Jean-Pierre Velasco es nuestro joven novelista francés invitado (traducción libre de G. L. C)
Fragmento I.
¿No han notado ustedes que hay
momentos de nuestras vidas que han pasado borrosos frente a nosotros, como si
no hubiésemos estado ahí, pero sí estuvimos, como si hubiésemos permanecido distraídos por
cosas más importantes y, luego, algo nos detiene y nos hace retornar hacia una
colección de instantes que no tuvieron importancia y que, súbitamente, han
ganado su rostro fijo y nítido? Eso me ha sucedido mirando fotos de mi hija. Una vez fui
al colegio a recoger las fotos del álbum del final de año y en el paquete de
fotos de todos los muchachos no veía a mi hija, no la encontraba. Llegué a pensar
que mi hija nunca había asistido a las sesiones fotográficas; pasé y repasé los
paquetes y separé un sobre de alguien que, me preguntaba, “¿será ella?”. Sin
mucha convicción llevé a mi casa esas fotos de alguien que no sabía bien si era
mi hija o no de doce años. En la casa pude confirmar, con la rara mezcla de
mortificación y alivio, que sí era ella. Ese día aprendí algo terrible, había
dejado de ver a mi hija durante varios años, ella se había escapado de mí. Había
dejado de estar con ella en los instantes diarios, pequeños, de la vida
cotidiana. Entre los siete y doce años mi hija se había escapado de mis ojos.
Al reconocerla esforzadamente en aquel registro fotográfico descubrí que había
estado en otra parte, haciendo otras cosas en que mi hija no había tenido
cabida.
¿No les ha pasado algo semejante
a ustedes con sus hijos o sus padres o sus amantes? La cercanía del lecho o de
las habitaciones no nos asegura nada. La vida íntima está hecha con retazos de momentos
vividos; no se hace con ausencias o abstracciones. Yo no me había ido de la
casa en ese tiempo ni mi hija tampoco, pero cada uno se había hundido en unas malditas
rutinas de separación. Ella, sumergida en la vida escolar de doce o más horas; yo, en
mi empleo de oficina, viajes de trabajo, reuniones interminables, noches de
escritura. Esos paréntesis son tragedias, muertes acumuladas, olvidos que luego
pagamos con miradas que parecen hachazos. Todo esto empezamos a entenderlo
cuando el amante duda en darnos el beso acostumbrado o cuando nuestra hija
lanza el cuaderno contra la ventana y grita su odio al mundo del colegio o
cuando nuestra madre ha dejado de visitarnos. Nos hemos ido muriendo mientras
intentamos vivir una vida que no es la nuestra. Y habíamos creído que hacíamos muy
bien las cosas, pero para quién.
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