Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Pintado en la Pared No. 92





LA CULTURA EN CALI
El espectáculo es sublime, porque parece un museo viviente. Es costumbre muy repartida entre todas las clases sociales de Cali –ciudad situada en el suroccidente de Colombia- que en cada casa haya una servidumbre doméstica, casi siempre una mujer negra o una mujer indígena invariablemente vestidas con un uniforme azul o blanco. Su lugar es la cocina y, en ciertas horas del día, se les ve en los parques adonde llevan a pasear la caca de los perritos finos y menos finos de la zalamera élite caleña. La arquitectura tomó cuenta de esta buena costumbre  y asignó un espacio dentro de las casonas y apartamentos para el dormitorio de la nana, la sirvienta, la mujer de la cocina, denominaciones comunes para estas mujeres cuya sumisa ocupación en oficios varios evoca los tiempos de esplendor de las haciendas esclavistas que tuvieron el control de la región del Gran Cauca.
Esta costumbre señorial la reprodujo y prolongó la clase media urbana del siglo XX que no vio ninguna contradicción entre sus modernas adquisiciones suntuarias, sus viajes de estudios por Europa y Estados Unidos, sus lecturas audaces de los sociólogos de la Escuela de Frankfurt o hasta de los teóricos de los estudios sobre subalternos con tener en su casa a una señora negra que les ha limpiado las nalgas desde la infancia, les acompañaba a la puerta del colegio y hasta les enseñó a amar, comer y bailar como negros. Estos rezagos esclavistas rondan por la vida cotidiana de una ciudad con más de dos millones de habitantes, donde la difusión cultural oficial la controla esencialmente gente blanca, rica, culta y católica que todavía reproduce los dejos de una aristocracia venida a menos que se aferra, para sostener algún status, a sus refinadas adquisiciones simbólicas: música clásica y, en el peor de los casos, jazz o bossa nova.
Pero no es una élite tan refinada a la hora de hacer un inventario institucional de la ciudad. O por lo menos no es tan generosa a la hora de democratizar el consumo de ciertos bienes simbólicos. ¿Es que hay grandes bibliotecas en Cali y en el Valle del Cauca? No, son muy inferiores en comparación con la población universitaria y escolar que eventualmente demanda ese tipo de servicio. ¿Es que hay ambiciosas políticas de preservación y recuperación de legados bibliográficos y artísticos? No, las obras de sus mejores artistas han quedado mejor guardadas en Medellín o en Pereira (una ciudad mucho más pequeña que Cali) porque lo más probable es que en Cali esas obras se pudran o se pierdan en mezquinas disputas lugareñas. ¿Existe en Cali un centro de documentación lo suficientemente adecuado para las exigencias de la población universitaria y de los investigadores locales? Claro que no, basta con visitar los reducidos espacios y las magras colecciones documentales del Archivo histórico de Cali o del Centro de documentación del Banco de la República. Y agreguemos que importante documentación de enorme valor histórico que tuvo origen en esta región está hoy guardada, inexplicablemente, en cajas de microfilmes en la biblioteca de la Universidad de Carolina del Norte o en la biblioteca central de la Universidad de Antioquia.
La falta de prioridades a largo plazo y la mezquindad son los criterios dominantes entre quienes tienen algún tipo de control de las instituciones culturales de Cali y, sobre todo, de quienes en cada elección de las autoridades de la región quedan con el control pasajero de los presupuestos para la cultura. No puedo olvidar, por ejemplo, que a la hora buscar un apoyo financiero para la publicación de los tres tomos de la Historia de Cali del siglo XX, no hubo centavo alguno ni de la Cámara de Comercio ni de la Alcaldía ni de las universidades privadas de la ciudad. A la Universidad del Valle le adeuda la Gobernación un montón de dinero que es vital para su funcionamiento; la Imprenta departamental corre el riesgo de extinguirse con una modernísima maquinaria alemana que muy pocos contratan y que ni siquiera la utilizan los mismos funcionarios de la Gobernación. No existe en la ciudad un gran museo de nada ni para nadie; el Museo la Tertulia, otrora orgullo de la clase media caleña, ha quedado sometido a la penuria presupuestal. Los jóvenes talentos formados a puro pulso y provenientes de las zonas marginales de la ciudad, prefieren irse adonde los tratan bien; adonde la educación universitaria es más barata o es gratuita.
Lo poco interesante viene de algunos islotes de pensamiento crítico que, obviamente, están al margen de los grupos de poder de las universidades y de las secretarías de educación y cultura. Dispersos y diversos, algunos intelectuales (incluidos los artistas) dicen de vez en cuando algo altisonante que alborota la modorra de esta ciudad metida en la selva húmeda tropical. Pero eso no es suficiente.  
Septiembre de 2013
  

