Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 24 de octubre de 2010

Pintado en la Pared No. 41- Historia de Cali del siglo XX


Historia de Cali del siglo XX

Por: Gilberto Loaiza Cano

Cali es una ciudad fea, sucia y peligrosa, como casi todas las ciudades colombianas y latinoamericanas. Estas palabras hieren el amor propio de los que se desvelan por su terruño. Pero, curioso, en los desvelos no habían incluido construir conciencia histórica. Cali es un conglomerado urbano reciente, su sistema universitario es casi incipiente. Aunque en pocos metros cuadrados del sur de la ciudad se acumula casi una decena de campus universitarios, de allí todavía no surge una idea colectiva generosa que ponga a funcionar un sistema interdisciplinario de examen del devenir de la ciudad. Algunas comunidades académicas y algunas figuras fundadoras han dejado legados pioneros que, ahora, son imprescindibles para escribir la historia de los últimos cien años de la ciudad.

Hoy, de algún modo, la coyuntura conmemorativa ha servido para remover fuerzas de inercia; para hacer balances y establecer prioridades. Cali ha cumplido 100 años como capital de un departamento y ese simple dato ya haría pensar en un necesario examen histórico de esa condición. La Universidad del Valle, la principal universidad de la región, cumple 65 años. Es decir, puede suponerse que hay un acumulado que justifica, de un lado, evaluar qué tanto sabemos y qué tanto ignoramos de la ciudad; cuáles han sido los aciertos, vacíos y omisiones de las disciplinas científicas y sus oficiantes; y, de otro, cuáles han sido las virtudes y perversiones de las élites que han sido responsables de las transformaciones de Cali.

El proyecto editorial de una historia colectiva de Cali del siglo XX es un modo de rendirle homenaje a la ciudad y al mundo académico que ha vivido cerca de ella. Es un modo de exaltar la labor de pioneros como Jacques Aprile-Gniset, Gilma Mosquera, Edgar Vásquez. Pero también sirve para presentar una nueva generación de estudiosos de problemas urbanos propios de las convulsas selvas de cemento latinoamericanas, como las violencias de diverso orden, las segregaciones socio-raciales, las incoherencias o ausencias en la planificación urbana, la débil estructura real y simbólica del Estado, la formación de una clase media y sus proyectos de civilidad, la creación desigual de una institucionalidad artística.

Algunos hechos crasos demuestran, de entrada, que estamos ante retos organizativos que obligan a la comunidad académica a asumir un liderazgo que no han podido y, quizás, no podrán tener los miembros de la clase política caleña. El tamaño y el lugar estratégico económico y político de la ciudad no concuerda con su pobre conciencia histórica, con la débil tradición archivística, con la poca consistencia –y el poco apoyo- a las instituciones que debían servir de garantía para la conservación del patrimonio cultural. El fondo histórico-cartográfico de la ciudad está incompleto; la Academia de Historia ha sido más bien un club de lagartos que de acuciosos investigadores. Algunas familias de artistas fallecidos han preferido exiliar el legado documental a instituciones de otras ciudades porque en Cali nadie garantiza seguridad y confianza para depositar y administrar una colección pictórica o un archivo fotográfico, por ejemplo.

Nuestro grupo de investigación Nación/Cultura/Memoria ha emprendido el proyecto editorial de preparar, en tres tomos, la historia de Cali del siglo XX. El primer tomo estará dedicado a examinar la evolución de su espacio urbano, de los conflictos en la constitución del espacio físico, de la relación que ha establecido la sociedad con los recursos naturales, de las mutaciones de su población, de la mentalidad que subyace en los proyectos de construcción de avenidas o de un sistema de transportes; el segundo tomo estará consagrado a su historia política, a los tensos orígenes de la formación como ciudad capital, a la formación de una élite, a la creación de una esfera de participación en la vida pública, a una peculiar nomenclatura de partidos políticos; el último tomo hablará de lo que ha sido su historia cultural, sus movimientos artísticos, su institucionalidad educativa, la riqueza simbólica y, a la vez, los conflictos de una ciudad esencialmente multicultural.

Son 45 ensayos en que cada uno de sus autores hará una generosa síntesis de lo que ha investigado acerca de la ciudad, con tal de llegar a un público amplio. El proyecto es ambicioso y complejo. Poner en sintonía a tantos sabios con sus resabios es muy complicado, pero hasta ahora nos hemos encontrado con colegas entusiastas que quieren participar de un proyecto que hace confluir investigación y divulgación, que une el acumulado riguroso de cada investigador con la necesidad de cumplir una función educativa para la ciudad y el país. Son 45 autores que representan tanto lo que han podido ser y hacer las universidades de la región, pero también hay presencia significativa de investigadores provenientes de universidades de otros lugares del país. Algunos autores están preparados para aportar visiones sintéticas; otros, más jóvenes, podrán aportar su conocimiento en asuntos puntuales. Al final, es seguro, tendremos el mejor aporte colectivo a la historia de una ciudad en Colombia.

Hasta ahora, el área cultural del Banco de la República y el Archivo Histórico de Cali han sido los dos principales pilares divulgativos del proyecto con la realización de un seminario permanente cuyas próximas jornadas tendrán lugar el 28 de octubre y el 25 de noviembre. Pero sigue faltando, como es costumbre, dolientes institucionales de proyectos de esta envergadura. La sociedad académica a veces funciona como el país real que se mueve a desprecio del país formal. La sociedad académica es como una sociedad civil que a veces le toca imponer en los hechos una realidad que el burócrata, rector o político de turno tendrá que aceptar a regañadientes. Muchas veces, los proyectos académicos quedan sometidos a los ires y venires de las agendas políticas de nuestros directivos universitarios y líderes de la clase política regional. Confiamos en que, en el 2011, la sociedad colombiana pueda conocer los tres tomos de una obra que ha convocado esfuerzos múltiples de varias generaciones intelectuales en torno a la historia de una ciudad.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Pintado en la Pared No. 40- Un nombre para nuestra guerra




Francisco Gutiérrez Sanín (coordinador académico), María Emma Wills y Gonzalo Sánchez (coordinadores editoriales), Nuestra guerra sin nombre . Transformaciones del conflicto en Colombia, Bogotá, Editorial Norma-Universidad Nacional de Colombia, 2006, 607 pags.


