Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 9 de febrero de 2015

Pintado en la Pared No. 118- Reseña de: Los años sesenta. Una revolución en la cultura


Los años sesenta. Una revolución en la cultura. Álvaro Tirado Mejía. Penguin Random House, Bogotá, 2014, 395 pags.

Por: Juan Guillermo Gómez García.

(Segunda parte).

Hay capítulos innecesarios como el del boom literario. Su versión del boom es escolar, convencional, fundada en pocas y muy limitadas lecturas. Allí delata la carencia de una cultura literaria que le permita asociar la “revolución cultural” del boom literario con el lejano  precedente del Modernismo y la tradición poética colombiana, de León de Greiff a Aurelio Arturo.   También le es extraña la relación y, por tanto, la continuidad y ruptura de la tradición novelística que encarnan un Tomás Carrasquilla o José A. Osorio Lizarazo para la generación que irrumpe con Mito. Otro capítulo innecesario es el nueve, acerca de la internacionalización de los derechos humanos; allí se deduce lo contrario que anuncia el título. 
Pero hay un capítulo muy estimulante sobre lo que cabe llamarse nuestra “modernización defensiva”. Trata acerca de la institucionalización de la planificación del Estado. Este estímulo provino de la CEPAL, fundada en 1949, pero solo tuvo su hora con la Alianza para el progreso, a partir de 1962. Se trató de profesionalizar y tecnificar las funciones directivas del Estado, sobre todo en materia fiscal y en el manejo técnico de la economía. La autonomía valorativa de este campo de la especialización económica para la modernización institucional del Estado, es tratado por Tirado Mejía con probidad académica.
Estos capítulos mencionados están intercalados con aquellos que sugieren “una revolución en la cultura”. Estos son: “Los intensos años sesenta”, “Rock, música y hippies”, “El marxismo”, “La nueva historia” y el “Movimiento cultural”. Todos estos dejan en el lector la impresión de desorden. Sin embargo, este carácter irregular del libro es el reproche externo o menor de un libro que no solo carece de editor –no está ordenado con sentido analítico- sino que carece de tesis histórica o, mejor dicho, de un argumento histórico de fondo que sirva de hilo conductor. La carencia de orden analítico delata, en su esencia, la carencia de una consideración teórica de la transición social y el desarrollo social que tiene por trasfondo la “revolución en la cultura”.
Miremos un primer caso. La profesionalización o tecnificación de las funciones del Estado, sobre todo impulsadas por Carlos Lleras Restrepo, es un aspecto de innegables resultados positivos, en la historia del país. Pero ese campo de la autonomía tecnificada de los aspectos fiscales y de la planeación nacional, escapan a la comprensión crítica de Tirado Mejía, más allá de su presentación “historicista”, vale decir, “tal como las cosas verdaderamente sucedieron” (von Ranke). Tirado Mejía se contrae a subrayar el evento sin desvelar la motivación de las élites gobernantes para reservarse ese campo de la actuación política, hasta el día de hoy. Es evidente que las elites políticas se empeñaron en labrar una joya institucional suficientemente tecnificada para garantizarse el manejo de este mundo institucionalizado. Esta exclusividad en la administración del Estado (cuyos ejecutores de carne y hueso son reclutados de modo tradicional: de sus clubes, universidades y familias) les ha asegurado su prestancia indisputable. Esta profesionalización de las funciones del Estado se volvió un dique contra la democratización de la política, de la cual resulta su etiqueta de modernizadores y su legitimación in infinitum procedere.     
El mundo de los cincuenta a setenta es de profunda y traumática transición social. Es el mundo de la acelerada masificación urbana, el mundo en que Colombia deja de ser una sociedad predominantemente rural a una sociedad urbana masificada. Esta acelerada transición social, del campo agrario a la ciudad acuñada por la industria y la mecanización racional, se dio en muy pocas décadas en nuestro país, mientras en Europa se había dado en largos siglos. La aceleración del cambio socio-económico afectó o alteró todas las estructuras estatales, las instituciones socio-culturales y los modos de comunicación entre ellas.
Este cambio se vivió como una crisis de valores –entre lo viejo y lo nuevo- y se le llamó “revolución cultural”. La simultaneidad de los factores más diversos, como el hecho de que el presidente Guillermo León Valencia reciba a su homólogo francés Charles De Gaulle con el grito “¡Viva España!” y que al tiempo se organice el festival hippie de Ancón, son fenómenos que en esencia se contradicen, pero que coexisten y se asocian. Pertenecen a esa estructura asincrónica del cambio acelerado en que lo añejo y lo decrépito, como es el modo de gobernar de Valencia (y en general el Frente Nacional), coexista y se complemente con un festival multitudinario de mariguaneros provocadores, a las goteras de Medellín, la ciudad más tradicionalmente católica y conservadora de Colombia. Vale una curiosidad: el antaño alcalde de Medellín, que se declaró tan en esa hora “más católico aquí y en Roma, que el padre Gómez Mejía”, es el mismo flamante y hoy controvertido constructor del edificio Space.

Queda por dar una explicación comprensiva, convincente, de la simultaneidad del grito de Valencia, la aparición de las FARC, el festival de Ancón, la modernización y tecnificación del Estado, inspirada por la CEPAL, la presencia del Informe Atcon para la reforma universitaria, el control de la natalidad, el intento de expulsión de la conocida crítica de arte argentina Marta Traba, por el presidente Lleras Restrepo, y su no expulsión porque la extranjera indeseable contrajo ocasionalmente matrimonio católico con el periodista Alberto Zalamea, hijo del connotado escritor comunista Jorge Zalamea Borda, en el entendido público que la crítica extranjera no era confesionalmente católica, pero que el sacramento matrimonial, como sacado de un drama calderoniano, la libró de la burda represión del iracundo presidente liberal. Marta Traba se quedó, no por crítica de arte, ni por controvertida crítica de arte: era católica, por ende era colombiana. Esto es historia contemporánea colombiana y es drama calderoniano a la vez, y entre la era del avión con propulsión a chorro y Calderón de la Barca median tres siglos, es decir, todo acontece armoniosamente –como relato rankeano- en la “revolución en la cultura” de “los años sesenta” de Tirado Mejía.        

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