Colombia ha sido un
país acostumbrado a resolver sus diferencias políticas con métodos violentos y
está intentando aprender, con poca convicción, a recurrir a formas legales, deliberativas,
propias de una genuina democracia representativa. El acuerdo logrado por el
gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc anuncia, en buena medida, esa
intención que no es compartida por una derecha recalcitrante que va a tomar el
poder presidencial este próximo 7 de agosto. La desmovilización de la antigua
guerrilla no satisface a aquellos que consideran que la aniquilación militar de
ese grupo armado era la única vía admisible.
En Colombia, país
mayoritariamente católico, no se ha asimilado todavía aquel mandamiento básico
que dicta “no matar”. El recurso de tomar las armas para defender intereses de
fragmentos de la sociedad se acrecentó en los últimos decenios cuando el café
fue desplazó por la cocaína como el cultivo más rentable; desde entonces, la
actividad política ha estado teñida por los vínculos de los líderes políticos
con algún tipo de organización criminal dedicada al narcotráfico. Los partidos
políticos tradicionales y la guerrilla misma terminaron pareciéndose a
estructuras del crimen organizado con incidencia creciente en la vida pública.
La tendencia de los últimos decenios es que muchos miembros de la dirigencia
política han tenido algún tipo de vínculo con algún aspecto de la producción y
exportación de cocaína, lo cual ha implicado alianzas con los tentáculos
armados del paramilitarismo y de la guerrilla.
Esa política
facinerosa se afianzó en Colombia con métodos muy violentos que han buscado el
control de territorios y de rutas comerciales para el lucrativo negocio de la
droga. Eso ha implicado una enorme crisis de liderazgo político que significa
que grandes nombres de la política colombiana tengan algún historial delictivo y, aun así, cuenten con una notoriedad pública cercana a la devoción colectiva.
Varios capos de la mafia local han gozado de admiración popular y también
políticos prominentes de reconocido historial criminal también han gozado de simpatía electoral.
Desmontar simbólica y
prácticamente estas estructuras político-militares del crimen organizado es una
de las tareas inmediatas de la sociedad civil que desea un país donde la
deliberación política cotidiana y las disputas dentro de las coordenadas de la
democracia representativa puedan hacerse sin que se ponga en riesgo la vida
humana. En Colombia, por fortuna, hay una porción considerable de ciudadanos
dispuesta a movilizarse a favor de una vida pública fundada en el ejercicio
razonado de la crítica, del debate de ideas y, sobre todo, sin vínculos ni
intereses relacionados con la lógica perversa del lucro narcotraficante. Una
nueva forma de hacer política en Colombia debe retirar de sus prácticas
aceptadas y posibles la aniquilación política de sus rivales, aunque desmontar el odio
promovido como elemento movilizador de adhesiones políticas no es fácil.
El antiguo mandamiento
cristiano de no matar necesita, en la
situación colombiana, una pequeña pero significativa precisión. No solamente se
trata, en nuestro caso, de aprender a no matar, de desearle el bien y no el mal
al prójimo; se trata, sobre todo, de aprender a no matarnos. Una sociedad que ha estado acostumbrada a
auto-aniquilarse, a hallar enemigos dentro de su propio cuerpo y extirparlos es
una sociedad que ha estado padeciendo una enfermedad colectiva. Un criterio necesario de
selección de nuestros líderes políticos futuros tiene que ver con la capacidad de elaboración de nuevos principios de vida en común, de convivencia. Un buen líder,
para Colombia, tendrá que ayudarnos a entender que no podemos seguir matándonos
y que podemos encontrar buenas razones para convivir y discutir a pesar de los
conflictos y a pesar de los diversos que somos. Aún más, un buen líder sabrá hacernos
entender que los conflictos y las diferencias nos enriquecen, nos hacen crecer.
¿El nuevo presidente Iván Duque podrá asumir un liderazgo de esa índole?
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