Este libro de múltiples autores está compuesto de un prólogo y cinco divisiones temáticas que reúnen, en total, trece ensayos. El grupo de autores lo constituye un personal destacado con reconocida trayectoria en el estudio de nuestra guerra o, si acudimos a la vacilación que contiene el libro mismo, nuestro conflicto. Según las áreas temáticas, hay un enorme esfuerzo exhaustivo porque se ha pretendido abordar el problema en todas las dimensiones posibles. Como bien lo advierte el interesante prólogo, cuyos responsables son los profesores Francisco Gutiérrez Sanín y Gonzalo Sánchez, no se trata de un libro que presente un consenso académico sobre un asunto tan polémico ; se trata más bien de un libro que reúne enfoques y afirmaciones diversos, pero todos unidos por una voluntad de rigor metodológico difícil de reprochar. El lector, por tanto, no encontrará un conjunto de conclusiones generales ; al contrario, su deber será llegar a sus propias conclusiones según los análisis que ofrecen estos ensayos. De todos modos, habrá que leer con minucia para encontrar entre este grupo de autores divergencias ostensibles porque, así no se lo hayan propuesto los autores y los editores de este libro, pueden detectarse algunas tendencias generales en la interpretación de « nuestra guerra sin nombre ».

Un aporte sustancial de este libro es que contiene el examen de aspectos que antes no habían sido objeto de análisis rigurosos ; eso significa, de una parte, que « nuestra guerra » ha adquirido en su trayecto nuevos rasgos que debían ser estudiados ; y , de otra, que los estudios sobre esos aspectos nuevos ya se han ido consolidando. Ese es el caso de los ensayos que constituyen la primera parte del libro, consagrada a lo que se denomina « la internacionalización de la guerra ». Diana Rojas se encarga de examinar el papel que ha ido cumpliendo Estados Unidos y demuestra que el influjo de este país ha ido creciendo tanto en lo que concierne a la definición del conflicto como en la aplicación de políticas ; la investigadora advierte que este país ha introducido una visión bastante simplista sobre todo en la calificación de las FARC como un grupo desideologizado y dedicado exclusivamente al tráfico ilegal de drogas. Según Rojas, « un desconocimiento de las motivaciones del carácter ideológico y político de estos grupos puede conducir a errores en la estrategia y a procesos fallidos de negociación ». Mientras tanto, Socorro Ramírez contribuye con dos ensayos : el primero se concentra en el análisis de la participación europea y el siguiente en lo que ella considera como « la ambigua regionalización » del conflicto. En su primer ensayo, queda claro que el aporte europeo es precario y más bien simbólico. Quizás haya faltado decir de manera más consistente que América latina para Europa es una región de poca importancia geoestratégica y que en las agendas de aquellos países el conflicto colombiano constituye, aparte de la singular preocupación francesa por el tema del secuestro, un asunto bastante marginal. Aun así, incentivar la presencia europea en un conflicto en que predomina, como ya lo explicó Diana Rojas, el simplismo norteamericano, parece indispensable. En su otro ensayo, la investigadora Ramírez demuestra, con estadísticas, que el conflicto colombiano ha permeado y degradado la vida pública en las fronteras con los países vecinos. Pero hay que matizar que Ramírez considera que esa « regionalización » del conflicto no puede adjudicársele a un supuesto desmadre sino a una dinámica más compleja en la que participan los conflictos internos de los países vecinos. Lo más visible, en todo caso, es que durante el ya largo régimen uribista se ha acentuado el aislamiento regional de Colombia debido a su absoluta inclinación pronorteamericana. Dicho de otro modo, Colombia se ha consolidado como bastión de la política de Estados Unidos en el sur de América y eso ha implicado, entre otras cosas, una separación de los proyectos de integración económica regional. El padrinazgo norteamericano ha dotado, sin duda, de soberbia las relaciones de Colombia con su vecindario.

La segunda parte del libro está dedicada al examen de los actores armados, de sus dinámicas y estrategias ; la inaugura un ensayo de Eduardo Pizarro Leongómez acerca de las FARC. Admitamos que es difícil leer al profesor Pizarro, porque es necesario hacer abstracción de su parábola académico-política y de las paradojas en que ha vivido inmerso. Es difícil ser un lector impasible de su obra, tan difícil como es ser ciudadano en esta loca historia de Colombia. Lo recuerdo desde sus tiempos de investigador en el centro de estudios sociales del partido comunista, cuando ya generaba polémicas y discrepancias fuertes por su caracterización de la democracia colombiana. Desde entonces lo veo y lo leo como un intelectual que siempre sostiene –y se sostiene en- posiciones muy difíciles. En el profesor Pizarro, y como puede suceder con muchos académicos en Colombia, es complicado saber cuándo no se piensa y escribe con el deseo. De todos modos, me parece que llega a una conclusión errónea en su ensayo ; es posible que con respecto a las FARC sí pueda hablarse de una actual etapa de retroceso y de un debilitamiento estratégico, pero no podría afirmarse lo mismo en el caso de los grupos paramilitares cuyo criticado proceso de paz no parece ser el fruto de una derrota de actores armados no estatales. Al contrario, parece ser el fruto de triunfos militares y políticos.

