Historia del pensamiento, historia de las ideas,
historia intelectual, historia conceptual. Los historiadores creamos nuestros
propios laberintos, aunque creamos que son soluciones que terminan siendo
simples ilusiones. Una historiografía remozada en los últimos dos o tres
decenios ha inclinado su interés por hacer “historia intelectual”, un terreno
difuso pleno en interferencias y relaciones entre disciplinas. Todas esas
historias han sido, parcialmente, una derivación de la historia política que ha
ido buscando otros objetos y otros métodos en una ardua disputa con las
supuestas frivolidades de los estudios políticos. Ante la superficialidad de
aquellos científicos anclados en categorías que ponen en terreno abstracto la
historia política de un país y cuyos análisis viven alejados de cualquier
peripecia documental que les obligue a relativizar la desmesura o, peor, la
inaplicabilidad concreta de esas categorías, ante eso la “historia intelectual”
exhibe una pródiga inclinación por “restituir problemas”, por “reconstruir
discusiones colectivas”; anima a ir por partes en la larga historia de la vida
pública de cualquier país y apela a un archivo denso para mostrar momentos
históricos de los conceptos políticos fundamentales de la deliberación
cotidiana de cualquier sociedad.
Hablar de historia del pensamiento político puede ser
fórmula arcaica; en todo caso, evoca una forma de hacer historia anclada en las
obras de los filósofos, de los grandes pensadores, de aquellos que construyeron
un sistema de pensamiento en apariencia coherente, sistemático y abarcador.
Entonces el historiador se detiene en unos cuantos nombres condensadores,
representativos, de épocas, corrientes o tendencias; estudiará el pensamiento
político de Platón, Aristóteles, Santo Tomás, San Agustín, Hobbes, Montesquieu,
Rousseau. Acaso tendrá distracciones con algún pensador juzgado como menor o
accidental que sirvió para alentar alguna controversia. La historia del
pensamiento pone el acento en las alturas de un pensamiento que legó abstracciones,
categorías con pretensión de eternidad o, al menos, de una larga continuidad.
La historia de las ideas políticas parecía acudir a un
archivo más incluyente, caminar por el bosque y contemplar varios árboles. Iba
a zonas más intermedias; al lado de los grandes pensadores puso énfasis en los
ensayistas políticos, en los políticos profesionales, en los individuos que
contribuyeron a dotar de personalidad histórica ciertas coyunturas de la vida
pública. Eso le dio un aspecto más plural y, también, más cerca de lo episódico
y concreto. Las ideas políticas son, además, más efímeras que el pensamiento de
los grandes filósofos. Las ideas andan rápido y hasta se arrastran por las
multitudes y cobran vida en partidos políticos, movimientos, hechos de masas.
Ahora bien, la historia intelectual tiene más
pretensiones para superar tanto a la historia del pensamiento como a la
historia de las ideas. Visita las nubes de los filósofos, explora en el día a
día de las palabras de los políticos y los intelectuales y a eso le agrega las
experiencias colectivas, las creencias, las representaciones y las prácticas de
grupos humanos más amplios; incluso le interesa las expresiones iconográficas
que puedan dar testimonio de una actitud política. Allí se anudan la
exploración de los lenguajes políticos, los momentos históricos de los
conceptos, el análisis del discurso. El contexto de conversación se vuelve
importante para establecer por qué alguien dijo algo, a quién se lo dijo, en
medio de qué deliberación. Entonces se vuelve importante lo que dijeron e
hicieron, sobre todo desde la década de 1960, historiadores como Reinhart
Koselleck, Quentin Skinner, John G. A. Pocock, Michel Foucault; algunos de
ellos recuperan, a su modo, algunos postulados de Bajtin. Y luego a ellos se
agregan las obras de Pierre Rosanvallon, en Francia, y las de Martin Jay, en
Estados Unidos.
Sin embargo, al leer los variopintos aportes de la
historia intelectual, vemos que sus postulados teóricos y metodológicos
contrastan mucho con sus reconstituciones históricas. Es cierto que algunos de
esos autores han hecho hallazgos notables, han enriquecido con matices la historia
del pensamiento político o de las ideas políticas, pero no logran llevarnos a
universos completamente nuevos ni por los objetos de estudio ni por los métodos
empleados. La historia intelectual ha despertado, sin duda, una sensibilidad
por los hechos lingüísticos, por las palabras y sus usos públicos, pero no ha
logrado separarse de modo radical de esas viejas historias ancladas en grupos
de pensadores e intelectuales. Habrá que saber discernir qué sirve y qué no
sirve de las supuestas innovaciones de la historia intelectual.
Pintado en la Pared No. 197.
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