Pintado en la Pared No. 247
Dejar de verlos
Dejar de ver a los hijos, perderlos de vista. La
generación de jóvenes que hoy tienen entre 18 y 30 años es una generación
frágil, son jóvenes de porcelana que fácilmente cualquier movimiento brusco los
vuelve añicos. Muchos de ellos han experimentado tentativas de suicidio, son fármaco-dependientes,
tienen adicciones al sexo, al juego, al alcohol, a la comida; tienen
dificultades serias para la vida social, padecen ansiedad y depresión, sufren
de insomnio, desarrollan obesidad mórbida, son compradores compulsivos. Los
padres muchas veces no sabemos cómo, cuándo, por qué nuestros hijos entraron en
el túnel de algún trauma. Hubo un momento en que los perdimos de vista, dejamos
de verlos y cuando volvimos a encontrarlos ya habían sido devorados por la
selva y aparecían ante nosotros con la herida profunda provocada por un león o
un tigre imaginario y, al tiempo, feroz. Y muchos de ellos no sobreviven,
mueren apuñalados por ellos mismos, colgados como péndulos del techo de un
baño, intoxicados con una sobredosis de psicotrópicos, aplastados luego de
lanzarse al vacío. Otros quedan definitivamente perdidos en algún paraíso
artificial.
Algunos de nosotros –aparentemente bien educados- creímos
que estábamos preparados para ser padres, que habíamos leído y pensado lo
suficiente; esperamos hasta una edad madura, cuando podíamos ser debidamente
responsables, lúcidos y conscientes. Proyectamos nombres, números, lugares, creíamos
tener todo bajo control: el nombre del hijo, la ciudad para nacer, el colegio
para iniciarse en la lectura y escritura, los juguetes adecuados para estimular
sus sentidos. Leímos a Bruno Bettelheim, a Jean Piaget, a Lev
Vygotsky. Pero todo eso
quedó pulverizado por la fuerza de la vida real. Nada de eso nos ayudó lo
suficiente para prevenir o siquiera presentir que algún día íbamos a perder de
vista a nuestros hijos.
A nuestros hijos les ha correspondido un mundo atroz
que parece haber entrado en una fase de desahucio; el planeta parece morir.
Nuestros hijos han recibido el golpe brutal de sentir que no hay lugar para
ellos y que nuestro legado es un planeta moribundo en que se ha vuelto muy difícil
apenas respirar. A eso se añade la otra certeza de las escasas oportunidades laborales;
ellos tienen pocas posibilidades de una vida laboral estable, del ejercicio
pleno de una profesión para la que se han preparado arduamente. Muchos de ellos
abandonan la universidad a mitad de camino porque perciben que están haciendo
demasiado esfuerzo para nada. Salvo algunos talentos excepcionales en las
matemáticas y en las ciencias puras, los demás parecen haber escogido el camino
de la incertidumbre y la precariedad. Ese planeta débil y enfermo de la actual pandemia acentuó el desastre psíquico de muchachas y muchachos obligados al encierro, a esconderse de los rayos del sol y a temerle al estruendo de una carcajada.
Algunos de nosotros fuimos ilusos al confiar demasiado
en las alternativas de los videojuegos, primer paso en el laberinto de la soledad y las
adicciones. O al confiar en las moralejas
de los programas de televisión preparados especialmente para el público
infantil; o al creer en instituciones como la escuela o la iglesia. Mientras
tanto, nos hundimos en el mundo del trabajo, en producir dinero para garantizar
–otra ilusión- niños felices, satisfechos, orgullosos de la vida confortable. Tanta
abundancia de cosas y tecnología en sus habitaciones los volvió más enigmáticos
para nosotros.
El exceso de confianza en las instituciones que “forman”
a nuestros hijos nos hizo conformes y quizás hasta indolentes; delegamos en el
maestro, en el instructor deportivo, en el médico, en el sacerdote católico, en el pastor evangélico, en
el compañero de colegio lo que sólo podía y debía hacerse y decirse en la
intimidad de la casa. La conversación en el hogar perdió valor, el padre y la
madre se volvieron relativos, marginales, casi intrusos. El niño comenzó a no
creer en nadie y tanta compañía en su “formación” se volvió asedio, agresión,
competencia, destrucción.
Sospecho que en ese exceso de confianza está parte de
la explicación acerca de por qué perdimos de vista a nuestros hijos; nos
hundimos en la maraña de la rutina productiva creyendo que esa era nuestra
principal tarea paterna, mientras que a nuestros hijos los devoraba el
capitalismo en todas sus manifestaciones. Mientras que nuestros hijos se auto-aniquilaban
o los despedazaban los rivales en esta lucha feroz por ser los más hermosos,
los más rápidos, los más inteligentes o los más obedientes.
Perdimos, perdimos de vista a nuestros hijos; dejamos
de verlos y, cuando recuperamos la consciencia, el bache ya se había producido;
un abismo se interpuso y entonces nuestros hijos se volvieron lejanos. Muchos
de nuestros hijos les pertenecen ahora a las instituciones psiquiátricas, al
alprazolam, a las sesiones de hipnosis, a los tratamientos psicológicos.
Nuestros hijos arrastran un trauma del cual intentan salvarse con su propia
fuerza que no sabemos si es suficiente para salir de tanto destrozo. Y nosotros,
los padres, arrastramos nuestro propio trauma, el de no haber sabido serlo. El
fracaso se explica, en buena parte, porque no supimos estar ahí, donde debíamos
estar nosotros y no el infierno de los otros. El momento del quiebre, presumo,
fue el momento de perderlos de vista, el momento en que los olvidamos. Hijos y padres quedamos en la deriva de un extravío. ¿Nos encontraremos?
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