Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 28 de octubre de 2018

Pensar la educación, pensar el Estado



Pensar en educación pública universitaria es pensar en el Estado y en sus funciones primordiales en los tiempos contemporáneos, y el Estado ha sido precisamente uno de los asuntos menos o mal pensados por todos nosotros. Las derechas y las izquierdas coinciden, por razones diversas, en su desprecio al Estado. Los unos porque creen que el Estado es la talanquera para el libre mercado y la libre iniciativa empresarial; en nombre del neoliberalismo ha sido despreciado el Estado regulador y distribuidor de beneficios. Los otros porque creen que el Estado es un monstruo devorador de las libertades civiles y derechos humanos que sólo sirve para proteger los privilegios de las clases económicamente poderosas. Pero los unos y los otros han olvidado que lo mejor que ha sucedido en la historia de la educación superior, en América latina, se ha logrado como políticas estatales, con la intervención de un Estado con alguna suficiencia económica y, sobre todo, con la suficiente capacidad simbólica para generar dispositivos de hegemonía cultural, lo cual aterra mucho en los discursos posmodernos de nuestros días.
Pensar el Estado y su lugar en las sociedades latinoamericanas se vuelve prioritario; pensar en otorgarle el liderazgo en el diseño de modelos generales de la educación, de proyectos a mediano y largo plazo para garantizar sociedades con algún grado de uniformidad y cohesión colectiva. Pero eso es precisamente lo más difícil hoy en día, inculcar una percepción estatista de la vida en común, cuando nos hemos ido acostumbrando, por senderos aparentemente opuestos (a derecha e izquierda), a que el Estado sea una cosa casi inane que no produce ni aplica normas en ningún sentido de nuestras vidas y mucho menos en el campo variopinto, por no decir que caótico, de la educación en todos sus niveles.
Pertenecemos a una generación alimentada en el escepticismo frente al Estado y, quizás, entre las prioridades de cualquier fórmula educativa que se nos ocurra debamos empezar por recuperar la centralidad institucional del Estado. Y no solamente su centralidad, también su universalidad, su capacidad de producir ilusiones de comunión nacional. Nuestros Estados, que alguna vez cumplieron con mucha convicción un papel institutor de lo social, han ido disolviéndose en particularismos e individualismos que nos han hecho creer que nuestras sociedades tienen que aferrarse a las fórmulas selváticas del “sálvese quien pueda” o que se imponga el más fuerte en la competición cotidiana.
El caso colombiano es crudo en ese sentido. Un sistema universitario históricamente mixto ha ido creando las condiciones materiales e ideológicas para que se vaya imponiendo la lógica del lucro de los particulares en la oferta de la educación superior. Hoy, ese sistema mixto se ha vuelto notoriamente asimétrico, porque quienes representan el núcleo de instituciones de educación superior de origen privado (y en varios casos de vocación confesional) han cooptado el Estado para garantizarse el apoyo irrestricto a sus prioridades. Eso ha ido desdibujando la vocación del Estado y les ha permitido a empresarios y comunidades religiosas multiplicar, por lo menos, su apariencia inmobiliaria y sus servicios educativos.
Una de las muchas consecuencias de ese debilitamiento interno del Estado es la primacía de una burocracia del sector educativo proveniente de las influyentes y muy ricas comunidades religiosas y de grupos de empresarios. Y eso ha deformado la perspectiva del ministerio de Educación en beneficio de propósitos muy particulares. Rescatar al Estado, rescatar al ministerio de Educación en función de una perspectiva nacional, integradora, en beneficio del conjunto de instituciones de origen estatal que están dispersas por todo el territorio nacional, parece ser una de las prioridades en cualquier reforma educativa que se nos ocurra.


Pintado en la Pared No. 182

miércoles, 17 de octubre de 2018

Eduque, señor presidente Duque




Muchos en Colombia creemos que se cerró la página de la guerra del Estado contra la subversión armada y que empezamos a escribir las primeras líneas de una redefinición de prioridades en las políticas de gobierno. Por lo menos parece claro que ya no existe el pretexto de un conflicto armado para justificar la prelación del gasto militar. Estamos, se supone, en una transición repleta de ambigüedades, de indefiniciones en que muy buena parte de la sociedad colombiana clama por un cambio sustancial en la fijación de nuevas prioridades estatales. Muchos creemos que debe columbrarse el momento de la educación universitaria pública, porque por mucho tiempo fueron aplazados los necesarios proyectos de la democratización del acceso a las universidades públicas colombianas. A eso le hemos llamado, en los últimos días, la gran deuda histórica que el Estado colombiano tiene con la educación pública y, principalmente, con las universidades estatales que han padecido en las últimas décadas un evidente deterioro en su funcionamiento.
La mezquindad ha sido el sello distintivo de la educación pública en Colombia; pocos recursos para la infraestructura de las instituciones, bajas asignaciones presupuestales para la investigación, para la formación de doctores en todas las áreas, para capacitar maestros de la educación básica. En los últimos cuarenta años ha crecido, bajo la sombra de un Estado complaciente, el sistema de universidades privadas y eso ha implicado que la lógica del lucro se haya impuesto sobre las necesidades formar generaciones de investigadores y profesionales de alto nivel. El sistema de universidades del Estado ha dejado de ser competitivo y suficiente en muchos aspectos y eso evidencia una asimetría entre el tratamiento preferencial a las universidades privadas en desmedro de la promoción de una educación universitaria liderada por un Estado simbólica y financieramente fuerte.
El Estado ha ido tergiversando sus funciones; y en vez de ser garante de un sistema universitario público, ha enajenado su misión en el patrocinio y subsidio de universidades privadas que terminaron siendo bastiones del poder ejecutivo. Por tanto, se ha impuesto una doble discriminación: en la asignación de recursos y en el reclutamiento de profesionales para las acciones gubernamentales. Las universidades privadas bogotanas se han vuelto en las únicas aparentemente disponibles y capacitadas para proveer los miembros de los gabinetes ministeriales. Y aquí viene, en consecuencia, la discriminación siguiente: se ha establecido una cesura regional, una disimetría entre universidades privadas bogotanas y las universidades públicas regionales. Las universidades Externado, Andes, El Rosario, Javeriana (ancladas principalmente en Bogotá) usufructúan los grandes cargos en la dirección del Estado y proveen una mirada centralista y miope sobre los problemas nacionales. Las universidades regionales han ido quedando reducidas al recortado juego de las disputas locales por proyectos gubernamentales de bajo alcance.
El Estado ha sido, pues, acaparado por el centralismo de unas cuantas instituciones universitarias privadas que, con mucha dificultad, perciben la complejidad y variedad del país. De ahí que una de las tareas inmediatas consista en redefinir las prioridades de financiación del Estado y en la creación de una política de fomento de la educación universitaria según un sistema nacional de universidades públicas. Volver a poner el acento en lo público hace parte de la nueva agenda de un país que ha volteado la página del conflicto armado y que puede, por fin, pensar en políticas públicas de educación en todos los niveles.
El presidente Duque tiene la oportunidad histórica de anunciar una etapa nueva en la organización de un sistema estatal de enseñanza universitaria. Poner la educación superior en la agenda de prioridades organizativas del Estado colombiano puede guiarnos hacia una voluntad de otorgarle a la juventud las posibilidades de formación que no ha tenido; de permitirles a los artistas, a los escritores, a los humanistas, a los científicos sociales un ambiente propicio para la creación, el pensamiento, la investigación y la escritura.
Eduque, señor presidente Duque, eduque.  
Pintado en la Pared No. 181

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