Una historia del
pensamiento latinoamericano
(Hacia una periodización
tentativa)
Si nos acogemos a ciertos preceptos de los
historiadores contextualistas británicos, especialmente a aquellos de John G.
A. Pocock, una historia del pensamiento es una historia del lenguaje y, en
consecuencia, una historia de los discursos. Precisemos un poco: una historia
del pensamiento puede ser una historia guiada por la identificación de momentos
discursivos, por el hallazgo de momentos de discusión pública que, por
supuesto, son muy ricos en la expresión de un lenguaje enriquecido por los
diversos agentes que intervienen con sus enunciados en un conflicto. Dicho de
otro modo, los conflictos parecen ser ricos en pensamiento y, por tanto, en
hechos de lenguaje (y viceversa).
A eso agrego otro posible criterio de periodización
fuerte, al menos útil para lo que puede ser una historia del pensamiento
latinoamericano. Ese otro criterio es el del formato de difusión, de
circulación del pensamiento; según el medio de comunicación, el pensamiento
tuvo una naturaleza o, por lo menos, una intensidad y un ritmo en su
comunicación. Hablo del predominio que tuvo la comunicación impresa. Mientras
hubo una cultura de lo impreso como forma dominante de producción y circulación
de las ideas, hubo un momento discursivo del pensamiento. Ahora bien, a esa
importancia que le concedemos al medio de comunicación deberíamos agregarle
otro elemento distintivo, y es el del predominio de ciertos agentes productores
de pensamiento.
En este punto insisto en que es posible constatar que
la larga etapa dominante de la cultura impresa fue el momento, también extenso,
de manifestación de todas las formas de escritura del orden[1]. Fue
el momento hegemónico del Estado como agente discursivo fundamental en la
emisión de una gran variedad de pensamientos acerca del orden, acerca del
control de la población y del territorio; todo eso plasmado en mapas, informes científicos,
memorias de viajeros, relatos costumbristas, manuales de urbanidad, del buen amor,
de la economía doméstica; también reglamentos de asociaciones formales,
constituciones políticas, tratados de legislación, códigos de policía, penales,
administrativos y etcétera. Mientras predominó esta prolija prosa del orden
tuvimos, acudiendo a la jerga de foucaultiana, una regularidad discursiva.
Voy a detenerme en los momentos discursivos contenidos
en esa regularidad; es decir, intentaré mostrar que desde finales del siglo XVIII
hasta inicios del siglo XX cronológico tuvimos varios momentos discursivos
aupados por la instalación del orden republicano, por definiciones acerca de la
legitimidad política, por la necesidad de catapultar una nueva élite en la
dirección del Estado, por la urgencia de conocer y controlar a la población y
el territorio en nombre de la búsqueda de la nación; y precisamente, en nombre
de proyectos de nación hubo enfrentamientos entre partidos que fueron muy ricos
en debate y exhibición de ideas.
Así, podemos discernir los siguientes momentos
discursivo que, grosso modo, concibo aplicables a las circunstancias
latinoamericanas, no importa las discordancias temporales, no importa las diferentes
velocidades de las experiencias de cada país.
Primer momento discursivo:
La ciencia para el Estado según una Ilustración moderada[2].
Aquellos
hombres que, en diversos puntos de la América española, en la segunda mitad del
siglo XVIII, participaron en la difusión de un nuevo espíritu científico dentro
de las coordenadas de una Ilustración moderada[3]
y, sobre todo, limitada por la vigilancia del dogma católico, lograron no
solamente persuadir sobre la utilidad de ciertas ciencias para la prosperidad
del reino; fueron demostrando, además, que reunían las capacidades para ejercer
actividades de gobierno y que, por tanto, eran individuos disponibles para la
ejecución de proyectos científicos que permitían a la Corona tener mejor
control sobre la población y el territorio de sus posesiones en América.
