Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 4 de agosto de 2009

NOTA: 5 EN FRIVOLIDAD

PINTADO EN LA PARED No.15


Una generación anterior a la mía debería saberlo y explicarlo mejor; las universidades colombianas han perdido algo que hacía parte de su vida diaria, algo que era su sal y hasta su razón de ser. Antes se podía conversar y, sobre todo, aprender conversando. Muchos testimonios de gentes que se formaron en los decenios de 1960 y 1970, principalmente, coinciden en evocar un mundo intelectual de tertulias, de emulación en lecturas, de discusiones fervientes acerca de esas lecturas que solían ser libros de autores clásicos con sus complejidades y desafíos conceptuales. Más allá de la rigidez horaria del aula universitaria, se aprendía a leer, a argumentar y a escribir en los cafés, en un parque, en el rincón de una librería y hasta en la dogmática reunión de alguna secta de izquierda. Muchos leyeron así a Hegel, a Marx, a García Márquez, a León de Greiff, al listado de los cuadriculados estructuralistas franceses. Así se fundaron revistas, se escribieron libros, se fundaron cine-clubes, en fin.


Ante ese paraíso irremediablemente perdido, las generaciones más recientes hemos caminado por un desierto. Nos queda difícil evocar un maestro que nos haya imantado con una charla aleccionadora o un lugar que se haya convertido en nuestro nicho de encuentro. Algunos conservamos la imagen ruda de las filas eternas para ingresar a la vieja versión de la Biblioteca Luis Angel Arango, en Bogotá, y a su pequeña y extinta sala llamada el Portón de los Libros que nos sirvió de refugio en las temporadas de extensos cierres de la Universidad Nacional. Nuestras lecturas fueron más bien solitarias, desordenadas, sin un guía y sin amistades constantes y perdurables que nos permitieran salir de encrucijadas o nos incitaran a explorar nuevos desafíos. A eso se agregó luego el silencioso influjo de la Internet y las conversaciones espasmódicas mediante el recurso del correo electrónico. Nuestra generación no tiene ningún recuerdo del magisterio de un Estanislao Zuleta o alguien parecido.


Algo peor, hemos dejado que se establezca una relación frívola con el conocimiento. Ni los estudiantes ni los profesores leemos ya libros completos, eso se considera una anacronía, una salvajada o algo peor si a eso se añade que los libros tengan notas a pie de página. Muchos colegas consideran que es un estorbo para sus apretadísimas agendas la programación de una sustentación pública de una tesis en cualquier nivel de la formación universitaria; en vez de un evento dotado de trascendencia, se convirtió en un hecho expeditivo y casi privado. Las tesis se laurean en acuerdos de pasillo. Los coloquios, congresos, encuentros se convirtieron en una devolución de favores e invitaciones entre roscas nacionales e internacionales acreditadas por Colciencias; el éxito de un evento está medido por la organización de frondosas mesas de disertación en que los participantes no pueden hablar más de quince minutos y evitan dejar el texto escrito para la publicación de las memorias, porque saben que eso no genera ningún tipo de retribución salarial. Hay colegas que estiman sospechosa cualquier conversación, porque temen que se trate de un complot en las sórdidas disputas por los pequeños poderes universitarios (el ladrón que juzga por su condición). Ni qué decir de las tonterías que tenemos que leer en el estéril pero enmarañado, y para algunos lucrativo, procedimiento de evaluación “entre pares académicos”.


Conozco muchos colegas que se acostumbraron a no preparar sus clases y que ni siquiera han digerido las lecturas despedazadas que les adjudican a sus estudiantes en cada curso; en los salones de clase, además, no se establece una genuina conversación motivada por alguna certeza o una duda proveniente del capítulo extraído de la fotocopiadora. De vez en cuando, un estudiante salido de la modorra hace una pregunta de antología que deja boquiabierto al perezoso profesor que, de inmediato, comienza a calcular la represalia contra la muchacha o el muchacho que lo dejó en evidencia. ¿Y la nota? Hay carreras universitarias y comunidades de profesores que se volvieron famosos por la facilidad con que colocan notas de excelencia a trabajos de estudiantes que nunca examinaron. Por supuesto, ante los apuros de la cobertura educativa, esa conducta genera un gran atractivo.


Con este régimen indolente hemos ido garantizando que nuestros estudiantes, a mitad de carrera, no hayan leído todavía un autor clásico. Es más, hay carreras de lenguas modernas en que, de seguro, jamás se va a leer un trozo, en la lengua original, de Shakespeare o de Goethe o de Sartre; en las carreras de literatura, Cervantes y su Quijote se volvieron un adefesio. La moda o la convicción de la oralidad o del estudio de la cultura popular se han ido pervirtiendo en una exaltación de la agrafia, así que mientras menos sepa escribir el profesor o el estudiante, su estatus es más sibilino en la universidad. Hace poco una estudiante me confesó que nunca había leído tanto en sus veinte años de existencia –tuvo que leer el primer tomo de La formación de la clase obrera en Inglaterra, de E.P. Thompson- y que nunca había escrito tanto –tenía que escribir una reseña crítica de máximo ocho páginas-. Pero la confesión fue aún más candorosa cuando me dijo que sus principales lecturas hasta entonces –en plena mitad de la carrera de Historia- habían sido las revistas de farándula y de vez en cuando una especializada en teoría política. Y me animé curioso a preguntarle cuál era esa revista; me contestó que la revista Cambio.


En algún momento, por alguna razón, la formación universitaria perdió trascendencia. En algún momento se impuso la idea de negocio o de empresa, a eso se le añadió un tufillo mafioso y la alharaca de una seudo-izquierda que sólo le interesó garantizarse el goce terreno de los poderes universitarios. La vida en la universidad comenzó a ser medida en un estudio de tiempos y movimientos, de ingresos y egresos; la investigación fue perdiendo su sentido de búsqueda original por la necesidad de cumplir unos estándares o por obedecer a consignas empresariales escondidas en los eufemismos de las asesorías o las consultorías; en las facultades de ciencias de la salud el paciente fue transformado en un cliente que debe dirigirse a un punto de atención. Los egresados de odontología confunden cualquier mancha en la dentadura con una caries cotizada en la venta de combos de servicios dentales. El plagio dejó de ser un acto aislado de algún estudiante desaplicado. El conocimiento devino una ligera mercancía de rápida circulación que no deja huella en la sociedad.


Según algunos diagnósticos, las universidades colombianas se contagiaron inevitablemente del ascenso rápido y fácil, sin sacrificios, sin esfuerzos. Del extremo derecho hasta el izquierdo, las universidades públicas sólo interesan como fortines electorales, como botines burocráticos. El espacio del mérito se ha ido haciendo cada vez más angosto en beneficio de la marrulla politiquera, del gasto sin criterio, del perfil fabricado para favorecer determinado aspirante a un concurso. Qué responsabilidad nos cabe, a todos, en este triunfo de la banalidad. Por qué y cómo se fue imponiendo un lenguaje chabacano, de insulto, de desafío, como para darnos puñetazos a la salida. De dónde proviene ese contagio, de dónde viene ese desprecio por la conversación juiciosa dizque porque vamos de afán.


La brújula se ha perdido y yo no creo que la encontremos en universidades donde las relaciones entre la dirección universitaria y sus profesores están basadas en mutuos desprecios, en mutuas sospechas y hasta en la ausencia de elementales buenas maneras.


Agosto de 2009.

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