Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Tiempo pandémico



La experiencia colectiva de esta pandemia ha trastornado el ritmo de nuestras vidas; es una irrupción en nuestras rutinas, en nuestras agendas, en lo que teníamos previsto. Nuestro horizonte de expectativas ha mutado súbitamente por un hecho dominante. Para unos, llegó la interrupción mortal de la existencia; para otros, un cambio drástico en las condiciones de sus vidas, de sus proyectos, de sus vínculos laborales. Prioridades, proyectos y sueños han sufrido una sacudida tremenda por un hecho que impone un paréntesis con puntos suspensivos. La expansión de un virus del cual no tenemos aún vacuna ha trastornado nuestras percepciones sobre la vida pasada, la presente y la futura. Las analogías o las metáforas tratan de atrapar esta situación intempestiva. Algunos jefes de Estado acudieron a una retórica bélica para establecer una especie de economía de guerra que justifica el confinamiento general y exalta la batalla médica en los hospitales contra el ataque del coronavirus. El suspenso de la guerra determina una temporalidad incierta, la entrada en un túnel del cual no se sabe con certeza cuándo se saldrá a la luz. No sólo eso, no sabremos quiénes sobrevivirán y por qué, quiénes serán víctimas, mártires o héroes de esta “guerra”.

La conciencia de una situación tan excepcional es novedosa porque se agrega otro sentido temporal. Además de esa interrupción o ruptura en nuestros horizontes de expectativa, hemos experimentado la simultaneidad de una condición global de la humanidad. Los confinamientos o cuarentenas no son novedad en la historia de la humanidad, son un recurso arcaico de sociedades que no tienen los recursos científicos y tecnológicos para afrontar las consecuencias del contagio viral; lo radicalmente novedoso, en esta ocasión, es que hemos vivido y presenciado la sincronización mundial de este confinamiento. Aún más, somos conscientes de esa simultaneidad; no necesitamos conjeturar o imaginar la situación. La humanidad ha compartido una misma experiencia. Esta sincronización del tiempo presente obliga a lanzar, por lo menos, esta pregunta: ¿Qué tan profunda será esta experiencia colectiva como para modificar el futuro de la humanidad?

La respuesta, a mi modo de ver, depende de la ponderación que hagamos del momento que estamos viviendo y, precisamente, por eso es apremiante otra pregunta: ¿cómo podemos medir lo que nos está sucediendo? Y creo que debemos empezar por admitir que se trata de una situación tan compleja, tan extraña, tan inédita en nuestras vidas que no podemos acordar una sola explicación, un criterio uniforme de evaluación de la circunstancia, tampoco basta una reflexión solitaria, es indispensable la conversación y la colaboración entre las ciencias humanas. Sin embargo, me atrevo a proponer una especie de salvaguarda para examinar este tiempo pandémico. Propongo evitar las definiciones absolutas para esta encrucijada y considero que ha habido públicamente dos expresiones absolutas, extremas (entre muchas otras, por supuesto) cuyos matices son casi nulos.

En un extremo esta aquella interpretación que ha desvirtuado el efecto mortífero del nuevo coronavirus. Varios jefes de Estado sostuvieron -y otros todavía afirman- que se trata de una simple gripa pasajera o, en versiones más despiadadas, consideran irrelevante y hasta benéfico que haya acumulación de muertes por la expansión del contagio. Para ellos, lo más importante es la buena salud de los negocios, de la economía y no el bienestar de las sociedades que gobiernan. Esa “gripita” ha asomado como una incómoda interferencia para sus ambiciones. Esta interpretación despiadada del asunto está acompañada por instituciones que siguen funcionando sin perturbarse; la banca privada colombiana, por ejemplo, ha seguido aplicando las mismas condiciones generales de asignación de créditos a quienes los han solicitado en estos tiempos de emergencia para muchas empresas. Y, en general, la banca mundial no ha ofrecido ayudas que alivien la situación de quiebra inminente, de desempleo masivo y hambruna. Si ese ha sido el comportamiento dominante de ciertos presidentes de países y del sistema financiero en una circunstancia tan extraordinaria para tantos seres humanos, no va a cambiar su conducta cuando la pandemia esté controlada y se retorne a una supuesta normalidad planetaria. He aquí parte de la respuesta a la pregunta que he propuesto.

Para completar la respuesta, detengámonos ahora en otra definición absoluta de esta encrucijada. Se trata de aquella que considera, con abundancia de adjetivos, que estamos en una situación apocalíptica, que “ninguna pandemia fue nunca tan fulminante y de tal magnitud”; según Ignacio Ramonet, enfrentamos un “hecho social total” descrito así:
A estas alturas, ya nadie ignora que la pandemia no es sólo una crisis sanitaria. Es lo que las ciencias sociales califican de « hecho social total », en el sentido de que convulsa el conjunto de las relaciones sociales, y conmociona a la totalidad de los actores, de las instituciones y de los valores.[1]
Estaré de acuerdo con aquello de un “hecho social total”, pero discrepo de buena parte de su argumentación. No creo que estemos ante un hecho que conmocione “la totalidad” de los actores, de las instituciones y de los valores. Sí es muy posible que los actores y las instituciones, altruistas o no, terminen con algún grado de afectación en sus trayectorias; mucho menos creo que conmocione la totalidad de los valores. Aquí apelo a lo que la historiografía ha enseñado al respecto; las creencias, los valores, los sentimientos, las costumbres suelen cambiar muy lentamente, casi de modo imperceptible. Las epidemias y pandemias no han eliminado ni la codicia, ni los fanatismos religiosos, ni las supersticiones. Según testimonios de pestes pasadas, durante las epidemias sí suelen haber comportamientos desesperados, conversiones religiosas, confesión de delitos ocultos, acciones heroicas, manifestaciones compasivas; pero son acciones pasajeras, no transformaciones drásticas de un sistema de valores. Incluso, es posible que en este horrible paréntesis aceptemos o asumamos nuevas actitudes ante la muerte; por ejemplo, hemos dejado de asistir a las ceremonias de acompañamiento de parientes y amigos fallecidos. Pero esa actitud puede ser momentánea y no es fácil predecir ahora si volveremos esta actitud una costumbre que exprese una nueva valoración de la vida o de la muerte.

Tampoco admito la idea de estar ante una “situación enigmática”, “sin precedentes”; aún más desesperanzador, que “no existen señales que ayuden a orientarnos”. Otra vez, la historia de la humanidad debería servirnos de punto de referencia a la hora de ponderar nuestra situación actual. No estamos ante algo que no haya sucedido antes. Hace poco más de un siglo, entre 1918 y 1919, hubo una epidemia de gripa cuyo cálculo más conservador registra cerca de 40 millones de muertos (muchos más que las víctimas que dejaron las dos guerras mundiales); eran tiempos de lentos medios de transporte, sin antivirales, sin información acerca de lo que estaba sucediendo. Mucha gente murió sin saber que era víctima de una pandemia. Las condiciones actuales de la medicina, de la tecnología y de los medios de transporte no permiten creer que lleguemos a una situación tan macabra como la que sucedió al final de la primera guerra mundial.

Pintado en la Pared No. 211.


[1] Ignacio Ramonet, “La pandemia y el sistema-mundo”, La Jornada, México D.F., abril de 2020.


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