El acoso sexual en mi
universidad.
Pintado en la Pared No. 235
El domingo 4 de julio de 2021, una emisión televisiva
de un noticiero nacional difundió un reportaje acerca de una denuncia de una
estudiante por acoso sexual contra un profesor del Departamento de Filosofía de
la Universidad del Valle. Una semana después de la noticia, como profesor
miembro de ese departamento, me permito expresar mi opinión al respecto.
Lamenté mucho recibir una información tan grave por
medio de un noticiero de difusión nacional. Entiendo que los hechos denunciados
y la denuncia misma tienen más de un año; sin embargo, no recuerdo que en el
Claustro de nuestro departamento haya habido una noticia formal acerca de esos
sucesos. No sé si hay algún protocolo que considere prescindible informar a los
colegas de una situación de tal naturaleza. Ahora bien, entiendo que este no es
el único caso y creo que deberíamos saber en qué estado se encuentran las
denuncias y procesos.
En principio, un caso de acoso sexual involucra o
acusa a un individuo; pero, aun así, la denuncia y la difusión comprometen y
hasta perjudican a un colectivo. En este caso, la difusión ampliada de la
denuncia por un acto individual lastima seriamente el prestigio del
Departamento de Filosofía y pone en cuestión el comportamiento de cada uno de
nosotros. La información divulgada por el noticiero nacional aporta, además,
pruebas contenidas en un agresivo e inquietante lenguaje escrito y visual.
Se supone que los seres humanos tenemos el atributo distintivo
de poder diferir nuestros deseos y pulsiones, que el largo proceso de
civilización nos ha enseñado a tener auto-controles. Aún más, los intelectuales
–también se supone- podemos recurrir con mayor ventaja que otros humanos a
mecanismos de sublimación que nos permite orientarnos hacia conductas menos violentas. Sin embargo, ver a un profesor especialista en filosofía medieval
completamente biringo –para usar un
adjetivo muy colombiano- o para usar un tecnicismo, mostrando una versión soft de su cuerpo desnudo en que un trapo
oculta sus genitales, además del lenguaje soez e intimidante de unos mensajes
electrónicos, obliga a pensar que el colega ha perdido completamente el
control, que es esclavo pleno de sus impulsos. Ver, así, a un colega
desenfrenado agrediendo a una estudiante es un espectáculo deplorable que
exhibe, por lo menos, un estado de mala educación, una incapacidad absoluta
para reconocer obligaciones propias y derechos de otros.
Este y cualquier caso de acoso sexual en el medio
universitario son el resultado, entre muchas otras cosas, de la incapacidad de
discernir acerca de la condición pública del oficio de profesor. Tanto en los
tiempos en que la educación estuvo controlada por la Iglesia católica como en
los tiempos de formación de un personal laico, el profesor o la profesora es un
individuo que enseña algo; y, junto con enseñar alguna ciencia o alguna técnica,
enseña un ser. El profesor es el primero y principal sujeto y objeto del acto
de enseñar; su presencia, su actitud son, de entrada, las primeras enseñanzas. A
eso añadamos que todo lo que dice y hace un profesor sucede ante un auditorio
amplio y variado; impartir una asignatura, dictar una conferencia, atender a
los estudiantes individualmente en una oficina, enviar un correo electrónico,
reunirse con un colega en una cafetería, invitar a un estudiante a la casa, un
comentario cualquiera durante una sesión de clase, todo eso sucede en el ámbito
de la condición pública del profesor o la profesora, todo eso es comprometedor,
todo eso entraña alguna enseñanza. El profesor desnudo y hambriento de la
denuncia televisiva estaba enseñando todo aquello que no es propio del ámbito
público de un profesor universitario; al contrario, estaba exponiendo en
público todo aquello que hace parte de la vida íntima, del momento de la ducha,
de la vida privada; todo aquello que sólo debería compartirse con alguien muy
cercano.
Los profesores no necesitamos ser contratados por el
Estado para declararnos funcionarios públicos; somos funcionarios públicos,
principalmente, porque nuestra profesión incide cotidianamente en los demás, en
nuestros estudiantes, en nuestros colegas, en nuestros lectores presentes y
futuros. Por eso el decoro, el esmero por la apariencia no son asuntos
triviales; los salones y oficinas de las universidades no son para sacar a
pasear nuestros apetitos genitales, ni nuestras inclinaciones a la beodez o al
consumo de psicotrópicos. Las universidades son instituciones públicas y exigen
que nuestros comportamientos estén ceñidos a esa condición; pero, todavía más,
el escrutinio público de nuestras vidas no se ciñe ni al lugar ni a los
horarios de funcionamiento de una institución, es un modo de ser y de vivir que
hace parte de lo que un profesor o una profesora deben y pueden enseñar.
Una colega de otra universidad, al conocer la denuncia
hecha por el noticiero de televisión, me preguntó al día siguiente: “¿Qué les
está pasando a ustedes?” Para muchos -y me incluyo- es difícil separar la
exhibición pornográfica de un colega de la conducta recatada de los demás. No
sé qué tan contundentes son las denuncias de acoso sexual, no sé qué resultados
penales o disciplinarios podrán tener; cualquiera que sea el desenlace, esos
hechos obligan a reflexionar sobre nuestra condición. En el caso de que el
colega sea hallado culpable, el Departamento de Filosofía tiene el deber de
desagraviar a la estudiante o a las estudiantes agredidas por el colega y,
también, de desagraviarse porque, insisto, el hecho es en apariencia un acto de
responsabilidad individual, pero el prestigio colectivo de una institución, de
un grupo mayoritario de colegas, ha quedado en entredicho.
Gracias Gilberto Loaiza por sus palabras. Muy pertinente pensarnos y reflexionar sobre el papel del profesor en el siglo actual, su función social y la separación que deberíamos lograr de lo privado en nuestro oficio. Un abrazo
ResponderEliminarCordial saludo.
ResponderEliminarProf. Gilberto.
Lamentable que ocurran en esas situaciones en el ámbito educativo. En consecuencia creo importante la reflexión del deber ser de nuestro rol en la esfera de lo privado y lo público, Porque nuestras actuaciones trascienden dichas esferas y de allí la importancia de guardar un razonable equilibrio en nuestro proceder.
Gracias por generar la reflexión siempre profe.