LA CULTURA EN
CALI
El
espectáculo es sublime, porque parece un museo viviente. Es costumbre muy
repartida entre todas las clases sociales de Cali –ciudad situada en el
suroccidente de Colombia- que en cada casa haya una servidumbre doméstica, casi
siempre una mujer negra o una mujer indígena invariablemente vestidas con un uniforme
azul o blanco. Su lugar es la cocina y, en ciertas horas del día, se les ve en los
parques adonde llevan a pasear la caca de los perritos finos y menos finos de
la zalamera élite caleña. La arquitectura tomó cuenta de esta buena costumbre y asignó un espacio dentro de las casonas y apartamentos para el
dormitorio de la nana, la sirvienta, la mujer de la cocina, denominaciones comunes para estas mujeres cuya sumisa
ocupación en oficios varios evoca los tiempos de esplendor de las haciendas
esclavistas que tuvieron el control de la región del Gran Cauca.
Esta
costumbre señorial la reprodujo y prolongó la clase media
urbana del siglo XX que no vio ninguna contradicción entre sus modernas
adquisiciones suntuarias, sus viajes de estudios por Europa y Estados Unidos,
sus lecturas audaces de los sociólogos de la Escuela de Frankfurt o hasta de
los teóricos de los estudios sobre subalternos con tener en su casa a una señora
negra que les ha limpiado las nalgas desde la infancia, les acompañaba a la
puerta del colegio y hasta les enseñó a amar, comer y bailar como negros. Estos
rezagos esclavistas rondan por la vida cotidiana de una ciudad con más de dos
millones de habitantes, donde la difusión cultural oficial la controla esencialmente
gente blanca, rica, culta y católica que todavía reproduce los dejos de una
aristocracia venida a menos que se aferra, para sostener algún status, a sus
refinadas adquisiciones simbólicas: música clásica y, en el peor de los casos,
jazz o bossa nova.
Pero
no es una élite tan refinada a la hora de hacer un inventario institucional de
la ciudad. O por lo menos no es tan generosa a la hora de democratizar el
consumo de ciertos bienes simbólicos. ¿Es que hay grandes bibliotecas en Cali y
en el Valle del Cauca? No, son muy inferiores en comparación con la población
universitaria y escolar que eventualmente demanda ese tipo de servicio. ¿Es que hay
ambiciosas políticas de preservación y recuperación de legados bibliográficos y
artísticos? No, las obras de sus mejores artistas han quedado mejor guardadas
en Medellín o en Pereira (una ciudad mucho más pequeña que Cali) porque lo más
probable es que en Cali esas obras se pudran o se pierdan en mezquinas disputas
lugareñas. ¿Existe en Cali un centro de documentación lo suficientemente
adecuado para las exigencias de la población universitaria y de los
investigadores locales? Claro que no, basta con visitar los reducidos espacios
y las magras colecciones documentales del Archivo histórico de Cali o del
Centro de documentación del Banco de la República. Y agreguemos que importante
documentación de enorme valor histórico que tuvo origen en esta región está hoy
guardada, inexplicablemente, en cajas de microfilmes en la biblioteca de la
Universidad de Carolina del Norte o en la biblioteca central de la Universidad
de Antioquia.
La
falta de prioridades a largo plazo y la mezquindad son los criterios dominantes
entre quienes tienen algún tipo de control de las instituciones culturales de
Cali y, sobre todo, de quienes en cada elección de las autoridades de la región
quedan con el control pasajero de los presupuestos para la cultura. No puedo
olvidar, por ejemplo, que a la hora buscar un apoyo financiero para la publicación
de los tres tomos de la Historia de Cali
del siglo XX, no hubo centavo alguno ni de la Cámara de Comercio ni de la
Alcaldía ni de las universidades privadas de la ciudad. A la Universidad del
Valle le adeuda la Gobernación un montón de dinero que es vital para su
funcionamiento; la Imprenta departamental corre el riesgo de extinguirse con
una modernísima maquinaria alemana que muy pocos contratan y que ni siquiera la utilizan los mismos
funcionarios de la Gobernación. No existe en la ciudad un gran museo de nada ni
para nadie; el Museo la Tertulia, otrora orgullo de la clase media caleña, ha
quedado sometido a la penuria presupuestal. Los jóvenes talentos formados a
puro pulso y provenientes de las zonas marginales de la ciudad, prefieren irse adonde
los tratan bien; adonde la educación universitaria es más barata o es gratuita.
Lo
poco interesante viene de algunos islotes de pensamiento crítico que,
obviamente, están al margen de los grupos de poder de las universidades y de
las secretarías de educación y cultura. Dispersos y diversos, algunos
intelectuales (incluidos los artistas) dicen de vez en cuando algo altisonante
que alborota la modorra de esta ciudad metida en la selva húmeda tropical. Pero
eso no es suficiente.
Septiembre
de 2013