Los otros dos ensayos de esta parte están dedicados, el uno, a caracterizar al ELN ; el ensayo sirve para entender en qué condiciones puede llegar esa organización guerrillera a un eventual proceso de negociación ; según el profesor Mario Aguilera, se trata de una guerrilla militarmente débil pero políticamente con mayor capital que la misma guerrilla de las FARC. El siguiente ensayo hace parte de las necesarias novedades en el estudio de nuestra guerra, es un examen de lo que los autores denominan « la interacción entre los grupos paramilitares y el Estado colombiano ». Francisco Gutiérrez y Mauricio Barón se han apoyado para su análisis, entre otros instrumentos, en un trabajo de campo de tres años en el Magdalena medio central ; en entrevistas con paramilitares, con sus víctimas, con funcionarios del Estado y con políticos regionales. Los autores adoptan como punto de partida que es imposible explicar el paramilitarismo colombiano sin comprender cómo diversos actores, incluido el Estado, enfrentan el desafío de la guerrilla. En este ensayo se demuestra, por ejemplo, que los paramilitares han sido tanto aliados del Estado como enemigos del Estado. Cuando Gutiérrez y Barón hablan de la progresiva autonomización del paramilitarismo, a causa de sus vínculos indudables con el narcotráfico, parece que de manera implícita el Estado colombiano queda exonerado de esta problemática alianza. Ahora bien, queda claro que el fenómeno paramilitar encontró en el proceso de descentralización política y administrativa una fuente que lo ha alimentado sustancialmente.

Parece que en el tema de los paramilitares poco se ha avanzado en su examen sociohistórico ; el ensayo de Gutiérrez y Barón es una excelente aproximación que esboza problemas que merecen ser tratados con mayor detalle. Algunas de sus conclusiones son apenas obvias ; por ejemplo, decir que la interacción entre el Estado y los paramilitares ha sido ambigua no suena novedoso ni exacto. Tal vez sea preferible hablar de una relación de conveniencia, pragmática, con sus altibajos ; pero también podríamos encontrar que, aparte de las relaciones coyunturales basadas en el pragmatismo, también ha habido una doctrina paramilitarista difundida y puesta en práctica por agentes del mismo Estado. En este aspecto se ha avanzado muy poco, con excepción de las publicaciones del Cinep y los postulados o denuncias de la izquierda democrática, que han hecho énfasis en la existencia de un ideario paramilitar que ha justificado no solamente las relaciones coyunturales del Estado con grupos de autodefensas sino, y sobre todo, ha incentivado su creación. Y cuando hablamos de un examen sociohistórico no se trata solamente de elaborar una historia desde la década de 1960 para encontrar, entre otras cosas, los orígenes del adoctrinamiento paramilitar y contrainsurgente en Colombia. Sería quizás más interesante y productivo averiguar si por lo menos desde los orígenes del sistema republicano se cimentó una cultura paramilitar en que la existencia del ciudadano armado se volvió una costumbre.

Creo también que poco se ha dicho o se ha querido decir de la importación de ideologías mediante manuales y cursos de origen norteamericano y francés en la elaboración de esa doctrina contrainsurgente que implicó que la población civil fuera vinculada como víctima y como victimaria en un conflicto armado interno. Recientemente, más en los medios intelectuales europeos que latinoamericanos, se ha demostrado y difundido cómo los métodos aplicados por el ejército francés en la guerra de liberación nacional en Argelia fueron aplicados con rigor y dramática eficacia en la América del sur, sobre todo en la década de 1970 y, según los recientes descubrimientos de fosas comunes en Colombia, en las décadas de 1980 y 1990. En definitiva, el fenómeno del paramilitarismo apenas si comienza a ser evaluado con seriedad y da la impresión que los acontecimientos políticos actuales van más rápido que cualquier posibilidad de explicarlos.

La tercera parte, titulada « Estado, régimen político y guerra », comienza con un ensayo del profesor Luis Alberto Restrepo que parece exponer una angustia que se sintetiza de este modo y según sus propias palabras : entre el Estado colombiano y los insurgentes existe una asimetría estratégica favorable a los insurgentes. Para Restrepo, es apremiante que el Estado tenga una « duradera política » ante el conflicto armado que le permita afrontar de manera más coherente y contundente la relativa coherencia y duración de la estrategia de las FARC. Creo que en estilo académico, el profesor Restrepo repite lo que muchos dicen –o decimos- con términos extraídos del sentido común : a situaciones excepcionales, las soluciones también deben ser excepcionales. Una democracia representativa, por tanto, resulta demasiado vulnerable para afrontar los retos de una insurgencia armada disciplinada y duradera. Conclusión no dicha por el autor del ensayo pero fácil de extraer para el lector. A la hora de los vaticinios, Restrepo es mucho menos optimista que Eduardo Pizarro ; mientras éste sostiene que la prolongación del conflicto armado va en contra de los insurgentes, aquel afirma que « en la medida en que el conflicto se prolonga, el tiempo favorece a los insurgentes ».

Los dos ensayos siguientes se inclinan por un análisis histórico de lo que ha sido, de una parte, la evolución del conflicto en el marco del proceso de descentralización y de las consecuentes disputas del poder político local ; y, de otra, en el caso del ensayo de Andrés López Restrepo, de los efectos del narcotráfico en la vida colombiana de las tres últimas décadas. En mi opinión, estos dos ensayos tienen en común la omisión de algunos antecedentes históricos que podrían darle una perspectiva comparada a sus análisis ; intuyo que pueden hallarse algunas semejanzas en el proceso de descentralización administrativa, política y fiscal que incentivaron las élites liberales en la segunda mitad del siglo XIX y la volatilidad de la vida pública local de las últimas tres décadas ; en el siglo XIX, las luchas eleccionarias, las sublevaciones armadas, la emergencia de una nueva élite acaparadora de tierras y de circuitos comerciales tuvo mucho que ver con esa política descentralizadora. Me parece que la comparación histórica está lejos de ser ociosa. No sé, además, por qué no se tiene en cuenta la desaparición del café como el principal cultivo de exportación. Mejor dicho, por qué no se quiere o puede afirmar que el fracaso de una élite y de una economía basada en el monocultivo y la agroexportación hizo parte de los factores que facilitaron la emergencia del contrabando, el narcotráfico y otras formas de economía ilegal. Es probable que el narcotráfico sea más el síntoma revelador de un fracaso en la construcción del Estado nacional que la causa de todos los males contemporáneos. Mejor dicho, la pregunta que hace parte del título de uno de los últimos ensayos del libro es aplicable a lo que nos ha presentado el profesor López Restrepo : « quién ha hecho a quién ? » Ahora bien, si se ha pretendido mostrar cuáles son las condiciones que han favorecido la expansión de actividades ilegales, incluidos el narcotráfico y la violencia política, como lo anuncia López Restrepo, pienso que hay que incluir el peso de las políticas neoliberales. Una ética neoliberal es inseparable del funcionamiento de las economías ilegales ; el narco-paramilitarismo hace parte del menú de opciones en la reivindicación de un Estado ausente que deja todo en manos del libre juego del mercado y de la iniciativa individual. El narcotráfico, palabras más o menos, es neoliberalismo puro.