Proyectos científicos que, entre otras cosas, eran resultado de sus propias
convicciones, de sus propias experiencias y que estaban sostenidos, en buena
parte, en la iniciativa individual cuyo complemento ideal era el apoyo de las
autoridades peninsulares.
Algunos
estudiosos de esta época dirán que el solo hecho de haber sido activos
difusores y oficiantes de ciertas formas de conocimiento ya los había colocado
en un lugar privilegiado como agentes de expansión de los proyectos de
dominación y reorganización administrativa del imperio.[4]
Esa es una interpretación cierta pero incompleta. Por supuesto, hacer ciencia
–y ciencia útil para el imperio- era un hecho político incuestionable pero no
dejaba de ser una práctica subordinada a los designios del poder. Los
científicos criollos –o quienes pretendieron parecerlo- necesitaron persuadir
acerca de lo que era prioritario en el orden de reformas administrativas de la
segunda mitad del siglo XVIII; la necesidad del mecenazgo de particulares o de
la protección de autoridades de la Corona o de la aquiescencia directa del rey
soberano fue expresada en discursos, memorias, informes de estos oficiantes de
las ciencias útiles para el reino.
Ahora bien, ser
agentes de la razón ilustrada tenía que hallar complemento en las prácticas de
aquellas formas de conocimiento que reunían determinadas virtudes porque
estaban en sintonía con las prioridades organizativas de la economía política.
Por alguna razón la medicina, la botánica, la química, la geografía,
principalmente, estaban en el primer renglón de los informes que aquellos
científicos preparaban para las autoridades españolas. Eran ciertas formas de
conocimiento las que correspondían con los procesos de racionalidad
administrativa de un Estado (o lo que parecía ser un Estado en esos años).
Como lo han
dicho historiadores que han examinado los acontecimientos políticos de la
segunda mitad del siglo XVIII, aquellos notables criollos eran leales a la
Corona pero estaban convencidos de la necesidad de algunas reformas de la
monarquía y habían hallado en los principios del derecho natural, de la
economía política y de un republicanismo fundado en el bien común la
inspiración suficiente para sugerir la transformación de un imperio que estaba
necesitando reformas administrativas, sobre todo luego de sus recientes
derrotas bélicas ante sus rivales europeos. [5]
Para ellos era importante que España recobrase su brillo y no tenían expuesto
en el horizonte inmediato un objetivo revolucionario que implicase trastornar
el orden monárquico.
[1] A propósito, mi ensayo “Las escrituras del orden”, Araucaria, No. 38, 2017, pp. 467-494.
[2] Sobre este primer momento, mi ensayo “ciencia útil en los ilustrados
del Nuevo Reino de Granada, Co-herencia,
Vol. 16, No. 31, julio-diciembre de 2019, pp. 47-76.
[3] Una caracterización de la
Ilustración moderada española y de su prolongación en América la proporciona
Jonathan Israel en Democratic
Enlightenment. Philosophy, Révolution and Human Rights, 1750-1850, Oxford
University Press, 2011.
[4] Esta percepción de la Ilustración y
su impacto en la actividad científica la han sabido sustentar las obras de
Mauricio Nieto Olarte, Orden natural y
orden social. Ciencia y política en el Semanario del Nuevo Reyno de Granada,
Universidad de los Andes, Bogotá, 2007; y Santiago Castro Gómez, La Hybris del Punto Cero. Ciencia, raza e
ilustración en la Nueva Granada (1750-1816), Editorial Pontificia
Universidad Javeriana, Bogotá, 2010.
[5] Todo esto lo han explicado con
detalle Isidro Vanegas, La Revolución neogranadina,
Ediciones Plural, Bogotá, 2013; sobre el republicanismo de Antiguo régimen, el
reciente libro de Clément Thibaud, Libérer
le Nouveau Monde. La fondation des premieres républiques
hispaniques. Colombie et Venezuela (1780-1820), Éditions Les Perseides, Rennes, 2017.
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