domingo, 15 de septiembre de 2013

Pintado en la pared No. 91




LA VIDA POR UN GRAFITI

“La vida es una barca”.
Calderón de la Mierda

(Dedico esta columna a un colega que me pidió que pensara en aquellos que han sido asesinados en las calles del mundo por pintar algo en una pared.)

Recientemente, los agentes de policía de Bogotá, la desvencijada capital colombiana, y de Miami, un grandioso prostíbulo del mundo, fábrica de asesinos seriales, centro de la venta y consumo de toda variedad de alucinógenos, actuaron de manera muy parecida y burda ante unos muchachos grafiteros, esos muchachos que suelen rodar en patinetas con alguna idea visual en la cabeza y que intentan plasmarla en una pared.
Esos episodios cruentos me recordaron a mi abuela paterna cuya infancia se remontaba a la sangre y el polvo de la guerra civil de los Mil días (1899-1902); ella tenía un repertorio de frases insistentes que revelaban toda una vida de sumisión: “La letra con sangre entra”, “La política es para los doctores”, “Que se haga la voluntad del Señor”, “La pared y la muralla son el papel del canalla”. Cuando llegué a la Universidad Nacional de Colombia y vi su enorme campus lleno de palabras y dibujos inscritos en las paredes de todas las facultades, siempre recordaba a mi abuela huraña y autoritaria. Todos los días era evidente, y aún lo es, la disputa simbólica entre paredes recién blanqueadas y la salpicadura de un colorido grafiti. Entonces pensaba que había un debate entre el autoritarismo de gente como mi abuela, entre el deseo de ver una pared blanca y muda y la frescura de una frase de indignación o de ironía o de rabia o de odio. Cada día había la huella de algún sectarismo proveniente de cualquier rincón de nuestro izquierdismo hirsuto; pero también afloraban declaraciones de amor o juegos de palabras socarrones o graciosos préstamos de frases televisivas que servían para burlarse de las atrocidades del poder.
Esa batalla cotidiana plasmada en leyendas inscritas en las paredes daba cuenta de acontecimientos públicos de notoria trascendencia para todos los habitantes de un país: manifestaciones, masacres, magnicidios, jornadas electorales; pero también era prueba, sobre todo en las oscuras y húmedas paredes que rodeaban los inodoros, de la aparición de una nueva sensibilidad colectiva, de tendencias amorosas inéditas, desafíos a las inclinaciones sexuales tradicionales. Lo sublime y lo feo se mezclaban en un gran libro de autoría mutante y colectiva.
Algunas frases de ese gran libro son todavía clásicas; recuerdo algunas dignas de cualquier antología:
Cristo viene pronto…Si supiera que vendrías, te tendría un pastel.
Bogotá, la tenaz sudamericana.
Ley de la vida.
Art. 1º. No dar papaya.
Art. 2º. Aprovechar cualquier papayazo que le den.
Y una que cualquier estudiante colombiano ha estado dispuesto a reescribir:
La educación es un derecho, no un privilegio.
Hoy es más bien raro capturar una frase ingeniosa o punzante en los grafitis universitarios. Es más, aparte de algunos dibujos o de unos murales casi oficiales, las universidades colombianas tienen un pobre lenguaje público en las paredes. En algunas universidades, como la mía, ni las paredes ni el papel son usados para hacer registro cotidiano de los micro-sucesos universitarios; eso que se llama periodismo universitario no existe ni para el decoro de las carreras de comunicación social. Mucho silencio y poca crítica. La gente parece concentrada, y sobre todo la gente joven, en declarar con su cuerpo asuntos muy personales. Hay una especie de hiperconcentración en decir con el propio cuerpo en qué lugar del mundo queremos situarnos, qué nos gusta y qué nos desagrada.
Por eso, aquellos que han tomado la ruta de caminar las calles y pensar qué decir en las largas paredes abandonadas por el mal humor de ciudades despiadadas, hacen parte de un heroísmo urbano que últimamente ha sido perseguido con sevicia. En las democracias modernas, los agentes de policía todavía persiguen y matan a los artistas callejeros que quieren dejar en alguna pared la huella de un arte efímero que contiene algo subversivo y sospechoso. Mientras más perseguido será más sublime.
Pero en el asesinato de aquellos muchachos prevalece algo más, es la ausencia de interés de los estados contemporáneos por la situación de los jóvenes. El mundo juvenil sigue estando muy distante para las políticas educativas y culturales. El joven sigue siendo un elemento intruso en el orden o desorden dominantes en las ciudades. Ser joven sigue siendo el principal delito. 
Gilberto Loaiza Cano, septiembre de 2013