El ensayo que cierra esta parte del libro no me parece tan atractivo ; Jonathan Di John se dedica a demostrar que en el caso de Colombia no es aplicable la idea de que la abundancia de recursos minerales aumenta la probabilidad de violencia política ; tal vez lo interesante de este estudio sea la perspectiva comparada con otros países que permite poner en su justa dimensión nuestro conflicto que, al final, y es lo insípido de este ensayo, queda caracterizado por la vía de la negación : no es la abundancia de minerales lo que pueda tomarse como causa del conflicto armado colombiano, eso es todo lo que logra decirnos el autor.

Las dos últimas partes me parecen tanteos analíticos, primeros pasos en el uso y en la interpretación de prolijas bases de datos. Leyendo no solamente los aportes de los investigadores del IEPRI, al simple lector le puede quedar la sensación de que comenzamos a saturarnos de bases de datos que necesitan ser examinadas con lupa. Por ejemplo, creo que las bases de datos del CINEP caminan por un lado muy diferente de las del IEPRI (menos mal, dirán algunos). Tal vez se vuelva necesario, por metodología, exponer desde un principio las especificidades y diferencias de cada base de datos. Hay que reconocer, además, que la materia de esas bases de datos es bastante lúgubre : homicidios y homicidas de múltiple espectro. Gutiérrez Sanín nos hace una dura advertencia : la borrosa distinción entre homicidio político y no político. La respuesta tentativa a ese dilema no es menos grave : si la organización se autodefine como política sus actividades son políticas. Otras afirmaciones de Gutiérrez dan rienda suelta a muchas elucubraciones ; él dice : « Colombia es uno de los pocos países del mundo donde ha habido una coexistencia estable entre conflicto armado y democracia ». Qué podemos colegir de esta afirmación : Que el conflicto armado ha sido funcional a un tipo de democracia representativa ? Que ganar elecciones ha sido parte inherente de las actividades de grupos armados en aras de garantizar controles locales ? Que entre armas y votos ha habido una relación de reciprocidad en la historia de la democracia colombiana ?

La última parte la compone un único ensayo, escrito por Ricardo Peñaranda, que examina el papel de la población civil sobre todo en actividades de resistencia contra los diferentes actores armados, pero se concentra especialmente en la capacidad de movilización de las comunidades indígenas de la región caucana, donde constata el autor que la distancia entre las comunidades indígenas y la guerrilla de las FARC es enorme.
Este libro, en definitiva, sirve para ponerse al día en la evaluación de nuestra guerra ; sirve para saber cuál es la modulación académica en la interpretación de esa guerra ; para saber cuáles son los énfasis y matices explicativos de la comunidad académica que terminó por especializarse en el análisis de la peculiar condición de la vida pública colombiana. Nuestra guerra o nuestro conflicto o nuestra violencia pronto dará para preparar diccionarios biográficos, bancos de datos prosopográficos (que ya hacen parte del instrumental de los expertos) y enciclopedias temáticas. Tal vez entre comprenderla, banalizarla y popularizarla haya pocas diferencias ; pero, en todo caso, una guerra tan prolongada y que parece ocupar espacios de la vida pública y de la vida privada tan variados va a exigir estudios aún más específicos. El elemento audiovisual, por ejemplo, parece todavía soslayado; quizás acogiendo algunas de las insistencias del profesor Jesús Martín-Barbero, hay que hacer una historia de la relación entre nuestra guerra y la evolución de los medios de comunicación audiovisuales ; el estudio de la evolución en el control de territorios y en la tenencia de la tierra, cuya consecuencia más ostensible y trágica es el desplazamiento forzoso, es un gran ausente de este libro. El estudio ideológico de las élites políticas que se han formado y consolidado en los últimos cuarenta años es otro gran silencio académico ; por otro lado, el perfil ideológico y socioeconómico de los fundadores y dirigentes de los grupos paramilitares apenas comienza a insinuarse. Nuestra guerra, que no tiene nombre, es una guerra explicable aunque no del todo explicada.

viernes, 8 de octubre de 2010

Pintado en la Pared no.39 (bis) - Mamotreto biográfico de político conservador

Parte final de la reseña del libro de César Augusto Ayala Diago, El porvenir del pasado: Gilberto Alzate Avendaño, sensibilidad leoparda y democracia. La derecha colombiana de los años treinta. Bogotá, Fundación Gilberto Alzate Avendaño-Gobernación de Caldas-Universidad Nacional de Colombia, 2007, 559 pags.
Por: Gilberto Loaiza Cano.
PARTE FINAL
Este libro de Ayala Diago y otro también reciente de Ricardo Arias han puesto a circular una postergada historiografía del conservatismo en Colombia. Ese esfuerzo ha implicado ponernos a pensar cómo una ideología fundada en la tradición y el pasado intentó adaptarse a procesos modernos; cómo una ideología autoritaria, surgida de un ideal de sociedad jerarquizada, podía y debía pensar en los retos de la sociedad moderna de masas, de una sociedad que se urbanizaba y que de algún modo escapaba de la sempiterna influencia de la Iglesia católica. ¿Cómo sincronizar el reloj del pasado con una revaluación de la idea de democracia que no podía ser la misma del liberalismo ni la del socialismo? ¿Cómo actualizar el conservatismo y cómo convertirlo, además, en ideología del porvenir? Creo que esta obra se ha concentrado en describirnos minuciosamente de qué se nutrió la juventud conservadora que nació con el siglo veinte para competir con el inquietante comunismo y con el cada vez más consolidado liberalismo.

