Una historia del pensamiento latinoamericano
(una periodización tentativa)
Segundo
momento discursivo: el pensamiento de las revoluciones de independencia.
Con la
crisis monárquica de 1808 comienza una etapa de pensamiento acerca de la
emancipación de las viejas posesiones españolas en América; pensamiento acerca
de la liberación y de la libertad, de la separación del dominio de la Corona
española y de la instauración de un nuevo régimen fundado en la soberanía del
pueblo. La vacatio regis provocó la discusión sobre la legitimidad y
legalidad de un orden que, inicialmente, fue pensado como algo provisorio. Por
tanto, pensamiento que nació en la incertidumbre de una situación inédita.
Aquellos que habían sido los difusores de las ciencias útiles en beneficio de
la prosperidad del reino asumieron el debate cotidiano sobre los fundamentos de
un nuevo gobierno. Basados en el conocimiento de las obras de Rousseau, Mably,
Montesquieu, Sieyes, Locke; conocedores de las experiencias constitucionales de
las revoluciones en Francia y Estados Unidos, aquellos improvisados y a la vez
predispuestos pensadores políticos intentaron constituirse y constituir las
reglas de funcionamiento de un orden, así se tratase de una situación interina.
Con el abate Sieyes intentaron resolver el acertijo del origen fundacional de la soberanía del pueblo; leyendo a Rousseau exaltaron la misión de los legisladores y justificaron una propuesta federal. Mientras tanto, la relación con Montesquieu fue más sinuosa; desde el siglo XVIII, varios ilustrados americanos pusieron en duda el método aplicado por el pensador francés para conocer sociedades y territorios. Su determinismo climático aplicado a la idea de libertad fue rebatido fuertemente por algunos. Con cierta rapidez, Montesquieu dejó de ser leído directamente y fue remplazado por el manual divulgativo de Antoine Destutt de Tracy. La temprana mediación del autor de Elementos de Ideología seguramente revele vínculos con nuevas corrientes filosóficas. Del lado norteamericano, leer a Paine, Jefferson, Hamilton, Madison y otros difusores de un orden federal pudo implicar una rápida adhesión a la democracia representativa como solución a los conflictos inherentes a las pugnas entre facciones que representaban intereses particulares.
La
definición de un nuevo principio de soberanía ocupó a la opinión pública
compuesta de individuos letrados que se apropiaron del ritmo cotidiano de
discusión por medios impresos. Hubo en muchas partes de la América española un
esfuerzo por diferenciar entre el acto constituyente y los poderes constituidos
derivados, algo que lejanamente explica Hannah Arendt para los casos francés y
norteamericano. Lo cierto es que las revoluciones de la independencia
hispanoamericana sostuvieron su propia conversación con las revoluciones antecesoras
en ambos lados del Atlántico; quizás por eso una historia del pensamiento
político latinoamericano tiene casi la obligación de rehabilitar un proceso
histórico despreciado por una filosofía política y por una historia del
pensamiento que colocaron en los confines, en la marginalidad, lo sucedido en
el ámbito hispanoamericano.
Entre
1808 y 1814 tomó consistencia en las antiguas posesiones españolas un pensamiento
republicano cuyos fundamentos fueron el principio de la soberanía del pueblo,
la delegación de esa soberanía en un personal capacitado para legislar y cuya
primera misión fue crear constituciones políticas, la separación de poderes. En
torno a esos fundamentos hubo discusión acerca de la organización de estructuras
administrativas centralistas o federalistas, acerca de cómo contener las pasiones
y los intereses de las facciones y, además, acerca de cómo limitar los peligros
del desborde de la animosidad popular. Por tanto, se trato de un momento muy
rico e intenso de la imaginería política que sirvió de base a lo que decididamente
adquirió fijeza en la década de 1820. Para entonces, la democracia
representativa comenzó a ser uno de los sellos de identidad del republicanismo
hispanoamericano, en ese decenio se impone la tesis de la “democracia ficticia”,
una especie de superación de la soberanía popular por la soberanía de las
capacidades o, mejor, de aquellos capacitados para el ejercicio de representar
la voluntad popular. En la década de 1820, el criollo letrado que había experimentado
las incertidumbres del cambio de régimen comenzaba a transformarse en el agente
social de lo que iba a ser, en el resto del siglo XIX, el político profesional.
Por lo
menos desde la famosa Carta de Jamaica (1815) hubo una tentativa por establecer
cuál era el lugar del criollo en el proceso de emancipación. La
auto-representación -antes de postular un sistema representativa- fue una
preocupación de los exponentes del pensamiento republicano. La ambigüedad y la
conjetura fueron síntomas retóricos de la condición intermedia de aquellos
criollos que desde por lo menos de la década de 1780 demostraron voluntad de
gobierno, deseo de hacer parte del poder político, así fuese en la condición subordinada
de funcionarios controlados por las autoridades españolas. La oportunidad de
gobernar en calidad de principales beneficiarios de la crisis de la monarquía
los expuso como los agentes organizadores de un poder en que ellos iban a
ocupar la cúspide.
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