Según la sabiduría popular, la esperanza es lo último
que se pierde; millones de mexicanos le apuestan a esa ilusión con el triunfo
de Andrés Manuel López Obrador. Su elección conjuga varios equívocos que han
tenido su trayectoria en América latina relacionados con creer que estamos ante
el triunfo de un genuino proyecto político de izquierda o ante el peligro de
una avanzada socialista que va a arrinconar la libertad de empresa. Ni lo uno
ni lo otro; el triunfo de López Obrador no es ni para asustarse en nombre de
los sacrosantos principios conservadores ni para entusiasmarse en nombre de
alguna hermosa utopía de la igualación social y económica. Ni el personaje ni
las circunstancias son propicios.
La magnitud de la violencia pública en México no va a
remediarse en pocos años, necesita una continuidad en la acción estatal,
cambios sistemáticos y profundos en las instituciones militares, policiales y
judiciales. Algo que no podrá suceder en uno o dos lustros. Tampoco tendrá
solución a largo plazo la histórica simetría entre el centro y las regiones;
las desigualdades entre la monstruosa capital mexicana y regiones sumidas en el
abandono, expuestas a grupos delincuenciales organizados y protegidos por
agentes estatales corruptos o intimidados, no podrán borrarse en unos cuantos
años. Eso exige grandes reformas económicas, una redistribución de los recursos
del Estado, cambios profundos que implican negociaciones entre múltiples
agentes y organiza sociales con muy diversos intereses.
Ahora bien, el personaje no da para entusiasmarse. El
izquierdismo de López Obrador es vaporoso. Su trayectoria política no es la de
un disidente ni la de un resistente; al contrario, su experiencia política se
ha ido forjando dentro del establishment.
Durante su campaña electoral surgieron algunas dudas sobre sus vínculos con
gente corrupta y es mucho más notorio que recibió apoyo de organizaciones de
derecha. La obsesión por llegar al poder presidencial volvió a López Obrador un
negociador sin pudores; eso explica, en parte, que haya tenido el apoyo del Partido
Encuentro Social que reúne a la ultraconservadora derecha evangélica.
Por todo esto es completamente absurdo adjudicarle una
identidad izquierdista a López Obrador. Lo más posible es que su gobierno sea
un experimento populista y que el amplio apoyo electoral lo catapulte a la
condición de un caudillo, algo que no es ajeno en la tradición política
mexicana. El desespero de una democracia tan ensangrentada ha obligado a las
gentes a buscar una alternativa que no encaje con los partidos políticos
históricos. López Obrador se ofreció como una alternativa ante el desprestigio
del PRI y sus mutaciones más recientes. Sin embargo, el personaje no es
garantía para hacer grandes deslindes ni para grandes logros. México se ha inclinado
por una contradicción que veremos cómo se resuelve en el camino.
Pintado en la Pared No. 177.
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