Ayala Diago comparte con otros autores en América latina el uso, no bien anunciado, de la palabra sensibilidad cuyos antecedentes más genuinos parecen hallarse en la obra de José Luis Romero. Vaya uno a saber qué otros antecedentes sibilinos amparan estas modas en la terminología; el caso es que puede haber mayor deuda con la historiografía argentina; por ejemplo, Ricardo Pasolini acaba de publicar en Argentina un libro acerca la cultura antifascista en ese país y en el comienzo del título de su obra dice El nacimiento de una sensibilidad política. En nuestro autor se va entendiendo, a medida que desbrozamos los densos párrafos, que la sensibilidad leoparda era una particular percepción del ejercicio de la política, una particular percepción del sentido de la democracia, una particular auto-representación pública de un grupo muy caracterizado de hombres de la vida intelectual y política colombiana. Pero esa sensibilidad de los denominados Leopardos fue, en buena medida, el modo de sentir, de vivir la política (no estamos lejos de entender el ejercicio de la política como una virtud o como una pasión) de quienes en su proceso de formación intelectual se enfrentaron a problemas afines y coincidieron en la manera de afrontarlos. En todo caso, la palabra sensibilidad no deja de ser arriesgada, a no ser que se trate de admitir que nuestra vida pública ha estado regida por el desorden de los afectos y pasiones, que nuestros líderes se han dejado arrastrar más por sentimientos que por razones. En ese sentido, la palabra puede ser muy exacta.

A pesar de lo intimidante y frondoso, el libro de Ayala Diago es apasionante. Creo que sale bien librado, en términos generales, en la reconstrucción de un proceso de transición de la cultura política colombiana. El historiador nos ha ofrecido un vasto panorama de la evolución en el ejercicio de la política en Colombia; el establecimiento de nuevos paradigmas ideológicos, entre ellos principalmente el fascismo y el socialismo. La complejidad y la intensidad de la vida pública que acaparó la vida cotidiana de las gentes. Los ritos o rituales –los términos no están bien discernidos en esta obra- de exhibición del conservatismo guardan una similitud con las costumbres cívicas y demostrativas del catolicismo ultramontano de la segunda mitad del diecinueve. Aunque Ayala ignore o desestime eso, su libro tiene la virtud de mostrarnos cómo los hombres de la política fueron apelando a otras formas, digamos modernas, de persuasión política; otras formas de representarse y exhibirse que tenían que sincronizar con las innovaciones tecnológicas. El político de sensibilidad leoparda compartía con los de otras sensibilidades de la época su apego a la palabra, su afán por construir un edificio retórico. Todos ellos habían estudiado en sus años de colegiales retórica argumentativa y habían recibido lecciones de lógica y gramática. La escritura diaria de la política, cuyo escenario básico fue el periódico, fue una de las principales ocupaciones y preocupaciones de quienes eran, al fin y al cabo, herederos de los políticos letrados del siglo precedente.

El autor acierta a medias cuando advierte que una de las preocupaciones fundamentales de los jóvenes políticos que nacieron con el siglo veinte fue la búsqueda de un héroe, de un líder, de un guía, de un apóstol. Esa fue una obsesión que invadió de manera indistinta a la juventud liberal y conservadora; fue algo así como la enunciación del trauma de una generación escéptica y huérfana de ideales que, tratando de hallar una utopía, apelaba a la búsqueda de un ideal político y religioso de alguien que pudiera ser el hombre que los sacara de la incertidumbre, del vacío de ideales que los distinguió en una etapa juvenil de sus vidas. Los liberales parece que hallaron el hombre portador del carisma aglutinador de una multitud pluriclasista en Jorge Eliécer Gaitan. La parábola conservadora parece, en contraste, más complicada. La perplejidad de la derrota y el afán de exhibición política de los nuevos oficiantes del conservatismo hicieron muy difícil la aparición de un líder incontrovertible. Además, era una generación que se encontró al frente con la literal monstruosidad de Laureano Gómez. Pero, en fin, el mesianismo, elemento religioso en esencia, estuvo presente en la voluntad movilizadora de los políticos leopardos. Mis dudas al respecto tienen que ver con la influencia que le adjudica al pensamiento reaccionario de Carl Schmitt; pienso que con o sin él, la generación leoparda participaba de un malestar general de la cultura (no es gratuito este parafraseo de una obra de Freud) que sólo podía encontrar solución en la figura de un guía. A esto lo llamaría el joven y lúcido Luis Tejada, “derrumbe de los altares”; Emilio Durkheim lo denominaría “crisis de la conciencia religiosa” que, en Europa, tuvo un sello más finisecular.

El historiador Ayala Diago nos ha mostrado cómo la política colombiana tuvo trascendencia desde la provincia; desde una ciudad incipiente y a la vez enigmática como Manizales. Sin embargo, el autor nos debe una explicación que nos permita entender qué hubo en esa ciudad en la primera mitad del siglo XX para que le diera origen a una pléyade de líderes políticos con figuración nacional. Bastión católico, prolongación del ultramontanismo antioqueño; una ciudad producto de una colonización reciente cuya élite se obsesionó por inventar una tradición. ¿Qué pudo haber, me pregunto, de afín entre el ascenso de la burguesía cafetera y la consolidación de una élite del pensamiento y la acción fascistas en Colombia? Creo que la reconstrucción de la biografía de Alzate Avendaño es buen pretexto para ocuparse de estos interrogantes. Hay otras deudas visibles en esta incursión en el género biográfico; nos preguntamos por qué el autor no se detuvo en recrearnos los antecedentes familiares de Alzate Avendaño, por qué despreció el peso de la tradición política de la familia, de los vínculos de sus padres con tal o cual tendencia política y, en últimas, con tal o cual cultura política que estaba indefectiblemente atada al siglo XIX. Alzate Avendaño -ni nadie- no puede salir de la nada, sale de una cultura política, la prolonga o la transgrede. Esa ausencia es deplorable en esta parte de su obra. Es posible que Ayala Diago sólo haya querido concentrarse en la biografía de un hombre público, arrancado de cualquier determinación proveniente de su esfera privada, pero aun así no deja de ser una omisión difícil de entender. También flotan entre la ambigüedad y la contradicción afirmaciones como el supuesto afrancesamiento intelectual de los leopardos, pero que el mismo autor desvirtúa con el ejemplo de la influencia de la obra del filósofo español José Ortega y Gasset.

