Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Pintado en la Pared No. 110


Colciencias: ¿ser o no ser?

Los profesores universitarios no sabemos qué hacer ante Colciencias, la entidad estatal que, supuestamente, orienta y promueve la investigación en ciencia y tecnología en Colombia. Nuestra relación con esa institución es vergonzante y ambigua. Sabemos que es una entidad precaria, equívoca, por no decir que mediocre, pero aun así nos sometemos a sus dictámenes, a sus pautas de medición y nos afanamos por participar en sus pobres convocatorias. Unas veces queremos confiar en ella, en otras ocasiones nos exaspera y creemos que lo mejor es que desaparezca. Investigar apoyados por el Estado o investigar a pesar del Estado parece ser el dilema. El Estado también envía información ambigua hacia nosotros, a veces hace notar que no le interesa fomentar la investigación de alto nivel, en otras ocasiones trata de sacudirse de su mezquindad. De un lado, tenemos una comunidad académica dispersa que actúa atomizada. Del otro, un Estado incapaz de proponer una estrategia de investigación a todo nivel, en todas las áreas y con un presupuesto generoso.
Quizás sea más ambivalente la situación en las ciencias humanas y sociales. Colciencias no se cansa de mostrar su desprecio por la investigación en esas ciencias que las considera las cenicientas del mundo académico; mientras tanto, el gobierno del presidente Santos les da un espaldarazo a los científicos sociales cuando crea una comisión relatora, en el proceso de negociación con la guerrilla, conformada por distinguidos representantes de las ciencias sociales en Colombia. Los científicos sociales creemos, unos, que la mejor investigación se hace de modo independiente, sin las trabas de la burocracia estatal; y otros consideran que es necesario exigirle al Estado que cumpla sus obligaciones de financiación digna de la educación y la investigación. Queremos y odiamos el Estado; pedimos su apoyo y al mismo tiempo desconfiamos de él. El Estado colombiano necesita investigadores sociales y, al mismo tiempo, envía señales de desprecio. Para unos, separarse de Colciencias puede entenderse como una liberación; para otros, la ausencia de apoyo de esa entidad se asemeja a una situación de orfandad.   
La Colciencias que hoy tenemos es un organismo errático y la comunidad académica es inane. Más importante que tener una entidad estatal seria y poderosa que rija los destinos de la investigación, es contar con una comunidad de investigadores que constituya un grupo social crítico capaz de fijarse derrotero propio. La investigación social en Colombia necesita salir de la reclusión esotérica de revistas especializadas que casi nadie lee; necesita romper el molde del lenguaje empobrecido que ha impuesto la llamada “producción académica”. Los profesores e investigadores universitarios necesitamos conversar cotidianamente con la sociedad colombiana. Más de cinco decenios de institucionalización de las ciencias sociales en Colombia indican algún grado de madurez, la suficiente madurez para caminar solos y saber decirle a la gente lo que ha sido y lo que podría ser la sociedad colombiana. Las ciencias sociales tienen unas prioridades que no tienen que ser, necesariamente, las del Estado, y viceversa.

    

domingo, 14 de septiembre de 2014

Pintado en la Pared No. 109



Una educación laica

Es muy posible que el gobierno de Juan Manuel Santos nos presente “un chorro de babas” como propuesta de reforma de la educación en Colombia. Tendría que haber una transformación sustancial del Estado colombiano, si hubiese la intención de liderar una reforma que conmueva los cimientos de lo que ha sido, hasta hoy, el fraude de nuestro sistema educativo. Sí, el Estado tendría que estar dispuesto, en todo sentido, a ser el fundamento de un sistema educativo que se encargue de provocar grandes cambios en lo que ha venido siendo la sociedad colombiana.

Por ejemplo, un asunto medular que no suele ser discutido ni por gobiernos ni por los opositores de turno tiene que ver con la consistencia laica de la educación. Si hubiese una genuina intención de hacer cambios radicales, ese sería el más hondo en consecuencias y el más determinante en la relación del Estado con la sociedad; un Estado laico como guía de una educación laica en aras de formar una sociedad imbuida de valores laicos. Eso tiene implicaciones de todo nivel y exige, de entrada, una naturaleza nueva del Estado colombiano; por ejemplo, el Ministerio de Educación tendría que estar dotado de otras funciones y de otros funcionarios con tal de garantizar un sistema nacional de enseñanza de contenido enteramente laico.

Desde las reformas borbónicas, en la segunda mitad del siglo XVIII, la educación laica ha estado en el juego de tensiones de un Estado que intentaba ser moderno y una sociedad regida por los valores, las instituciones y las formas de apropiación del saber provenientes de poderosas comunidades religiosas. Las ciencias exactas y lo que entonces era la enseñanza de la filosofía fueron campos de disputa entre el elemento laico y el elemento eclesiástico. Esa disputa todavía es vigente y hace parte de la discusión pública permanente tanto dentro del Estado como en la sociedad.

El sistema educativo colombiano, que de sistema tiene muy poco, es un conglomerado de expresiones de proyectos de sociedad muy dispares y hasta opuestos. Es un confuso panorama de ofertas educativas que reúne preocupaciones groseramente mercantiles, otras hacen parte del proselitismo religioso, otras intentan ser la expresión, ruinosa, de la política educativa de un Estado muy débil. Por eso, quizás el primer paso, el más audaz e innovador, de tratarse de una auténtica reforma educativa, es que el Estado colombiano tome un lugar central y dominante en la conducción de la educación. Ese será un  ejercicio de soberanía que funcione como premisa de cualquier transformación ulterior.

La principal consecuencia de ese hecho soberano (y quizás quimérico) es que se establezcan los derroteros de una educación laica, en que haya un énfasis en la formación universal de ciudadanos capaces de entender la pluralidad de mundos en que estamos inmersos, individuos capacitados para comprender las más diversas expresiones de la existencia humana. 

Pero, insistamos, ese Estado simbólicamente omnipresente, capaz de ser la principal institución reguladora del complejo proceso de formar seres humanos dispuestos a vivir en una comunidad de ideales, no lo hemos tenido nunca o apenas han sido tentativas históricamente derrotadas por fuerzas más poderosas. Empezar por el Estado es lo primero, y lo más difícil, en cualquier gran proyecto educativo. 

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