La profesora Maritxa Lasso lo dijo claro: los
historiadores escribimos libros. Mejor, agrego yo, los científicos sociales
culminamos nuestras investigaciones en forma de libros. El libro es el
corolario, la forma suprema de expresión de lo que sabemos y podemos hacer. Los
artículos en revistas especializadas son accesorios y, con mucha frecuencia,
pasan inadvertidos para el público, salvo el personal especializado (los pares
evaluadores) designado para evaluar cada propuesta de artículo. Sin embargo,
hemos caído en el engaño de escribir artículos para revistas, porque es lo que
nos coloca en categorías superiores ante Colciencias o nos ayuda a aumentar el
puntaje salarial en las universidades. Pero lo que se produce para las revistas
es hermético e intrascendente. Quizás, algunos números monográficos bien
concebidos y bien nutridos de colaboradores representativos salen adelante. Y
hemos ido dejando de lado el lento, sistemático y paciente proceso de creación
de obras de largo aliento que se plasman en libros.
Los artículos para revistas especializadas son
fragmentos, cosas incompletas y demasiado especializadas a las que les
dedicamos demasiado esfuerzo. Para los historiadores eso se ha ido convirtiendo
en una deformación profesional porque implica un empobrecimiento de lo que
llamamos investigar y escribir. Claro, un artículo en una revista especializada
puede llamar la atención sobre una obra en proceso, puede servir de muestra de
un avance interesante, insinuar o anunciar que algo muy importante viene en
camino. Pero en vez de ser un medio expresivo circunstancial, el artículo lo
hemos ido volviendo el gran propósito, incluso a la hora de presentar proyectos
nos exigen el compromiso de colocar artículos en revistas situadas en
determinadas categorías.
Mientras tanto, qué paisaje intelectual hemos
ido pintando los historiadores con la caída en esa tendencia. Hace rato no hay
grandes libros de historia, no hay visiones de conjunto ni estudios de larga
duración. Eso empieza a notarse en las librerías colombianas, en las ferias del
libro. Algunos esfuerzos editoriales universitarios se han encaminado, quizás
para disimular el desértico panorama, a publicar trabajos de grado, colecciones
de tesistas que no hay que despreciar pero que contienen más defectos que
virtudes. Muchos de eso trabajos son interesantes esbozos, investigaciones
monográficas cuyo alcance es microscópico.
¿Cómo sacudirnos de esa tendencia? No va a ser
fácil desterrarla porque es la predominante y porque, dirán muchos, es
rentable. Nos hemos ido llenando de doctores de Historia y, cosa llamativa,
muchos de esos doctores han llegado a la cima de su formación profesional sin
presentar una obra que los distinga y sea su marca de presentación. Nos hemos
ido volviendo articulistas especializados; incluso, si entrásemos en detalle
con alguna perspicacia, propensos al auto-plagio, a una escritura reiterativa
con leves modulaciones, con cambios adjetivos alrededor de un pequeño y
concentrado esfuerzo documental. Así será muy difícil escribir libros acerca de
la historia de Colombia que sirvan para formar generaciones y futuras o,
también, que generen apasionadas discusiones.
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