Estamos ante innovaciones y propuestas de la escritura de la historia que no pueden pasar inadvertidas en la evolución de una disciplina cuya profesionalización en Colombia es desigual. Esta solitaria aventura colosal contrasta con las propensiones minimalistas de lo que podemos llamar la investigación histórica en Colombia hoy en día. Estamos ante una forma de historia total, totalizante -en el mejor sentido braudeliano- en el universo de la política. Esta biografía es un signo de varias rupturas y tiene mucho de innovador tanto en la evolución individual de un historiador como en lo que conocemos hasta ahora como ejercicio general de la escritura de la historia – y sobre todo de la historia política- en Colombia. Ya decíamos que en este caso el historiador ha abandonado su concentración excesiva y obsesiva en los movimientos de oposición del Frente Nacional, materia de sus tres libros previos. Aquí se ha dedicado a reconstruir, mediante el seguimiento de la vida de un político, el funcionamiento, la geografía política e intelectual de la derecha colombiana y, quizás más, nos ha ido reconstruyendo una historia de la cultura política colombiana de la primera mitad del siglo veinte. Estaríamos, como lo hizo Marcel Proust de manera memorable en la novela, ante una catedral en construcción. No olvidemos que se trata de una trilogía anunciada, algo que también es ruptura con la costumbre; si, no es costumbre escribir trilogías –menos de carácter biográfico- ni anunciarlas sin haberlas escrito. Arriesgada apuesta por parte del autor. Como toda innovación o ruptura, habrá un amplio margen para la polémica, para la incomprensión e incluso para el desprecio. En la trayectoria del historiador Ayala Diago nada de eso le ha sido ajeno.

domingo, 3 de octubre de 2010

Pintado en la Pared No. 39-Mamotreto biográfico de político conservador


Reseña del libro de César Augusto Ayala Diago, El porvenir del pasado: Gilberto Alzate Avendaño, sensibilidad leoparda y democracia. La derecha colombiana de los años treinta. Bogotá, Fundación Gilberto Alzate Avendaño-Gobernación de Caldas-Universidad Nacional de Colombia, 2007, 559 pags.

Por: Gilberto Loaiza Cano.
PRIMERA PARTE

Desde que conozco al profesor Ayala Diago, en 1982, cuando él enseñaba en la Universidad del Quindío y yo todavía no tenía edad de cédula de ciudadanía, ya lo veía elaborando fichas de lectura acerca de Getulio Vargas y el Estado Novo en Brasil. Quizás desde antes, ya se había entregado a la misión de escribir la historia de los populismos frustrados en la Colombia del siglo XX. Desde entonces, ha recorrido un larguísimo y prolífico camino en la construcción de una línea muy definida en la interpretación de la historia política colombiana; han sido más de veinticinco años, cuatro libros, la enseñanza de la historia en universidades de Armenia, Popayán, Bucaramanga, Bogotá; una estadía en Brasil y una relación muy fecunda con colegas de varios países. Tanto ha sido su compromiso con su forma de entender y reconstruir la vida pública colombiana que terminó hace poco una maestría en Lingüística con el fin de dotar de mayor refinamiento interpretativo su constante análisis de los discursos de los agentes y medios de difusión de la política. También hay que agregar la voluminosa y paciente acumulación de testimonios de historia oral que permite pensar que Ayala Diago es quizás el historiador colombiano que mejor conoce el personal político de la segunda mitad de nuestro siglo XX. Sospecho, con algo de ironía y mucho de sinceridad, que Ayala acumula la suficiente información –y más- para escribir una especie de diccionario de la política colombiana del siglo precedente. Su trayectoria, en fin, revela una laboriosa artesanía intelectual, un compromiso con un oficio que exige, ante todo, una indoblegable paciencia, una irredimible voluntad de persistir.

Todo ese tiempo y todo ese esfuerzo han ido perfilando una personalidad ya bien definida. Ayala Diago ha insistido en escribir un tipo de historia política ceñida a una temporalidad y unos problemas más o menos precisos: sus tres primeros libros se han detenido principalmente en los movimientos de oposición al Frente Nacional, pero esta última obra señala un cambio significativo porque arranca desde inicios del siglo veinte. Sin embargo, ha hecho prevalecer sin concesiones una muy particular concepción del ejercicio narrativo de la historia. Todo lo ha hecho sin muchas pretensiones teóricas; le ha preocupado poco escribir exordios conceptuales y no es fácil hallar en sus obras unas definiciones categóricas o explícitas de, por ejemplo, el fenómeno populista, aunque esa sea la materia prima en muchos de sus estudios. El ha preferido un camino más descriptivo, como si pretendiera dejar que los hechos y los individuos hablen por sí solos, según propósito de una muy vieja escuela historiográfica. El ha preferido introducir al lector en el microcosmos del funcionamiento cotidiano de un movimiento político, como si se tratara de elaborar un diario o una memoria. Como si se tratara, siguiendo a uno de sus autores tutelares –Clifford Geertz- de introducirnos en una densa descripción del entramado cultural de una comunidad política. Tampoco hay que despreciar que Ayala Diago es un juicioso lector de la obra de Mijail Bajtin y parece que su noción de polifonía no sólo la ha puesto en práctica en su manera de escudriñar las voces diversas de la política, sino además en la representación de esas voces en la composición narrativa. El resultado es una historia política profusamente documental y documentada, y tal vez demasiado sostenida por la estructura superficial de los discursos que contrapuntean en las publicaciones periódicas. Lo que dice o deja de decir la prensa; lo que dice o deja de decir tal o cual protagonista o testigo en una entrevista se convirtieron en las principales y casi exclusivas fuentes documentales de sus libros. Ese rasgo es determinante y decisivo en su obra y también puede verse como su más ostensible defecto. Pero, de todos modos, ese culto al detalle y a la minucia; esa apelación obsesiva al testimonio; la constante introducción de las voces de los protagonistas; esa ilusión de cercanía (es eso, tan sólo una ilusión) constituyen, a mi modo de ver, uno de los rasgos más evidentes y definitorios de lo que ha sido para Ayala Diago la escritura de la historia política.

