Es ilustrativo de la condición de la democracia
colombiana, del proceso histórico de su vida pública que los máximos hitos estén
asociados con la tragedia. Precisamente aquellos momentos más cuestionables en
el funcionamiento cotidiano de la democracia son los hechos que nos atraen y
convocan. No es el nacimiento de algo o de alguien ni la creación de algo determinante
lo que concite nuestra débil memoria colectiva. Nuestros recuerdos están
teñidos por la sombra de la muerte. Nuestra vida pública no es vida, no
contiene alegrías. Aparte de las efímeras glorias futboleras, no tenemos
referentes comunes que se basen en algo portentoso que hayamos creado.
En el momento presente, los acuerdos de paz con
una legendaria guerrilla no nos han producido sino malestar, tensiones
cotidianas y han revivido odios viscerales. Además, los acuerdos con las FARC
no han detenido, sino, al contrario, han desencadenado asesinatos de líderes
sociales, sobre todo vinculados con el anhelo de restitución de la tierra.
Por estos días, la televisión nos ha saturado
con ilustres hombres asesinados. Documentales sobre el lamentado cura
guerrillero, Camilo Torres Restrepo, una telenovela basada en el asesinado del humorista
político, Jaime Garzón, y ahora tenemos que evocar los 70 años del asesinato
de Jorge Eliécer Gaitán, uno de los líderes más populares que ha tenido la
política colombiana del siglo XX. Y a eso podemos agregar otros magnicidios que
tienen su aniversario propio y que siguen siendo puntos de referencia de
nuestras actitudes y comportamientos cotidianos.
Con este acumulado de experiencia, la sociedad
colombiana, al menos en uno de sus fragmentos esclarecidos, debería dedicarse a
crear otras formas de recuerdo y, sobre todo, a provocar otro tipo de sensaciones
colectivas, alejadas de la confrontación, del odio y del deseo de aniquilación
del adversario político. Sin embargo, estamos en un momento muy confuso de la
historia política colombiana, un momento irresoluto en que nos debatimos entre
un retorno a las pasiones encendidas, a la desmesura emocional que empuja hacia
conductas amenazantes y la intención (apenas eso) de dotar de un ánimo
reflexivo y tolerante el debate público de las ideas políticas. Hay una gran
fuerza de regresión en Colombia que parece haberse fortalecido por estos días
en que deberíamos habernos percatado de un cambio fundamental en lo que había
sido la cotidianidad política de los últimos cincuenta años.
Colombia es, según muchas encuestas, unos de
los países más felices del mundo. Esa es una forma de afirmación de una gruesa
patología. En vez de reconfortarnos, esa presunta felicidad es síntoma de un esfuerzo
evasivo. Un país cuya vida pública ha estado dotada de tanta violencia en
tantos sentidos, el sentimiento de goce o de disfrute o de alegría revela una
profunda anomalía que los especialistas en psicología y siquiatría pueden
ayudarnos a escudriñar.
Pintado en la Pared No. 175.
No hay comentarios:
Publicar un comentario