Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 22 de noviembre de 2011

Pintado en la Pared No. 60-Diccionario de conceptos políticos-Colombia, siglo XIX

El Caudillo

El caudillo, en definición elemental pero aproximada, fue hombre político que disponía de hombres, armas y tierras. Pero puede agregarse que fue, principalmente, hombre de extensas y variadas relaciones de amistad, de parentesco, de filiación política, de conveniencia económica. Esto último lo plasma, por ejemplo, en algunos casos, los voluminosos y significativos epistolarios que revelan el cumplimiento de, por lo menos, una función política y cultural intermediaria. El caudillo sirvió de puente de comunicación entre sectores populares y grupos de patricios; entre la burocracia estatal y las realidades aldeanas; entre las necesidades económicas y políticas de regiones y proyectos de construcción del Estado-nación.

El caudillo parece haber sido producto genuino de la república; su presencia acompañó y determinó la formación de Estados nacionales. En él se resumió la prolongación de relaciones tradicionales de sumisión y la necesidad de adaptación a unas nuevas circunstancias políticas. El caudillo personificó un poder tradicional, fundado en la propiedad de la tierra y en el control de grupos humanos a su servicio; reemplazó el control que debería ejercer el Estado burocrático moderno. El era el jefe que guiaba a una comunidad. Estaba acostumbrado a dominar vastos territorios y a gran variedad de hombres cuya fidelidad era puesta a prueba en los momentos bélicos. La fidelidad era condición necesaria que tuvo que saber fabricar; el caudillo tenía que estar lo suficientemente cerca de sus hombres como para saber reconocer la lealtad, el miedo o el odio. El dominio prolongado le brindaba muchas certezas, le permitió forjar vínculos de sumisión y autoridad que parecían naturales, incuestionables.

La guerra de independencia fue el momento genitor de hombres capaces de imponer su voluntad política y militar acompañados de peones convertidos en soldados. Hubo caudillos de origen patricio, miembros de grupos poderosos en las regiones, herederos de riquezas coloniales, bien educados, ricos y temerosos del desborde popular de la coyuntura bélica contra España; y hubo aquellos salidos del pueblo bajo que comenzaron a escalar social, política y militarmente a medida que la guerra les brindaba la oportunidad de destacarse; eran analfabetos, temerarios y dispuestos a cualquier hazaña para conquistar la confianza de sus seguidores y la consideración y hasta el temor de sus competidores. Ambos fueron necesarios, ambos fueron crueles o generosos según las oscilaciones de las circunstancias o de sus personalidades. Unos no pasaron de ser pequeños jefes regionales, otros se convirtieron en líderes políticos y militares de dimensión continental, como sucedió con el caudillo de caudillos: Simón Bolívar. Y otros tuvieron proyección política nacional afianzada en previo control en sus dominios más inmediatos, ese fue el caso del general Tomás Cipriano de Mosquera.

El caudillo personificó las imperfecciones o, mejor, las peculiaridades de la construcción republicana; la frecuente caída en la ilegitimidad, el llamado al levantamiento armado para defender causas de los pueblos. El caudillo condensó al ciudadano armado, al hombre dispuesto a ser funcionario público en tiempos de paz y a ser militar en tiempos de enfrentamiento armado. Desde la guerra civil de Los Supremos (1839-1842), los caudillos expresaron diversos proyectos de secesión, de división política y administrativa del territorio; los caudillos representaban una construcción de la nación que comenzaba por el vínculo de elites locales con grupos de la población que no tenían ningún nexo palpable con un Estado nacional. El vacío de ese vínculo lo llenó el caudillo y fue él quien se encargó de construir una red de relaciones en que las figuras políticas pueblerinas intervinieron a su favor. Entre esas figuras se destaca el gamonal, otra gradación intermediaria, esta vez entre el pueblo bajo y el caudillo. Para el pueblo, negociar con el caudillo podía ser mucho más sencillo y eficaz que participar en los juegos de la representación política; de manera que en vez de establecer lazos de confianza según las reglas de la democracia representativa, muchas porciones de pueblo prefirieron una relación con el caudillo más cercano, con su “mayordomo”, con su “jefe”, con su “amigo el general”, según algunas de las apelaciones más comunes.

La parábola de algunos caudillos colombianos del siglo XIX demuestra su capacidad de diálogo con sectores populares; la elasticidad entre lo autoritario, lo paternal y lo democrático. El coronel, luego general, Juan José Nieto, en la costa atlántica, y el general Mosquera, en el vasto estado del Cauca, fueron responsables de la expansión de asociaciones que vincularon notables locales con grupos de campesinos y artesanos; ambos fueron, además, animadores y protectores de redes de logias masónicas. En los clubes políticos garantizaron adhesiones populares, refrendadas en jornadas electorales, y en las logias lograron reunir identidades y lealtades políticas del patriciado. De modo que no estamos solamente ante activos hombres políticos, sino más bien ante activos politizadores, en la medida que estimularon, mediante asociaciones y periódicos, por ejemplo, identidades partidistas. Además, ambos dejaron huella, porque así quisieron proyectarse, de caudillos ilustrados; Mosquera se inclinó por los estudios geográficos, mientras que Nieto fue autor de novelas.

A medida que avanzó el siglo XIX y se consolidaron en la vida pública, algunos caudillos fueron invocados de manera variada; según los temores o respetos que suscitaban. A Tomás Cipriano de Mosquera le decían “Mi General”, “El Señor General”. Algunas memorias de políticos de la época, en retrospectiva, comparan a Mosquera con otros “dictadores”, entre ellos Simón Bolívar y Rafael Núñez. Alguien muy cercano, otro radical, Manuel Ancizar, le decía en una carta al victorioso general, en 1861: “En presencia de Usted es muy difícil decir que no cuando Usted exije algo”. En últimas, para la época, la denominación caudillo fue elusiva, pero existente. Y, en la medida que avanzó el siglo, fue figura política asociada con un poder personalizado y autoritario.

El estudio de la socio-génesis de los caudillos en la Colombia del siglo XIX, su relación con el proceso de construcción de identidades locales y con la construcción de un Estado-nación, es todavía incipiente y fragmentario. Tan incipiente como el estudio de los nexos entre un proyecto de unificación nacional, de creación de un Estado moderno y las variantes y resistencias lugareñas a cualquier propósito hegemónico proveniente de un centro político-administrativo lejano o abstracto. Pero aún más complejo es determinar por qué y cómo ciertos caudillos, expresiones de intereses regionales, terminaron, así fuera de manera episódica, convertidos en “caudillos nacionales”, ya fuese como jefes de una red asociativa de gran cobertura o como presidentes de la república.

Bibliografía (no exhaustiva).

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Francisco Zuluaga, José Maria Obando, Biblioteca Banco Popular, 1985.

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Fernando Guillén Martínez, El poder político en Colombia, Planeta, 1996 (1979).

John Lynch, Juan Manuel Rosas, Emecé, 1984.

__________, Caudillos in Spanish America, 1800-1850, Clarendon Press, 1992.

Luis Ervin Prado, Rebeliones en la provincia, 1839-1842, Universidad del Valle, 2007.

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