Esa manía descriptiva ha brindado resultados verdaderamente mamotréticos e intimidantes; sus libros, sobre todo este último, son un verdadero reto incluso para lectores acostumbrados a faenas de largo aliento ante volúmenes farragosos. El porvenir del pasado es apenas el primer tomo de una trilogía anunciada. Es decir, el autor nos advierte que el estudio de la trayectoria del político conservador Gilberto Alzate Avendaño (1910-1960) va a ser asunto que superará, muy probablemente, las mil quinientas páginas. De hecho, el primero tomo es un minucioso relato de casi setecientas paginas (el tamaño microscópico de la letra permitió reducir el asunto a poco más de quinientas, algo que el lector no podrá agradecer jamás) que tan sólo reconstruye lo que va de 1910 a 1939. El espíritu de síntesis explicativa todavía no ha invadido al profesor Ayala Diago, pero nos queda la esperanza de que el proceso largo y lento de madurez por el que ha caminado le ofrezca un momento de solaz para dedicarse a ver el paisaje. Me parece una necesidad obvia de un investigador en las ciencias humanas detenerse a sistematizar y definir categorías. Ese momento se lo deseamos y esperamos que él mismo se lo haya propuesto.

Esa especie de renovado positivismo en la narración histórica está mezclado con un compromiso que el autor no oculta. Uno de sus libros está dedicado a aquellos que resistieron a la implantación del Frente Nacional. Toda su gran obra se ha concentrado en las disidencias políticas que han querido zafarse de los partidos tradicionales e incluso del partido comunista. Ayala Diago ha preferido seguirles la pista a aquellos políticos e intelectuales que han intentado fundar y sostener proyectos de organización política opuestos al bipartidismo; a aquellos que han enunciado un socialismo heterodoxo con nociones de la democracia mucho más amplias y más elaboradas que las reducidas nociones de las dirigencias liberal y conservadora, y de la dirigencia comunista engolosinada con su rígido marxismo-leninismo. Con este último libro, Ayala se ha afirmado en un espectro temático que desafía la predominante historiografía liberal que ha dejado marcas difíciles de borrar a la hora de reconstituir el paisaje complejo de nuestra historia política. En El porvenir del pasado, el autor introduce con lujo de detalles una historiografía de las derechas en Colombia, de las expresiones del nacionalismo católico y fascista, del populismo conservador. Nos ha puesto a pensar seriamente en la cultura política conservadora que la historiografía colombiana predominantemente liberal nos había hecho olvidar.

Tal aporte no es baladí. Poco nos hemos detenido a pensar en el enorme lugar común que nos ha preparado, como una celada, aquella historiografía que ha hecho comenzar la historia de nuestra presunta modernidad con las reformas liberales de la mitad del siglo XIX, una historia que terminaba con la derrota del proyecto modernizador liberal en el ascenso de la Regeneración. Esa forma angosta de ver nuestra historia nos había hecho creer que la dirigencia liberal era portadora, de manera incontrovertible, de un proyecto político más democrático e igualitario; que su ideal modernizador en la economía, que se plasmaba en el librecambio, armonizaba con la difusión y puesta en práctica de libertades civiles y con la secularización de la vida pública en que la Iglesia católica ocupaba un puesto privilegiado. Pero resulta que nuestra historia, vista de otro modo, también puede mostrar que las elites liberales colombianas fueron portadoras de un aristocratismo político y social que les dificultó, desde 1830 hasta hoy, unas relaciones orgánicas y armoniosas con los sectores populares.

En lo que respecta al siglo XIX, la historia está por reescribirse. El partido católico en Colombia fue mucho más precoz en su organización que el partido liberal; los ideólogos de un ideal de república católica fueron más consistentes y perseverantes que los vacilantes ideólogos liberales. Las obras de José Manuel Groot, Sergio Arboleda, José María Vergara y Vergara, Manuel María Madiedo, José Eusebio Caro y José Joaquín Borda, todavía mal estudiadas, fueron más densas y sistemáticas que las de los políticos liberales y, además, salvo la de Madiedo, fabricaron una versión unánime y compacta de un conservatismo hirsuto, hispanista, jesuítico e intolerante ante cualquier asomo de modernidad liberal. Su ideal de república tenía que apoyarse en la Iglesia católica, su ideal de nación no podía formularse por fuera de la tradición religiosa católica, sus relaciones con los sectores populares eran inseparables de las prácticas de las virtudes teologales, era el “verdadero comunismo” de las palabras del Evangelio el que debía oponerse a la avanzada del novedoso y peligroso socialismo. Los sectores artesanales fueron más proclives a hacer alianzas con el partido conservador que con los miembros del Olimpo radical. El mismo asesinato de Rafael Uribe Uribe, en 1914, a manos de unos artesanos ebrios y desmoralizados, puede ser visto como el corolario de las malas relaciones entre la élite liberal y los sectores populares que nunca supo representar. Por eso, es más exacto ver los primeros decenios del siglo veinte como una lucha por la reconquista liberal del pueblo, una afanosa competencia por recomponer unas malas relaciones seculares; algo que nos permitiría entender por qué del liberalismo se desgajaron algunas disidencias socialistas y por qué el advenimiento de individuos que, como Jorge Eliécer Gaitán, iban a ser los agentes de condensación de la creciente movilización urbana que sobrevino con el nuevo siglo.

