Colombia vive momentos difíciles y nuevos después del
acuerdo de paz firmado entre la guerrilla de las Farc y el gobierno del
presidente Juan Manuel Santos. Lo que se ha vivido desde entonces y lo que
seguiremos viviendo con la llegada del nuevo presidente lo hemos ido
entendiendo, los colombianos, como un delicado, tenso y hasta peligroso momento
de transición. Y a ese momento hemos querido darle un nombre, pero cuál es el
más apropiado.
Empezamos muy optimistas e ingenuos a hablar del “post-conflicto”.
Pero muy pronto nos dimos cuenta de que la firma del acuerdo de paz no
significaba el fin del conflicto armado en Colombia ni de la violencia pública
que ha caracterizado al país en los últimos cincuenta años. Entonces quisimos
ser más precisos y hemos preferido hablar del “post-acuerdo”; eso, por lo
menos, nos pone en el terreno de la precisión histórica, lo que estamos
viviendo es posterior a la firma del acuerdo en noviembre de 2016. Hablar de un
tiempo colombiano de “post-acuerdo” es hablar de un momento incierto, de muchas
discusiones acerca de la aplicación del mismo acuerdo. Alrededor de él se han
organizado tendencias políticas que se enfrentaron, hace poco, en las
elecciones presidenciales, aquellos que han hablado de volver “trizas” ese
acuerdo y otros que piensan que es necesario respetarlo y cumplirlo por todas
las partes implicadas.
Otros podemos pensar que puede hablarse de unos
tiempos “post-Farc”, porque indica simplemente la desmovilización de una
guerrilla legendaria que, incluso, en su proceso de existencia dejó de serlo y
se volvió una organización militar criminal. Una lectura detallada del mismo
acuerdo revela que las Farc claudicaron ante el Estado colombiano, que
decidieron entregar sus armas y buscar otras alternativas de inserción en la
vida pública colombiana con el apoyo, muy incierto, de un Estado ineficiente y,
sobre todo, inexperto en la administración de la paz. Un temor bien fundado en Colombia es que la antigua guerrilla
termine dispersa en otras organizaciones militares ilegales o masacrada por
grupos militares de derecha o desterrada de cualquier ejercicio legal de la
actividad política según las reglas de la democracia del país. Pueden
combinarse todas las posibilidades anteriores y encontrarnos ante un proceso de aniquilación y
exterminio como en otras terribles épocas.
El asesinato de líderes sociales en los últimos años
ha sido un fenómeno selectivo y sistemático que ha ido en aumento desde las
elecciones que dieron como ganador al candidato que representaba las tendencias
de derecha y ultraconservadoras, enemigas de lo firmado en noviembre de 2016.
Para esos líderes sociales, el proceso de paz se volvió la declaración de una
Colombia post-mortem. En todo caso, estamos viviendo un momento post que, ojalá, no se nos vuelva
póstumo. Debía ser el inicio de algo nuevo y vivificante, pero muchos no lo
quieren así. Darle nombre y consistencia al momento que vivimos es el gran reto que tenemos en Colombia.
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