Colombia está marchando desde el 21 de noviembre; para
muchos, esa fecha marca un hito en la historia política reciente del país por
la magnitud de la protesta social, porque parece el inicio de un tiempo nuevo
de agitación social, porque el gobierno recurrió al toque de queda, algo que no
sucedía desde hace más de cuarenta años. Hoy, una semana después del paro
nacional, las marchas y protestas continúan con el predominio de actividades
pacíficas, multitudinarias y artísticas. Es cierto que ha habido violencia, pero
no preparada ni promovida por la gran mayoría de las gentes que han salido a
las calles.
La convocatoria del paro nacional desembocó en
manifestaciones difusas de descontento con el gobierno, con una inmensa
variedad de proclamas y de acciones colectivas en que se destacó el simbólico
recurso del cacerolazo. En principio, se trataba de una protesta en contra de
algunos proyectos de reforma laboral y social promovidos por el presidente
Duque y en contra del asesinato de los líderes y lideresas sociales. Pero a eso
se fue agregando el clamor por el cumplimiento, por parte del Estado, de los
compromisos de implementación del proceso de paz, la indignación por el
asesinato de líderes indígenas, el descontento por el incumplimiento de lo
pactado con los estudiantes acerca de la financiación de las
universidades públicas.
Luego de una semana de acciones colectivas, la incertidumbre nos asedia. No sabemos hasta dónde va a llegar una
movilización popular aparentemente espontánea que no estaba en los cálculos ni
de la derecha ni de la izquierda y tampoco sabemos hasta dónde podrá ceder un
gobierno cuyas reacciones no han sido las más lúcidas y resueltas para afrontar
una situación tan álgida. El presidente Duque parece presionado por diversos
flancos, incluso miembros de su partido han pedido, a su modo, la cabeza
presidencial. Por parte de las gentes que salen a protestar diariamente, parece
que ningún político y ningún dirigente sindical puede ufanarse de la tutoría de
esas acciones. Se trata de algo que ha emergido de las entrañas populares sin
un cauce definido, con un variado temario en que es muy difícil precisar cuáles
son las consignas prioritarias.
Sin embargo, alcanza a vislumbrarse algunas cosas claras
y contundentes de estas acciones colectivas. Primero, los jóvenes van adelante
en la animación de cada jornada y parecen los más implicados y afectados por
las políticas económicas y sociales; el segundo asunto ostensible es el reclamo
por la protección de la vida, sobre todo de aquellos que ejercen un arriesgado
liderazgo en las regiones. En este aspecto se señala a un gobierno y un Estado
incapaces de ejercer soberanía en el territorio, de ejercer control donde actúan
grupos armados ilegales. Y a eso se une, en un tercer lugar, la necesidad de
cumplir con la implementación del proceso de paz, tanto en la salvaguarda de
las vidas de los guerrilleros desmovilizados como en los procesos de reparación
a las víctimas de expropiación, de desplazamiento, de desapariciones y de
ejecuciones extrajudiciales.
Sin duda, las exigencias de la población juvenil
colombiana son las de más contenido social ahora, porque entrañan una
modificación sustancial del modelo económico, del diseño del Estado; obliga a
cambiar las prioridades del recetario neoliberal para garantizarles a los
jóvenes el acceso a una educación pública de calidad, a un trabajo digno, a un
horizonte de jubilación, e incluso a una participación en el ejercicio del
poder. Por eso creo que cualquier agenda de diálogo debe convocar, primero, a
los jóvenes. Es la manera más genuina de abordar el futuro de la sociedad
colombiana.
Pintado en la Pared No. 205.
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