Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 18 de enero de 2011

Pintado en la Pared No. 46-La formación en la disciplina histórica en Colombia (4).

(Viene del No. 45)

“Lo difícil para la historia es más bien no explicar”. Paul Veyne en Cómo se escribe la historia.

No dejemos prosperar el equívoco. Hemos querido decir, hasta aquí, que el historiador no es solamente aquella persona que acumula documentos; tampoco queremos insinuar siquiera que el historiador debería dejar de visitar los archivos. Al contrario, el historiador necesita el archivo y se sentirá con frecuencia – y con razón- orgulloso de sus hallazgos. Siempre habrá algo por descubrir; algo colocado en el lugar equivocado, algo que vemos por primera vez. Algún documento que un albacea celoso permitirá que, por fin, lo leamos. Los historiadores rescatamos lo que se olvida, lo que se pierde, lo que otros quieren que no se sepa. Siempre aparecerá alguien con algo que nos sacude de los lugares comunes; entonces la vida de alguien, la obra de alguien, ciertos hechos los comenzaremos a ver de otra manera. Y entonces un historiador tendrá que acostumbrarse a resolver incertidumbres preliminares en cada documento que encuentre: quién lo dijo, quién lo escribió; cuándo y por qué lo dijo, cuándo y por qué lo escribió. Todo esto es crucial y hace parte de las batallas –no tan simbólicas- por imponer verdades; en un país en que es tan fuerte la muerte, el historiador se encarga de revivir algo o alguien; de hacer saber cuál fue la verdadera dimensión de un hecho, de un ser.

Pero, insistamos, el historiador no es solamente ese descubridor de fragmentos, de vestigios; no es un coleccionista de anécdotas en un precioso baúl. No es solamente un guardián de la memoria. El historiador construye interpretaciones; le da sentido, muchos sentidos, a lo que ha ido encontrando. Aquí estamos en un punto crucial en la formación del historiador; en el desarrollo de su capacidad para leer, para descifrar, para darle significados a algo. La interpretación es una conversación provechosa con los documentos. ¿Qué tan provechosa? Depende de la formación sentimental e intelectual del historiador. En todo caso, el silencio es imposible: los documentos dicen algo y algo escucha quien los lee; y quien los lee ya ha escuchado otras cosas, pocas o muchas, pero no llega silencioso a los documentos. El historiador es un individuo cultural e históricamente dotado y, a la vez, carente de muchas cosas; llega en un estado cultural, moral, político determinado a hablar con las voces que salen de los archivos. Agudo o romo, convencido o escéptico, apasionado o frío, dogmático o ecléctico, el historiador se enfrenta a algo que, inevitablemente, dice algo.

En un momento del mundo que parece arrastrarnos a un lenguaje pobre y uniforme, la interpretación es el refugio del ejercicio del criterio, la posibilidad de poner nuestro sello personal, nuestra opinión, nuestro sentido sobre algo. La interpretación compromete, es signo diferenciador, es polifonía y riqueza de matices. No querer interpretar es no querer pensar, es no querer decir algo, es no querer agregar nada. El historiador pregunta, inquiere, desentraña; intenta comprender, agrega sentidos, significados, explicaciones. ¿Cómo desprenderse de lugares comunes, sacudirse de prisiones historiográficas si no se parte de sospechas, si no se pone en tela de juicio todo lo que se ha dicho sobre algo?

La interpretación es un ejercicio de coherencia porque obliga a decir algo con fundamento. El historiador se vuelve, entonces, recursivo. Para dar sentido hay que recorrer muchos recovecos; establecer conexiones, otras conexiones que no se habían pensado y que pueden resultar determinantes en la comprensión de un acontecimiento. La riqueza y la innovación en la disciplina histórica, y en otras, proviene de la inventiva para interpretar. Es posible que los tratados de hermenéutica –hay muchos- nos brinden criterios generales, pero buena parte proviene de los resquicios de la imaginación, de la intuición, del sentido común. En fin, en la interpretación, el sujeto historiador se pone a prueba y, al tiempo, pone a prueba lo que otros sujetos han interpretado. Es creador de un hecho cultural y ese hecho cultural informa del estado intelectual del historiador y de su época. Inevitable citar a una autoridad en el asunto; decía Hans-Georg Gadamer: “En realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros los que pertenecemos a ella” (Gadamer, 1993:344).

Queda preguntarse: ¿Cómo se forman historiadoras e historiadores para la interpretación? Mejor: ¿cómo acostumbramos a leer, a descifrar, a dar sentido? Eso exige ciertos cambios sustanciales en contenidos y formas de los currículos universitarios; implica crear asignaturas pero, sobre todo, posturas.

Ahora bien, la interpretación tampoco es suficiente para definir del todo a un historiador; es un momento importante de un proceso, pero no lo completa; porque luego viene otro desafío, el de la escritura. Todo el camino recorrido culmina en un relato, en una enunciación. En la elección de una estrategia argumentativa, en la creación de una ilusión de realidad. Acto complementario y culminante, el de la escritura. La conciliación difícil de verdad e invención; una afirmación de la distancia con respecto a un hecho mediante algo que crea una ilusión de aproximación a lo que ya no existe. Una escritura que hoy, además, puede ser plural, la del creador de viñetas, la del narrador oral, la del escritor ceñido a moldes de la escritura académica, la del historiador que se inspira en recursos novelescos. Este difícil corolario de un proceso merece ser examinado en la siguiente entrega de Pintado en la pared.

Hasta luego, Gilberto Loaiza Cano

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