Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 16 de agosto de 2023

Pintado en la Pared No. 296

 

El mundo ha cambiado y no ha cambiado

 

Creo que pertenezco a una generación que ha vivido en buena parte de su existencia adulta cambios muy significativos en la sensibilidad colectiva, en lo que suelen llamar la visión del mundo y que para otros son los valores o las ideas acerca de lo bueno y lo malo. También hemos vivido cambios muy significativos en la vida material.

Mi generación comenzó a caminar por las universidades usando la hoy arcaica máquina de escribir, así escribí mis monografías de pregrado y de maestría. En aquellos años, inicios de la década de 1980, usábamos cabinas telefónicas para llamar a la novia; teníamos un apartado aéreo en el que esperábamos noticias de algún generoso envío de nuestros padres. Una década después ya existía el beeper, en la universidad ya había salas de informática con unos aparatosos computadores. Iniciando el 2000 ya había los primeros celulares y nuestros amigos o nuestras novias podían contarnos cómo les fue subiendo o bajando del autobús. Para 2010 comenzaban a ser populares los computadores y las memorias portátiles que fueron desplazando los cassettes y los discos compactos. Y un poco más acá llegaron la carpeta drive y la nube para guardar grandes volúmenes de información. Nuestras primeras lecturas universitarias fueron laboriosas copias en papel mimeografiado. Luego se masificó la fotocopiadora y llenamos nuestros cuartos estudiantiles de papeles anillados que contenían libros y artículos de revistas. Hoy los libros viajan y se amontonan en formatos digitales.

Hace casi cuarenta años nos citábamos en las puertas de una sala de cine y luego íbamos a una pizzería a comentar el filme y besarnos con nuestra pareja. Hoy nos quedamos en la casa pasando tardes enteras frente a nuestras suscripciones de tv cable y las plataformas de filmes y series como netflix, hbo o amazon. Las conversaciones con nuestros amigos discurren en espasmódicos mensajes de whatsapp en que un beso o una caricia podemos reemplazarlos por emoticones. A menudo esas conversaciones se contaminan con malos entendidos y nuestras amistades nos silencian.

En los primeros años de mi generación, los toreros eran unos héroes. Veíamos orgullosos a nuestro matador Cesar Rincón salir en hombros de la exigente plaza madrileña de Las Ventas. Leíamos y recitábamos los poemas de Federico García Lorca dedicados a toreros muertos por las astas enormes de una bestia. Hoy nos da vergüenza decir que alguna vez fuimos a una corrida de toros o que nos gusta los dibujos taurinos de un Goya o de un Picasso –un violador de mujeres que pintaba muy bien- y menos se nos ocurre decir que recitábamos “A las cinco de la tarde/Eran las cinco en punto de la tarde [...]”. Lo único que salva hoy la gloria del pobre Lorca es que era homosexual, comunista y lo fusiló la ultraderecha en España.

Antes, los hombres –o quienes hemos creído que lo somos- les dedicábamos poemas a nuestras amadas (y amados) o nos deteníamos a contemplar la belleza femenina que pasaba por la acera, y a veces soltábamos un piropo. Hoy eso es machismo hirsuto, acoso sexual que puede llevarnos a un proceso con la Fiscalía; por eso lo más recomendable ahora es practicar la auto-censura. Algunos señores que conocimos hace dos o tres décadas ahora son señoras o viceversa. Algo más, en nuestra infancia leímos o vimos en cine Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll; hoy sospechamos que el autor de aquel libro extraño y maravilloso pudo ser un pedófilo que se camufló en la hipócrita moral victoriana del siglo XIX.

Mi generación conoció la fase heroica de la tenencia de mascotas; cuando todavía era raro tener perros y más raro viajar con ellos; ni siquiera nos permitían llevarlos  en un destartalado bus urbano. Hoy los perros pululan en los centros comerciales y los aeropuertos; viajan bien vestidos en avión, sentados en clase ejecutiva, y gozan de más privilegios que la pobre sirvienta que sale arrastrada por cinco galgos que confabulan cada tarde en un parque exclusivo para sus cagadas.   

Ya no nos queda fácil decir que nos gusta la carne de res porque podemos tener al frente un corrillo de gente vegana que nos va a contar la triste historia de los frigoríficos o de las emisiones de gases de efecto invernadero. A mi generación la educaron con clases de ciencias naturales en que dibujábamos una vaca y diseccionábamos sus partes productivas: la piel, los cuernos, las patas, la leche. ¿Quién dijo leche? Según la medicina holística, la leche nos inflama, acelera procesos infecciosos y provoca enfermedades del colon, además es falso que nos suministre calcio. Y si nos inclinamos por un pescado, nos mostrarán reportajes de una piscicultura que no cumple con las normas sanitarias y destruye el ambiente marino. Nos queda, entonces, el recurso más sencillo, tomar el fruto directamente de un árbol. Muchos nos criamos en medios campesinos en que subíamos a los árboles para comer una guayaba, una ciruela, un mango. Hoy, eso tampoco se puede, la lluvia ácida hará que comamos un fruto que puede afectar nuestros estómagos con dióxido de azufre. Hace algunas décadas nadie hablaba de "lluvias ácidas". Hemos tenido que envejecer para aprender que casi todo lo que hemos comido en nuestras vidas ha sido un continuo asesinato y, a la vez, un continuo suicidio. Y si seguimos así sólo podremos comer lo que cultivemos en nuestro huerto familiar, ojalá el fruto de semillas criollas.

