El mundo ha cambiado y no ha cambiado
Creo que pertenezco a una generación que ha vivido en buena parte de su existencia adulta cambios muy significativos en la sensibilidad colectiva, en lo que suelen llamar la visión del mundo y que para otros son los valores o las ideas acerca de lo bueno y lo malo. También hemos vivido cambios muy significativos en la vida material.
Mi generación comenzó a caminar por las universidades usando la hoy arcaica máquina de escribir, así escribí mis monografías de pregrado y de maestría. En aquellos años, inicios de la década de 1980, usábamos cabinas telefónicas para llamar a la novia; teníamos un apartado aéreo en el que esperábamos noticias de algún generoso envío de nuestros padres. Una década después ya existía el beeper, en la universidad ya había salas de informática con unos aparatosos computadores. Iniciando el 2000 ya había los primeros celulares y nuestros amigos o nuestras novias podían contarnos cómo les fue subiendo o bajando del autobús. Para 2010 comenzaban a ser populares los computadores y las memorias portátiles que fueron desplazando los cassettes y los discos compactos. Y un poco más acá llegaron la carpeta drive y la nube para guardar grandes volúmenes de información. Nuestras primeras lecturas universitarias fueron laboriosas copias en papel mimeografiado. Luego se masificó la fotocopiadora y llenamos nuestros cuartos estudiantiles de papeles anillados que contenían libros y artículos de revistas. Hoy los libros viajan y se amontonan en formatos digitales.
Hace casi cuarenta años nos citábamos en las puertas de una sala de cine y luego íbamos a una pizzería a comentar el filme y besarnos con nuestra pareja. Hoy nos quedamos en la casa pasando tardes enteras frente a nuestras suscripciones de tv cable y las plataformas de filmes y series como netflix, hbo o amazon. Las conversaciones con nuestros amigos discurren en espasmódicos mensajes de whatsapp en que un beso o una caricia podemos reemplazarlos por emoticones. A menudo esas conversaciones se contaminan con malos entendidos y nuestras amistades nos silencian.
En los primeros años de mi generación, los toreros eran unos héroes. Veíamos orgullosos a nuestro matador Cesar Rincón salir en hombros de la exigente plaza madrileña de Las Ventas. Leíamos y recitábamos los poemas de Federico García Lorca dedicados a toreros muertos por las astas enormes de una bestia. Hoy nos da vergüenza decir que alguna vez fuimos a una corrida de toros o que nos gusta los dibujos taurinos de un Goya o de un Picasso –un violador de mujeres que pintaba muy bien- y menos se nos ocurre decir que recitábamos “A las cinco de la tarde/Eran las cinco en punto de la tarde [...]”. Lo único que salva hoy la gloria del pobre Lorca es que era homosexual, comunista y lo fusiló la ultraderecha en España.
Antes, los hombres –o quienes hemos creído que lo somos- les dedicábamos poemas a nuestras amadas (y amados) o nos deteníamos a contemplar la belleza femenina que pasaba por la acera, y a veces soltábamos un piropo. Hoy eso es machismo hirsuto, acoso sexual que puede llevarnos a un proceso con la Fiscalía; por eso lo más recomendable ahora es practicar la auto-censura. Algunos señores que conocimos hace dos o tres décadas ahora son señoras o viceversa. Algo más, en nuestra infancia leímos o vimos en cine Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll; hoy sospechamos que el autor de aquel libro extraño y maravilloso pudo ser un pedófilo que se camufló en la hipócrita moral victoriana del siglo XIX.
Mi generación conoció la fase heroica de la tenencia de mascotas; cuando todavía era raro tener perros y más raro viajar con ellos; ni siquiera nos permitían llevarlos en un destartalado bus urbano. Hoy los perros pululan en los centros comerciales y los aeropuertos; viajan bien vestidos en avión, sentados en clase ejecutiva, y gozan de más privilegios que la pobre sirvienta que sale arrastrada por cinco galgos que confabulan cada tarde en un parque exclusivo para sus cagadas.
Ya no nos queda fácil decir que nos gusta la carne de res porque podemos tener al frente un corrillo de gente vegana que nos va a contar la triste historia de los frigoríficos o de las emisiones de gases de efecto invernadero. A mi generación la educaron con clases de ciencias naturales en que dibujábamos una vaca y diseccionábamos sus partes productivas: la piel, los cuernos, las patas, la leche. ¿Quién dijo leche? Según la medicina holística, la leche nos inflama, acelera procesos infecciosos y provoca enfermedades del colon, además es falso que nos suministre calcio. Y si nos inclinamos por un pescado, nos mostrarán reportajes de una piscicultura que no cumple con las normas sanitarias y destruye el ambiente marino. Nos queda, entonces, el recurso más sencillo, tomar el fruto directamente de un árbol. Muchos nos criamos en medios campesinos en que subíamos a los árboles para comer una guayaba, una ciruela, un mango. Hoy, eso tampoco se puede, la lluvia ácida hará que comamos un fruto que puede afectar nuestros estómagos con dióxido de azufre. Hace algunas décadas nadie hablaba de "lluvias ácidas". Hemos tenido que envejecer para aprender que casi todo lo que hemos comido en nuestras vidas ha sido un continuo asesinato y, a la vez, un continuo suicidio. Y si seguimos así sólo podremos comer lo que cultivemos en nuestro huerto familiar, ojalá el fruto de semillas criollas.
El mundo ha cambiado, es cierto. Cambios drásticos que vinieron acompañados de nuevos derechos, nuevos deberes y nuevas prohibiciones Nuestra generación aprendió a ser elástica ante tantas mutaciones. Pero, aun así, nuestro país, Colombia, ha cambiado poco. Podemos escribir otra columna inventariando las cosas que no han podido ser en este país en que todavía hay que atravesar ríos y montañas con la ayuda de lazos, canoas y caballos, en que las ciudades son grandes excrecencias de nuestra vida colectiva, en que la muerte violenta es asunto corriente, en que el Estado es una monstruosidad inepta. El mundo ha cambiado y no ha cambiado.
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