Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 6 de julio de 2009

LA BIBLIOTECA DEL CENTENARIO

PINTADO EN LA PARED No.14

Hace cien años, el ambiente conmemorativo del primer siglo de la revolución de Independencia fue mucho más afirmativo y festivo que el de ahora. Hace un siglo hubo un espíritu de balance mucho más afianzado entre los intelectuales; era necesario examinar el devenir del primer centenario de vida republicana. Además, estaba encima la abrumadora evidencia del tránsito de un siglo a otro, de manera que la necesidad de apurar balances e imaginar proyectos de sociedad era ineludible. El balance no podía decir que se había vivido en una república perfecta; al contrario, la huella ruinosa y próxima de la guerra civil de los Mil Días contribuyó a alimentar una visión pesimista de lo que había sido el caos –¿cuál orden?- republicano. La irremediable pérdida de Panamá y las ínfulas reeleccionistas del presidente Rafael Reyes contribuyeron a alimentar la discordia en las proximidades de la conmemoración del primer centenario de la Independencia. Pero la razón, decían algunos, tenía que sobreponerse a las pasiones y fanatismos de las luchas entre facciones políticas; otra vez se pensaba en la escuela como el mejor instrumento para fabricar buenos ciudadanos, respetuosos de las instituciones y las leyes. El deseo de construir algo que se alejara de las tristes experiencias del siglo XIX contribuyó mucho a darle ánimo a las actividades conmemorativas del primer centenario de la emancipación del dominio español.

Con más entusiasmo, y quizás también con más recursos que ahora, se fundaron, aquí y allá, juntas patrióticas, muchas de ellas dirigidas por gobernadores y alcaldes; esas juntas promovieron la publicación de boletines que compartían y discutían con la comunidad sus propósitos que se plasmaron, en 1910, en la construcción e inauguración, multitudinaria en muchos lugares del país, de bibliotecas públicas, escuelas, cárceles, barrios, hospitales, parques. Comparación odiosa pero indispensable, en aquella época hubo dirigentes políticos e intelectuales imbuidos de un espíritu conmemorativo que se plasmó en modificaciones rotundas del espacio público; eso sucedió tanto en pequeños municipios como en las principales ciudades.

Hace un siglo se inauguró en Cali la biblioteca pública del Centenario; por ella pasó la historia de la iniciación en la lectura de muchas generaciones de habitantes de la ciudad. Sus salas recibieron el legado de varias y distinguidas bibliotecas particulares y conservaron invaluables fondos documentales. Esa biblioteca contribuyó a forjar algún arraigo ciudadano, a formar intelectuales y dirigentes políticos en alguna etapa de sus vidas. Hoy, después de un siglo, poco o nada se sabe de esa biblioteca; y, peor, pareciera que nadie quiere saber nada ni de su pasado ni de su futuro. Mientras la ciudad se llena de centros comerciales que le rinden homenaje a una arquitectura del despilfarro, la Biblioteca del Centenario deambula con sus andrajos por la ciudad porque no tiene una sede definitiva; su documentación se pulveriza, sus colecciones bibliográficas se deterioran ante la indiferencia de una dirigencia política perezosa, corrupta e ignorante. Hace poco, un par de jóvenes historiadoras que buscaban una pequeña pero decisiva ayuda para comenzar a escribir la historia de esa biblioteca se encontraron con unos concejales del municipio de Cali que no tenían la menor idea de la existencia de la centenaria institución.

Cali es una ciudad fea, sucia, anti-democrática y peligrosa; su único consuelo es que son títulos que comparte con muchas de las ciudades colombianas. La única belleza reside en sus árboles y las aves que los habitan; es decir, lo poco agradable de la ciudad se lo debemos a los vegetales y animales y no a los humanos. La ciudad ostenta hasta hoy, además, una sucesión nada envidiable –e insuperable- de alcaldes perversos. Un siglo después tenemos que constatar que ni las universidades, ni la dirigencia política ni el ciudadano común y corriente estamos a la altura de las conmemoraciones que se aproximan; que no se pasará de un mezquino oportunismo para quedar en la foto oficial de algún evento inocuo. No se trata, por cumplir con un afán conmemorativo, de colocar en la agenda de prioridades la recuperación de la Biblioteca del Centenario; por simple sentido común y dignidad debería haber una política de preservación del patrimonio bibliográfico, de promoción de la lectura, de animación de la vida intelectual. Además, cualquier inventario cultural puede indicarnos que son varios los lugares que padecen de olvido y postración, porque los intereses de la dirigencia local se han desplazado hacia asuntos de dudosa importancia para la ciudad.

Como hace un siglo, podríamos soñar con que las bibliotecas contribuyan a formar seres humanos capaces de vivir digna y tranquilamente en nuestras ciudades; de lo contrario, habrá que pensar seriamente en buscar refugio en los árboles.


Julio de 2009.


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