El mundo ha cambiado, es cierto. Cambios drásticos que vinieron acompañados de nuevos derechos, nuevos deberes y nuevas prohibiciones Nuestra generación aprendió a ser elástica ante tantas mutaciones. Pero, aun así, nuestro país, Colombia, ha cambiado poco. Podemos escribir otra columna inventariando las cosas que no han podido ser en este país en que todavía hay que atravesar ríos y montañas con la ayuda de lazos, canoas y caballos, en que las ciudades son grandes excrecencias de nuestra vida colectiva, en que la muerte violenta es asunto corriente, en que el Estado es una monstruosidad inepta. El mundo ha cambiado y no ha cambiado.

 

  

  

 

viernes, 4 de agosto de 2023

Pintado en la Pared No. 295

 

Malcolm Deas (1941-2023)

 

Tengo buenos recuerdos del historiador británico Malcolm Deas. Varias veces compartí con él en eventos y espacios de opinión. Lo recuerdo como un señor jovial, amable, muy dispuesto a la conversación. Era conocedor de la minucia erudita de nuestro pasado, podía moverse, historiográficamente hablando, en los siglos XIX y XX. Eso sí, nunca pudo hablar un fluido español y a veces sus intervenciones se tornaban incomprensibles.

Dejó un legado, sin duda. Escribió algunas cosas muy institucionales, muy condescendientes con el establecimiento político colombiano y quizás por eso nuestra dirigencia política lo adoraba y nuestro periodismo analfabeto le encantaba entrevistarlo. Su visión del país se movía entre la ingenuidad candorosa y la de una especie de funcionario de Estado. No hay que olvidar que fue muy cercano al gobierno de César Gaviria. Su conocimiento de la historia de Colombia y de otros países del sur de América fue resultado tanto de su formación como historiador en Gran Bretaña como por su rápida familiaridad con los archivos privados y oficiales colombianos; eso le permitió alimentar una formidable erudición plasmada en hallazgos, anécdotas que sirvieron para darle un tinte heterodoxo a la comprensión de nuestro pasado. Pero nunca logró escribir una obra de la densidad de un Frank Safford o de un David Bushnell. Por eso sus juicios desplegados en entrevistas o en breves ensayos son socarrones, simpáticos, intuitivos.

Su otro legado importante fue como maestro tanto en Oxford como en América latina, en ambos lados del mundo ayudó a formar a muchos historiadores, como director de tesis doctorales, como jurado de otras, como jurado en concursos y como evaluador de proyectos de libros. Para nuestra historiografía su mejor contribución quedó guardada, quizás, en los dos tomos dedicados a la vida y opiniones de William Wills, obra publicada por el Banco de la República en 1997. William Wills fue, como lo dijo el propio Deas, “un raro inglés” que decidió radicarse en Colombia desde 1825. Su otra contribución es un panorámico ensayo, casi de manual, acerca de la formación de la república de la Gran Colombia que aparece en uno de los tomos de la Historia de América latina dirigida por Leslie Bethell.

Su mejor libro, a mi modo de ver, es la colección de ensayos titulada Del poder y la gramática. Publicado en 1993 y varias veces reditado, allí está compendiada la brillantez interpretativa del historiador británico. Cualquier estudio sobre la historia política o la hoy tan popularizada historia intelectual tiene que revisar obligatoriamente esa tanda de ensayos. Para mi gusto, el ensayo titulado “La presencia de la política nacional en la vida provinciana, pueblerina y rural” es el más interesante. Creo que allí es donde aparece por primera vez, para nuestra historiografía, la alusión muy pertinente de la obra clásica –y al tiempo todavía desconocida en nuestro medio- de Maurice Agulhon, La République au village. Allí, Deas desplegó dos destrezas que él supo administrar; su conocimiento profundo de los archivos del siglo XIX colombiano y su familiaridad con la historiografía que hasta entonces se había producido tanto en Colombia como en Europa relacionada con el problema de la formación de la nación.

Con su muerte se va yendo una generación de estudiosos extranjeros de nuestro país; mientras asoma una nueva con otras perspectivas y otros acumulados en sus trayectorias. Y nosotros, aquí, viendo cómo nos estudian señoras y señores que no nacieron aquí.

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