura política del siglo XIX. Fue con ese sentido que en 1922 invitó a
la juventud estudiantil a adherirse al partido liberal y, sobre todo, a una
rebelión armada:
“Para nosotros la guerra no es palabra prohibida. Nosotros no consideramos que el liberalismo deba renunciar al recurso de las armas; nosotros no consideramos que las presentes circunstancias políticas del país eliminen toda posibilidad o toda justificación de una guerra civil”.
(El
temor de la guerra, 1922)
El brioso José Mar que militó en el comunismo incipiente del decenio
1920 se volvió un ardoroso defensor del proyecto político liberal encarnado en
la figura de Alfonso López Pumarejo en la década siguiente. La revolución en
marcha era, en su opinión, la encarnación del izquierdismo liberal y, principalmente,
la posibilidad de realización de un programa político modernizador por la vía
de las reformas. El liberalismo se había vuelto revolucionario porque asumía “la
cuestión social”, asunto despreciado por la seguidilla de gobiernos
conservadores. Una clase obrera aliada con el liberalismo en el poder, y no con
el comunismo, era la situación nueva que promovieron algunos de los jóvenes
militantes comunistas del decenio anterior. El ascenso al poder había hecho
olvidar cualquier intención de alzamiento armado.
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