Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

jueves, 13 de enero de 2022

Memoria de la peste

Pintado en la Pared No. 247

 

Dejar de verlos

Dejar de ver a los hijos, perderlos de vista. La generación de jóvenes que hoy tienen entre 18 y 30 años es una generación frágil, son jóvenes de porcelana que fácilmente cualquier movimiento brusco los vuelve añicos. Muchos de ellos han experimentado tentativas de suicidio, son fármaco-dependientes, tienen adicciones al sexo, al juego, al alcohol, a la comida; tienen dificultades serias para la vida social, padecen ansiedad y depresión, sufren de insomnio, desarrollan obesidad mórbida, son compradores compulsivos. Los padres muchas veces no sabemos cómo, cuándo, por qué nuestros hijos entraron en el túnel de algún trauma. Hubo un momento en que los perdimos de vista, dejamos de verlos y cuando volvimos a encontrarlos ya habían sido devorados por la selva y aparecían ante nosotros con la herida profunda provocada por un león o un tigre imaginario y, al tiempo, feroz. Y muchos de ellos no sobreviven, mueren apuñalados por ellos mismos, colgados como péndulos del techo de un baño, intoxicados con una sobredosis de psicotrópicos, aplastados luego de lanzarse al vacío. Otros quedan definitivamente perdidos en algún paraíso artificial.

Algunos de nosotros –aparentemente bien educados- creímos que estábamos preparados para ser padres, que habíamos leído y pensado lo suficiente; esperamos hasta una edad madura, cuando podíamos ser debidamente responsables, lúcidos y conscientes. Proyectamos nombres, números, lugares, creíamos tener todo bajo control: el nombre del hijo, la ciudad para nacer, el colegio para iniciarse en la lectura y escritura, los juguetes adecuados para estimular sus sentidos. Leímos a Bruno Bettelheim, a Jean Piaget, a Lev Vygotsky. Pero todo eso quedó pulverizado por la fuerza de la vida real. Nada de eso nos ayudó lo suficiente para prevenir o siquiera presentir que algún día íbamos a perder de vista a nuestros hijos.

A nuestros hijos les ha correspondido un mundo atroz que parece haber entrado en una fase de desahucio; el planeta parece morir. Nuestros hijos han recibido el golpe brutal de sentir que no hay lugar para ellos y que nuestro legado es un planeta moribundo en que se ha vuelto muy difícil apenas respirar. A eso se añade la otra certeza de las escasas oportunidades laborales; ellos tienen pocas posibilidades de una vida laboral estable, del ejercicio pleno de una profesión para la que se han preparado arduamente. Muchos de ellos abandonan la universidad a mitad de camino porque perciben que están haciendo demasiado esfuerzo para nada. Salvo algunos talentos excepcionales en las matemáticas y en las ciencias puras, los demás parecen haber escogido el camino de la incertidumbre y la precariedad. Ese planeta débil y enfermo de la actual pandemia acentuó el desastre psíquico de muchachas y muchachos obligados al encierro, a esconderse de los rayos del sol y a temerle al estruendo de una carcajada.

Algunos de nosotros fuimos ilusos al confiar demasiado en las alternativas de los videojuegos, primer paso en el laberinto de la soledad y las adicciones. O al confiar en las moralejas de los programas de televisión preparados especialmente para el público infantil; o al creer en instituciones como la escuela o la iglesia. Mientras tanto, nos hundimos en el mundo del trabajo, en producir dinero para garantizar –otra ilusión- niños felices, satisfechos, orgullosos de la vida confortable. Tanta abundancia de cosas y tecnología en sus habitaciones los volvió más enigmáticos para nosotros.

El exceso de confianza en las instituciones que “forman” a nuestros hijos nos hizo conformes y quizás hasta indolentes; delegamos en el maestro, en el instructor deportivo, en el médico, en el sacerdote católico, en el pastor evangélico, en el compañero de colegio lo que sólo podía y debía hacerse y decirse en la intimidad de la casa. La conversación en el hogar perdió valor, el padre y la madre se volvieron relativos, marginales, casi intrusos. El niño comenzó a no creer en nadie y tanta compañía en su “formación” se volvió asedio, agresión, competencia, destrucción.

Sospecho que en ese exceso de confianza está parte de la explicación acerca de por qué perdimos de vista a nuestros hijos; nos hundimos en la maraña de la rutina productiva creyendo que esa era nuestra principal tarea paterna, mientras que a nuestros hijos los devoraba el capitalismo en todas sus manifestaciones. Mientras que nuestros hijos se auto-aniquilaban o los despedazaban los rivales en esta lucha feroz por ser los más hermosos, los más rápidos, los más inteligentes o los más obedientes.

Perdimos, perdimos de vista a nuestros hijos; dejamos de verlos y, cuando recuperamos la consciencia, el bache ya se había producido; un abismo se interpuso y entonces nuestros hijos se volvieron lejanos. Muchos de nuestros hijos les pertenecen ahora a las instituciones psiquiátricas, al alprazolam, a las sesiones de hipnosis, a los tratamientos psicológicos. Nuestros hijos arrastran un trauma del cual intentan salvarse con su propia fuerza que no sabemos si es suficiente para salir de tanto destrozo. Y nosotros, los padres, arrastramos nuestro propio trauma, el de no haber sabido serlo. El fracaso se explica, en buena parte, porque no supimos estar ahí, donde debíamos estar nosotros y no el infierno de los otros. El momento del quiebre, presumo, fue el momento de perderlos de vista, el momento en que los olvidamos. Hijos y padres quedamos en la deriva de un extravío. ¿Nos encontraremos?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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