UN ESTADO MAL
HECHO
La
Fiscalía, la Contraloría, la Procuraduría, el Instituto de Medicina Legal. ¿De
qué están hechos todos estos organismos del Estado encargados de funciones de
control, vigilancia, investigación, judicialización?
¿Cómo se forma una burocracia de esta índole en un país con universidades de
malas notas; con un sistema de educación pública muy deficiente; con un débil
sistema de universidades públicas y con universidades privadas muy recientes
que funcionan más como empresas lucrativas que como sitios de producción
sistemática de conocimiento? Todas esos organismos estatales están compuestas,
en mayor porcentaje, por egresados de universidades privadas, alguna vez fueron
fortines burocráticos de universidades públicas y especialmente de la
Universidad Nacional; ahora podemos decir que la responsabilidad de los males
que producen es muy compartida y, en ciertos casos, especializada.
Los
funcionarios de esos organismos son raramente probos y eficientes. El concurso
público de méritos no es el método fundamental de reclutamiento de esa
burocracia; y cuando lo son, tampoco es garantía de idoneidad. Para quienes
desean trabajar en algún lugar del Estado no tienen como ideal el servicio
público; mejor, no entienden sus funciones como un servicio obligatorio ante la
sociedad. Consideran, en su amplia mayoría, que ocupar un lugar en la
burocracia estatal es la consecución de un estatuto especial, de un privilegio
que le permite solucionar problemas
básicos de su vida personal y otros relacionados con sus vínculos afectivos,
con sus adhesiones políticas y sus lazos de parentesco. El Estado es un lugar
propicio para vivir bien y actuar mal.
¿Qué
garantiza hoy en día ser abogado de las universidades Externado o Libre o El Rosario?
¿Qué le garantizan a la sociedad colombiana los economistas de la Universidad
de los Andes? Garantizan, más o menos, un país cada vez más descompuesto en
materia de normas y prácticas de justicia; garantizan un Estado débil que le ha
dejado las puertas abiertas a un neoliberalismo rampante y garantizan una
sociedad convertida en una máquina despiadada de lucro sin barreras éticas que
impidan aplastar a los demás.
Nuestro
Estado funciona como un monstruo; es peligroso y enorme. Nos devora todos los
días con sus acciones arbitrarias y también con sus graves omisiones. Se
encarga de redistribuir las pérdidas y de concentrar en unos pocos las
ganancias. Asedia con impuestos a la clase media urbana y, al tiempo, no ejerce
soberanía en las fronteras; abandonó a la ciudadanía ante el fraude diario de
las empresas prestadoras de salud. Sus prioridades están mal definidas; o,
mejor, están resueltas a favor de los intereses particulares de los grupos
particulares que controlan el funcionamiento del Estado. Mientras tanto, la
sociedad se disuelve en la lucha diaria e indivualista por resolver, en su
pequeña órbita de posibilidades, todo lo
que el Estado no le garantiza: un hospital abierto y bien dotado, una escuela
pública con profesores bien remunerados, calles asfaltadas, transporte público
confortable. Asuntos básicos que en otras sociedades, con otros Estados, han
sido resueltos hace mucho rato.
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