Una de las debacles culturales que han dejado los ocho años de la
presidencia de Juan Manuel Santos es la decadencia de Colciencias. Su estatuto
de institución promotora y reguladora de la investigación científica en
Colombia se ha deteriorado tanto como para ser hoy un débil organismo muy poco
confiable; el sistema nacional de ciencia y tecnología que intentó diseñarse a
inicios de la década de 1990, desde la presidencia de Virgilio Barco
Vargas, ya no es eso, es apenas una entidad de pocos recursos
económicos, incapacitada para financiar, premiar y estimular la investigación
en todas las esferas del conocimiento. A eso se añade su pérdida de
credibilidad por su composición y funcionamiento burocratizados y
clientelizados. Puede afirmarse con certeza que una institución que busca y
juzga la excelencia no está hecha, ella misma, de gente con excelencia
académica, esclarecida para trazar rumbos generales a la academia
colombiana. En el último decenio, le ha añadido a su declive
funcional su falta de criterios claros para evaluar y premiar la calidad
investigativa. Una de las razones de su torpeza en este aspecto es que se
enredó en la aplicación de modelos foráneos para clasificar la producción
científica colombiana.
Pero hay que decir que las dificultades en la investigación,
especialmente en el ámbito de las ciencias humanas en Colombia, no es
responsabilidad completa, ni más faltaba, de una institucionalidad obsoleta y
desprestigiada. La comunidad científica de las ciencias humanas y sociales no
ha sabido asumir liderazgos ni promover discusiones que permitan definir
posiciones tajantes ante una situación tan adversa. A algo nuevo tenemos que
apostarle, desde hoy, cuando experimentamos una transición política que hace
suponer el desmonte de un viejo conflicto armado y una deseable concentración
de esfuerzos en la creación científica y artística. Y esa apuesta, aunque tenga
su dosis de incertidumbre, como cualquier novedad, debe partir de algún examen
o balance acerca de lo que podemos seguir siendo, como científicos sociales y
humanistas, con o sin Colciencias.
Así que estamos ante dos alternativas de funcionamiento de la institucionalidad
reguladora y promotora de la actividad científica de alto nivel en Colombia; la
una, basada en una transformación muy profunda de Colciencias que implique,
entre varias cosas, su autonomía presupuestal y la presencia muy activa, en la
dirección y diseño de políticas, de miembros notables de las ciencias humanas y
sociales en Colombia, de tal modo que una de las creaciones de un nuevo sistema
de ciencia y tecnología sea un departamento o sección encargado de fijar, en
exclusiva, los criterios y prioridades en la investigación en el estricto campo
de las ciencias humanas y sociales, sin injerencias del modelo evaluativo de
las otras ciencias y menos de los patrones extranjeros de medición. Y, la otra,
fundada en la construcción de una institución enteramente nueva que aglutine,
en exclusiva, a la comunidad de científicos y creadores institucionalmente
reunidos en las ciencias humanas y sociales de Colombia. Cualquiera de esas dos
posibilidades, que apenas vislumbro, exige, de todos modos, un ejercicio de
revisión de nuestra trayectoria colectiva de por lo menos los últimos cincuenta
años. Examen a fondo con discusión a profundidad que no sé si estamos
dispuestos a asumir. Quizás, nuestras vidas son ya demasiado confortables para
someterlas a esfuerzos de esa naturaleza.
Claro, queda la peor alternativa, seguir participando de la deriva y
confusión que, en nuestros comportamientos cotidianos, aceptamos en cada
convocatoria de medición de grupos y publicaciones. En ese caso, como dice el
dicho: “apaguemos y vámonos”.
Pintado en la Pared No. 174
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