Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

jueves, 14 de diciembre de 2023

Pintado en la Pared No. 305

                                                    Censura y escritura

El 14 de noviembre de este año que termina, luego de haber publicado dos días antes mi columna titulada La peligrosa culpa alemana (No. 303), sufrí un hackeo que eliminó momentáneamente mi blog. Alguien ingresó en mi dirección electrónica y tuve dificultades para reabrirla, luego quise ver mi blog y sólo encontré el anuncio “blog eliminado”. La desaparición del blog significaba la pérdida de casi 15 años de escritura, desde los primeros números escritos en diciembre de 2008. Alguien -un individuo o una agrupación o una institución- decidió borrarlo. No decidió cuestionar alguna opinión mía, ni controvertir ni simplemente comentar. La decisión fue proceder a la eliminación completa de esta hoja suelta.

Por fortuna, la red de internet posee mecanismos de salvaguarda de la información y pude recuperar un archivo del blog que llegaba hasta el año 2022. Logré, además, escribirle a Google como si le escribiese una carta al señor propietario del universo. En la breve carta le preguntaba a nuestra divinidad ¿por qué había sido eliminado mi blog y cómo podía restablecerlo? Al día siguiente, el blog reapareció completo. El aprendizaje básico de este trance de censura fue la elaboración de un archivo propio. Nunca se me había ocurrido almacenar mis escritos, porque creí que el mejor archivo era el blog mismo. La moraleja del asunto es que no puedo pensar así, el mundo virtual es vulnerable y censurable. Podemos ser objeto de eliminación rotunda sin aviso previo.

Esa circunstancia me ha puesto a pensar en el acto de escribir y, sobre todo, de escribir mis opiniones. He vivido en un medio en el que poco se opina y poco se escribe. Quizás nuestro medio le teme a tener opiniones y, si las tenemos, las expresamos en susurros, en lenguajes cifrados, en frases llenas de eufemismos y circunloquios. Toda una paradoja, el profesor universitario, se supone, es un individuo con acceso privilegiado a información de toda índole. Puede conocer de primera mano la historia de su disciplina científica, puede conocer los debates internos de su campo de conocimiento y puede formarse un juicio al respecto y colocarse en algún lugar en las discusiones entre sus pares. En alguna circunstancia, en los simples rituales de su comunidad científica, tendrá que decir “estoy de acuerdo” o “estoy en desacuerdo” con los postulados de alguna autoridad magisterial.

Al profesor universitario le queda fácil ser ciudadano del mundo. Puede y debe aprender varios idiomas, leer las revistas especializadas, las publicaciones cotidianas de uno u otro país. Tendrá alguna idea acerca de lo trascendente, seguirá o cuestionará alguna tradición de creencias religiosas, tendrá adhesiones pragmáticas o doctrinarias a una secta, a un partido político, a una institución de caridad. Esas acciones, por sí mismas, ya son opiniones acerca de algo, son posiciones asumidas con algún grado de meditación. Y en algún momento de nuestras vidas tendremos que replantear esas acciones y elecciones. Una vida sin dudas, sin retractaciones, sin cambios de opinión es una línea recta en geometría, pero es algo imposible en la vida real. La vida es algo sinuoso, cambiante y hasta imprevisto.

De modo que opinar debería ser el ejercicio natural de quienes hemos tenido un acceso privilegiado a los muy diversos legados del conocimiento. Decir lo que pensamos es apenas una prolongación de nuestro modo de estar en el mundo. Por eso me parece tan incomprensible la dificultad de pensar, de formarnos un juicio acerca de algo y de expresarlo. Ese es el primer acto de censura que bloquea nuestras vidas, esa es la peor censura; no querer decir, no poder decir algo, no ser capaz de situarnos en el mundo. Como si temiéramos ser visibles, como si deseáramos pasar completamente inadvertidos, como si nuestra única y verdadera misión en la vida es reproducir, prolongar creencias, hábitos, costumbres.  

La otra censura, la que otros puedan ejercer sobre nosotros, es más circunstancial, es una derivación posible de una conversación. Para mí, escribir esta hoja suelta desde fines de 2008 ha sido una conversación en que he hallado afinidades, réplicas, correcciones, algunos desprecios. La escritura de este blog ha sido mi propio ejercicio de comprensión del mundo; en muchas ocasiones, ha sido una prolongación didáctica del magisterio recluido en un salón de clase. Ha servido para explorar ideas que necesitan algún pulimento, como cuando necesitamos definir los contornos de una vaga imagen. Nunca se me ha ocurrido que sirva para persuadir o disuadir, oficios inútiles entre los seres humanos. Escribir es la impotencia de no poder hacer. Escribir sólo insinúa la posibilidad de algo.

Amigas y amigos lectores de Pintado en la pared, seguidores de muchos años, censores y adversarios de mis pobres opiniones, para todos mis mejores deseos en el 2024.

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