Por: Alfonso Rubio
Profesor del Departamento de Historia, Universidad del Valle
(Publicamos en dos entregas el texto de su conferencia en el ciclo sobre Pensar el Bicentenario, convocado por el grupo de investigación Nación-Cultura-Memoria, en Cali, septiembre de 2009)
Con un ejercicio que refleja evidencias, más que reflexiones, un español desde la ciudad de México y otro, desde la ciudad colombiana de Medellín, describen, desde su atalaya personal, y haciendo extensivas sus impresiones al conjunto de la nación, cómo las gentes de estas dos grandes ciudades suramericanas perciben sus símbolos patrios en la celebración del “Día de la independencia”.
En un mes de septiembre de principios de este siglo, desde la ciudad de México, mi amigo Blas me escribía al Medellín de Colombia aprovechando la oportunidad de las fechas. Entre otras cosas me decía:
“¿Sabes lo que significa septiembre en la ciudad y el país de México?: patriotismo desbordante. Es el “Mes Patrio”. El día dieciséis se celebra la independencia de la nación, la fecha más importante, sin duda, de todo el calendario mexicano. El mejor momento para observar, desde el árido Tijuana al caribeño Cancún, el orgullo de pertenecer a este país.
Orgullo y mexicanidad son dos palabras inseparables aquí. El orgullo patrio es un deber y sentirse mexicano el único camino hacia esa suprema actitud. Y como símbolo de todo ello
En septiembre, Distrito Federal se transforma al amparo de la sombra de este emblema que extiende sus colores a toda la vida cotidiana de la ciudad. Varias semanas antes del día dieciséis la megalópolis se engalana para la ocasión de una manera casi navideña. Las calles visten festivas los brillantes ornamentos de matices trigarantes, las avenidas principales llenan la oscuridad de la noche con luces verdes, blancas y rojas, los defeños cruzan miradas con las caras de los “Héroes que nos dieron Patria” en cualquier ángulo de la ciudad, y la campana -el símbolo del inicio de la independencia- con la que el cura Hidalgo convocó a la libertad de México, aunque de cartón, tañe por todos los lados. También las casas se adornan para los viandantes, algunas decoran con pequeñas insignias sus ventanas y otros edificios más altos cuelgan de sus fachadas banderas tan evidentes como ellos mismos.
Sin embargo, lo que más sorprende es la participación ciudadana en este rito patriótico. Los defeños se adhieren a la bandera exteriorizándolo de todas las formas posibles, poniéndola en la solapa, en el carro, en la puerta de la casa, de la oficina, del negocio. Los dependientes de servicios públicos, gasolineras y otros comercios se colocan sombreros mexicanos con los colores nacionales pintados en ellos. Los taxis cuelgan pendones de sus antenas y las hacen ondear en sus carreras como si fueran a la guerra. Carros manuales recorren la ciudad cargados de multitud de estandartes, pegatinas y objetos varios de porte patrio. Pareciera que van a la entrada de un estadio de fútbol en la víspera de un importante encuentro deportivo de la selección nacional, pero no es así, su puesto es cualquier esquina de la ciudad y su función nutrir el espíritu mexicano de los soportes necesarios para celebrar el ritual del Grito de
Después de que las autoridades hacen sonar la campana que cuelga en la fachada de todos los ayuntamientos del país, los mexicanos de todas las razas, con el fervor religioso por su independencia, gritan airosos esa noche, respondiendo a los vivas que lanzan sus próceres. Campanadas y voz solemne, gritos enfervorecidos de las multitudes, fiesta ritual y postrada a la insignia nacional, felicidad de ser mexicano debidamente enardecida por los medios de comunicación: “¡México es un gran país en el mundo!”.
Blas seguía describiendo con mayor detalle cómo DF se engalana para la ocasión y cómo los defeños se adhieren a la bandera exteriorizando su alegría para celebrar el ritual del Grito a
“Esa que confunde el fervor religioso con la resignación frente a la injusticia; la que equivoca la satisfacción de ser un país independiente con la falta de libertad personal; y la que se engaña en la comunión de todas las razas mexicanas frente a la realidad de la pobreza y la desigualdad de algunas de ellas”.
En correspondencia, desde el Barrio de Aranjuez de la ciudad de Medellín, que por aquel entonces me acogía, le escribía así:
“También podría asegurarte que en ninguno de los pueblos colombianos falta la plaza o el parque con el nombre del libertador: Simón Bolívar. De pie o a caballo, la figura de Bolívar preside infinidad de estos espacios en un indiferente país por sus símbolos patrios. No creo, como me decías en tu carta, que orgullo y colombianidad sean dos palabras inseparables aquí. No creo que orgullo patrio sea aquí un deber y un sentimiento. Banderas tricolor (amarillo, azul y rojo) en un 20 de julio independentista. Banderas tricolor (amarillo, azul y rojo, son las mismas) en un 7 de agosto independentista. Banderas tricolor (amarillo, azul y rojo) en un 11 de agosto también independentista. Tres días, pobres actos institucionales dedicados a ellos -por lo menos fuera de Bogotá- y escasas banderas vistiendo los balcones de los colombianos que, cuando en las calles de Medellín les preguntaba por el motivo de las mismas, generalmente no sabían distinguir entre un día y otro.