Para el partido conservador, las relaciones con los sectores populares tampoco fueron fáciles, así buena parte de las prácticas mutualistas de los artesanos hayan contado con la tutela de la dirigencia conservadora o de la jerarquía eclesiástica. La Regeneración y la hegemonía conservadora difundieron una restringida noción de democracia y un juicio muy adverso sobre los sectores populares. Algunos mítines urbanos de fines del siglo XIX fueron la reacción indignada de un populacho que se sentía menospreciado por los heraldos de la caridad cristiana. La emergencia de un movimiento obrero, la difusión de nuevas ideologías, las influencias de la revolución mexicana y de la revolución rusa fueron elementos difíciles de digerir para la dirigencia conservadora que, anclada en los esquemas patriarcales del siglo XIX, no supo atender la creciente puesta en escena de lo que iba a conocerse como la cuestión social. Los cambios sociales del siglo veinte iban a poner en crisis las culturas políticas del liberalismo y del conservatismo. Y aunque siguieran arrastrando por mucho tiempo algunos elementos engendrados en la centuria antepasada, era inevitable la búsqueda de sintonía con las demandas de nuevas modalidades de movilización y organización política.

El libro de César Ayala Diago no ignora completamente el peso de la tradición proveniente del siglo XIX sobre la dirigencia política liberal y conservadora que se forjó en el siglo siguiente. Sin embargo, incurre en afirmaciones absolutas e inexactas. “En Colombia, afirma el autor, históricamente no se trasladaban las personas de un partido a otro”; esta es una afirmación muy desatenta. El mismo ha demostrado en varias de sus obras que el personal político del veinte fue tan elástico, tan nómada, como el del diecinueve. En la cúspide y en la base, el personal político colombiano ha sido volátil, huidizo en sus identidades; las razones pueden oscilar entre las de índole puramente doctrinaria y aquellas afianzadas en el más evidente pragmatismo. Ahora bien, hay que reconocer que el autor ha sabido mostrarnos lo que podríamos llamar la problemática de la adaptación, la tensión entre la inercia del conservatismo esclerotizado del siglo XIX y las nuevas exigencias de un mundo social que se vuelve multitudinario y complejo; el diálogo con la nueva situación dará origen a lo que el autor llama una nueva sensibilidad conservadora. Una sensibilidad de orden generacional, es decir, un grupo intelectual y político en ascenso que define su personalidad en el choque con grupos de intelectuales y políticos tradicionales y consolidados. Jóvenes que se autoerigen en portavoces de la modernización de un partido que vive en un estado inercial. Es la generación que le tocaría administrar la derrota, la caída de la larga hegemonía conservadora, y que tuvo que pensar en modernizar doctrinariamente y organizativamente a su partido. Es la generación encargada de diseñar o imaginar las vías del retorno al poder en medio del triunfo liberal; la que pondría a prueba las consignas de la abstención electoral; la que enjuiciaría los principios de la democracia representativa y, al mismo tiempo, iniciaría una democratización de la estructura de su partido. Pero, aún más interesante, Ayala Diago nos ha expuesto cómo se fue construyendo el nuevo armazón ideológico de un partido cuya esencia proviene del pasado. Eso implicó no solamente acudir a las enseñanzas reaccionarias europeas por vía del fascismo o del falangismo o de la Acción Francesa. También implicó rediseñar el papel de la Iglesia católica. En tal sentido, los jóvenes conservadores a los que perteneció Alzate Avendaño se preocuparon por reestablecer la relación orgánica con el pensamiento y la acción sociales de la Iglesia católica; restituyeron y reelaboraron la capacidad movilizadora de esa institución, sobre todo en el frente de la caridad. Allí, en el catolicismo social, me parece a mí y creo que también al profesor Ayala, se encuentra la matriz del populismo conservador que vislumbraron los nuevos grupos dirigentes del conservatismo colombiano.

Tal vez porque no se detiene en los antecedentes o en las conexiones provenientes de lo que había sido la política colombiana durante el siglo XIX, el autor no puede entender que las nuevas generaciones políticas del siglo siguiente reproducen, muchas veces a su pesar, consignas y preocupaciones que la dirigencia liberal y conservadora se había venido planteando. Por ejemplo, la preocupación por la multitud, por el lugar del pueblo en la política, las definiciones racistas y aristocráticas de la democracia tuvieron cimiento en los debates de la centuria del XIX. El hispanismo fue un producto bien elaborado desde la década de 1860 y lo que hicieron los fascistas y falangistas del decenio de 1930 fue adecuarlo a la nueva circunstancia con el aporte, claro, de otros elementos. La lectura del Ariel de Rodó, compartida por liberales y conservadores, no puede separarse, por ejemplo, de la aparición de Idola fori, de Carlos Arturo Torres, publicada en 1909. En estas y otras obras están expuestas, más allá de lo que el autor aprecia como un mensaje anti-norteamericano, unas nociones de democracia que reivindicaban el papel tutor de una aristocracia letrada que tenía que sentirse superior en sociedades todavía rurales y atrasadas. El pesimismo racial sobre el pueblo era compatible con una justificación del papel de guía del individuo ilustrado. Es decir, las lecturas de las obras de José Enrique Rodó, de Ernesto Renan, el racismo de autores como Gobineau, debieron haber estado más relacionadas con la preparación de un sentido de democracia que legitimara la clase media urbana emergente, a la que pertenecía Alzate Avendaño, y que sólo podía y pudo lograr preeminencia mediante los espacios de la meritocracia.
FIN PRIMERA PARTE

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