Pensar en educación pública universitaria es pensar en
el Estado y en sus funciones primordiales en los tiempos contemporáneos, y el
Estado ha sido precisamente uno de los asuntos menos o mal pensados por todos
nosotros. Las derechas y las izquierdas coinciden, por razones diversas, en su
desprecio al Estado. Los unos porque creen que el Estado es la talanquera para
el libre mercado y la libre iniciativa empresarial; en nombre del
neoliberalismo ha sido despreciado el Estado regulador y distribuidor de
beneficios. Los otros porque creen que el Estado es un monstruo devorador de
las libertades civiles y derechos humanos que sólo sirve para proteger los
privilegios de las clases económicamente poderosas. Pero los unos y los otros
han olvidado que lo mejor que ha sucedido en la historia de la educación
superior, en América latina, se ha logrado como políticas estatales, con la
intervención de un Estado con alguna suficiencia económica y, sobre todo, con
la suficiente capacidad simbólica para generar dispositivos de hegemonía
cultural, lo cual aterra mucho en los discursos posmodernos de nuestros días.
Pensar el Estado y su lugar en las sociedades
latinoamericanas se vuelve prioritario; pensar en otorgarle el liderazgo en el
diseño de modelos generales de la educación, de proyectos a mediano y largo
plazo para garantizar sociedades con algún grado de uniformidad y cohesión
colectiva. Pero eso es precisamente lo más difícil hoy en día, inculcar una
percepción estatista de la vida en común, cuando nos hemos ido acostumbrando,
por senderos aparentemente opuestos (a derecha e izquierda), a que el Estado
sea una cosa casi inane que no produce ni aplica normas en ningún sentido de
nuestras vidas y mucho menos en el campo variopinto, por no decir que caótico,
de la educación en todos sus niveles.
Pertenecemos a una generación alimentada en el
escepticismo frente al Estado y, quizás, entre las prioridades de cualquier
fórmula educativa que se nos ocurra debamos empezar por recuperar la
centralidad institucional del Estado. Y no solamente su centralidad, también su
universalidad, su capacidad de producir ilusiones de comunión nacional.
Nuestros Estados, que alguna vez cumplieron con mucha convicción un papel
institutor de lo social, han ido disolviéndose en particularismos e
individualismos que nos han hecho creer que nuestras sociedades tienen
que aferrarse a las fórmulas selváticas del “sálvese quien pueda” o que se
imponga el más fuerte en la competición cotidiana.
El caso colombiano es crudo en ese sentido. Un sistema
universitario históricamente mixto ha ido creando las condiciones materiales e
ideológicas para que se vaya imponiendo la lógica del lucro de los particulares
en la oferta de la educación superior. Hoy, ese sistema mixto se ha vuelto
notoriamente asimétrico, porque quienes representan el núcleo de instituciones
de educación superior de origen privado (y en varios casos de vocación confesional)
han cooptado el Estado para garantizarse el apoyo irrestricto a sus prioridades.
Eso ha ido desdibujando la vocación del Estado y les ha permitido a empresarios
y comunidades religiosas multiplicar, por lo menos, su apariencia inmobiliaria
y sus servicios educativos.
Una de las muchas consecuencias de ese debilitamiento
interno del Estado es la primacía de una burocracia del sector educativo
proveniente de las influyentes y muy ricas comunidades religiosas y de grupos
de empresarios. Y eso ha deformado la perspectiva del ministerio de Educación
en beneficio de propósitos muy particulares. Rescatar al Estado, rescatar al
ministerio de Educación en función de una perspectiva nacional, integradora, en
beneficio del conjunto de instituciones de origen estatal que están dispersas
por todo el territorio nacional, parece ser una de las prioridades en cualquier
reforma educativa que se nos ocurra.
Pintado en la Pared No. 182