lunes, 2 de septiembre de 2013

Pintado en la Pared No. 90



LA SABIDURÍA CAMPESINA Y NUESTRA POBREZA INTELECTUAL

Las protestas campesinas de los últimos días han movilizado a las clases medias urbanas y todas esas minorías convulsivas, sinceras y violentas que merodean en las ciudades colombianas. Y, también, han inspirado a algunas plumas afiladas de los intelectuales colombianos. Se va a poner de moda, qué bueno (o qué malo), hablar de los campesinos, de esos hombres de ruanas mugrientas, de manos encallecidas y de palabras escasas pero certeras que nos han dicho: “Les hemos dado de comer y ahora nos condenan a morir de hambre”. Los campesinos colombianos han sido la carne de cañón preferida de todas las organizaciones políticas y armadas que han existido en Colombia en los últimos sesenta años; han tenido que soportar las andanadas de desprecio de guerrilleros, de paramilitares, de narcotraficantes, del ejército oficial y de los funcionarios bisoños y corruptos del Estado. Han sobrevivido en medio del conflicto armado, han sido obligados a abastecer a tirios y a troyanos, les han obligado a sembrar lo que no se vende, los han hecho mutar de oficios, les ha tocado aceptar trabajos temporales mal remunerados, vivir sin servicios básicos de salud, sin acceso a agua potable ni a sistemas modernos de tratamiento de aguas residuales. Y, aun así, han cultivado y puesto en nuestras plazas de mercado la papa, la leche y el arroz de todos los días.

Ellos están armados de la simpleza del sentido común, de saberes ancestrales, del trabajo colectivo, del vínculo familiar para cuidar sus cosechas. Tienen la fuerza para dormir y comer poco y trabajar mucho. Todo ese acumulado de tradición y laboriosidad ha pretendido volverlo añicos los acuerdos de Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y la Unión Europea. Quienes pensaron en esos acuerdos sólo soñaban con el rápido enriquecimiento como intermediarios comerciales, como bodegueros en zonas francas. Nos atiborraron de tractomulas en medio de un sistema de carreteras obsoleto. Todavía, la travesía de un cargamento entre los puertos y las principales ciudades encumbradas en las cordilleras de Colombia debe hacerse por un estrecho carril. Este es un país sin aeropuertos, sin tren, sin tranvías, sin metro y, entregado al frenesí de la entrada de mercancías, ha terminado encerrado en su propio laberinto de cosas mal hechas y de problemas sin solución. La protesta de los campesinos y de los conductores de tractomulas nos ha hecho recordar que hemos crecido sin grandes proyectos de cohesión colectiva, sin soñarnos como una comunidad de iguales. Hemos construido para unos mientras aplastamos a otros; nos volvemos ricos mientras arruinamos a los demás. ¿Eso cómo queda explicado en una cátedra universitaria de economía? No sé, díganmelo Ustedes.

Queda, entre muchas, la anécdota de los estudiantes de economía de la prestigiosa Universidad de los Andes que decidieron ponerse la ruana, pieza representativa de la vestimenta de nuestros campesinos de tierras altas. Los enruanados universitarios se pararon frente al edificio de su facultad, de donde han salido nuestros ministros de Hacienda y los sabihondos de la Planeación Nacional que nos han condenado a vivir de colapso en colapso. Allí se reunieron y gritaron: “¡Esos son, esos son los que venden la nación!”. La sabiduría de la protesta campesina de estos últimos días nos ha puesto a pensar que en las universidades colombianas nos han estado enseñando a pensar en contra de nosotros mismos y con mucha eficacia. Hemos sido estudiantes muy aplicados.
   
GILBERTO LOAIZA CANO, septiembre de 2013



  

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