Pintado en la Pared No. 249
El espectáculo de la guerra
Han pasado más de treinta días de la cruenta invasión
de Rusia a Ucrania, a esa invasión la hemos llamado guerra y creo que debería
designarse, mejor, como una agresión que atenta contra el derecho internacional
y en la que han sido cometidos actos atroces de los agresores rusos contra la
población civil de Ucrania. Este episodio, sumado a la pandemia, señala un retroceso de la
humanidad, esta vez en los términos de la condición moral de la humanidad. Puede
ser que algunas sociedades y algunos países hayan logrado avances en la
industria militar y encuentren en este episodio un momento oportuno de
exhibición de sus "progresos" y que puedan enorgullecerse de la precisión y capacidad de exterminio de sus armas; sin embargo, ese presunto progreso no oculta que
los seres humanos y, en particular, que los líderes políticos no han hallado las fórmulas para resolver racional y pacíficamente
los conflictos entre países.
La guerra o invasión a Ucrania ha sido el resultado de
la incapacidad para hacer acuerdos, pactos que produzcan confianza entre los
Estados y que impidan pensar en soluciones bélicas para los conflictos. También
ha sido consecuencia de la inoperancia de instituciones transnacionales como la
ONU que tienen poco poder de persuasión y de disuasión; ese escaso poder en
ambos sentidos está relacionado con la ausencia de un código lo suficientemente
estricto y preciso de sanciones, castigos y premios para que un Estado no opte
por la acción violenta contra otro. El mundo no posee hoy en día un arbitraje
imparcial y poderoso que haga posible la eliminación del recurso bélico y, menos, que impida que una potencia militar con designios imperialistas destroce países pequeños o débiles que no se acomodan a sus propósitos de expansión.
Esta guerra ha sido una exaltación de la amenaza y,
por tanto, de una imposición del miedo. Putin ha amenazado con recurrir al
armamento nuclear. Estados Unidos ha hecho vaticinios sobre la invasión, sobre
los métodos que puede emplear el ejército ruso; por ejemplo, varias veces ha
advertido que Rusia va a emplear armas químicas y que, en tal caso, la OTAN está dispuesta a actuar, aunque no es preciso cómo va a ser esa reacción. La incertidumbre que
acompaña tanto anuncio hace parte del clima de miedo generalizado que va más
allá de los pueblos directamente implicados en la contienda.
Esta guerra otra vez muestra que un imperio quiere imponer
el derrotero sobre aquellos países que considera satélites y que deben estar
subordinados a los propósitos de un Estado aparentemente superior a esos países. Los
pretextos económicos, militares, étnicos y hasta históricos para hacer creer
que Putin simplemente intenta recuperar algo que su imperio había perdido han
pretendido suplantar el derecho a la libre determinación de cualquier pueblo. Y
a propósito de esto, ¿esta cruenta guerra no ha hecho pensar a la dirigencia política
ucraniana que su deseo de adherirse a la Unión Europea y a la OTAN no eran
propósitos que la distanciaban de sus tradicionales vínculos históricos, étnicos
y lingüísticos con Rusia? Todo este mes de experiencia bélica ha mostrado las fracturas familiares en Rusia y Ucrania, porque los vínculos de parentesco y de amistad entre sus habitantes comprueban que rusos y ucranianos han compartido muchas cosas durante mucho tiempo, muchas cosas difíciles de separar.
Ahora bien, las democracias representativas de la
presunta civilización occidental han quedado expuestas como un conjunto de
potencias impotentes que le lanzaron a Ucrania un canto de sirena que terminó siendo un terrible engaño. Europa occidental ahora sólo despliega
sentimientos dudosos de compasión ante el sacrificio de un país que habían incitado e invitado a adherirse a la Unión Europea y a la OTAN. Y los ucranianos han
quedado expuestos como el chivo expiatorio que deberá pagar su falta de querer
acercarse a Occidente sin el permiso del jefe del Kremlin; mientras el pueblo
ucraniano paga su falta, la Unión Europea se desparrama en elogios a la
valentía de quienes han sido ofrecidos como sacrificio con tal de preservar al
resto de Europa de una guerra mundial. Esa conmiseración no está a la altura de las responsabilidades de la Unión Europea y de la OTAN que azuzaron la ampliación de su influencia en países que habían sido de la órbita de la antigua URSS.
El sacrificio ucraniano se resume en un sufrimiento colectivo
que todos, en el mundo, hemos podido ver en imágenes en vivo y en directo. El
dolor, la muerte, el desarraigo, la separación, el miedo en los rostros, todo
eso podemos verlo en los informes diarios de la televisión. Hemos visto los
combates, los cadáveres, los misiles que derriban edificios y que matan
familias enteras. La experiencia visual de contemplar como espectadores el
sufrimiento ucraniano es una novedosa mutación de la sensibilidad. La guerra es
un hecho con transmisión fidedigna e inmediata del dolor humano; esta vez
no imaginamos ni suponemos el sufrimiento de los demás, podemos verlo y podemos
lanzar exclamaciones de tristeza, de indignación o de impotencia. Las agencias de noticias desplazan sus corresponsales de guerra que nos regalan testimonios vivientes (sobrevivientes, mejor) de la angustia, de la agonía, de la muerte y la destrucción que acechan. Hasta Joe Biden no se resistió a ver de cerca el dolor de los refugiados en la frontera polaca, tenía que ver y palpar para decir algo. Esta terrible
supremacía turística de la visión, como si nos fuese preciso ver para saber que hay dolor
provocado por una guerra, como si satisfacer nuestra curiosidad fuese el
principal imperativo en esta situación. ¿Necesitamos ver porque no hay otra
forma de entender que la guerra provoca un enorme sufrimiento colectivo? ¿O
solo vemos para saciar la curiosidad y sentirnos bien informados?
Los ucranianos son ahora la glorificación del guerrero
valiente. Derrotados o triunfantes, han demostrado tener más fuerza que la de sus hipotéticos aliados de Occidente; en una agresión tan asimétrica, han demostrado una capacidad de
resistencia superior a cualquier cálculo; mientras tanto, otros han hecho
exhibición de compasión. Incapacitados para otras acciones, varios países de
Europa se han dedicado al elogio de la valentía y a la conmiseración.
En Francia y Alemania, la gran preocupación cotidiana es el aumento del precio
de los combustibles y los alimentos, y que lleguen refugiados a invadir sus estaciones de trenes. Otros muy perversos han aprovechado el caos
para raptar y esclavizar mujeres en el tenebroso mercado del sexo. Más lejos,
en este lado del Atlántico, varios países hemos entrado en las celebraciones de
carnaval, porque creemos que es la hora de reír para sacudir un poco tantos miedos acumulados.
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