Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 24 de abril de 2019

Dicen que hay un muerto en la calle




Es penumbra, es noche de ciudad, puede ser Bogotá, Cali o Medellín, ciudades colombianas grandes, sucias, horribles. Esa penumbra es silenciosa, quizás algunos goteos, quizás llovizna. Poco o poco se oyen pasos que se acercan; al inicio son pasos tranquilos de una sola persona. Es un hombre, sin duda. Luego se oyen otros pasos a lo lejos. El primer caminante se inquieta, su sombra se proyecta en alguna parte, se ha detenido a mirar hacia atrás y comienza a correr; la carrera inicia muy lentamente y va creciendo. Pasa otra sombra que lo sigue, es otro hombre y lleva un arma de fuego y de inmediato asoma otra sombra masculina, también con arma en la mano. Ya no se escucha solamente el golpeteo de los pies en el suelo, se escucha una respiración jadeante, titubeos en la carrera. El hombre perseguido se detiene, respira con dificultad, se alcanza a ver que se dobla un poco por el cansancio, pone sus manos sobre sus piernas, vuelve a mirar hacia atrás y emprende la carrera, pero tropieza con algo. No, tropieza con alguien, con uno de sus perseguidores; ha quedado en medio de los dos hombres armados. Gime algo, grita algo poco inteligible; tal vez una súplica. Se pone de rodillas y ambos hombres le disparan varias veces, emprenden la huida. Mientras huyen y los pasos se alejan, poco a poco la calle se enciende. Luces en algunas ventanas, algunas cabezas asoman al correr las cortinas. Murmullos, exclamaciones. Varios ojos miran un bulto en el suelo rodeado de un charco de sangre.

-       - “Parece un muerto”.
-       - “Oí unos disparos”.
-       - “Allá van corriendo unos hombres”.
-       - “¿Quién será?”
-       - “Hijo, no abra la ventana”.
-       - “Volvamos a la cama”.
-       - “Bajemos a mirar”.
-       - “Parece que mataron a alguien”.

Se oye que una puerta se abre, luego alguien grita. Es un grito femenino:

- “¡Ay, no, es un muerto!”.
- “¿A quién mataron?”

La puerta se cierra fuerte. La luz crece e ilumina el cadáver, alcanzan a verse las extremidades y una cabeza sangrante, no se ve rostro debido a la sangre. Se ilumina la calle y su profundidad, las casas, edificios de apartamentos, al fondo un paisaje de rascacielos y montañas que hace reconocible la ciudad. Hay sombras en las ventanas, algunas gentes en balcones, no han de faltar perfiles y ruidos de perros y gatos. Un tumulto se va formando alrededor del cadáver, a lo lejos el ulular de una sirena y el ruido de un helicóptero. Aparece un carro de la policía, llega después una ambulancia, el cadáver es cubierto con una sábana. 

La escena se desvanece y se regresa a la penumbra hasta llegar a una oscuridad completa. Vuelve una luz tenue, esta vez es una habitación. Un niño de unos ocho años está entrando en la habitación de sus padres; allí sólo duerme la madre. La madre se sienta soñolienta en la cama y pregunta:

-       - “¿Qué pasa, hijo?”.
-       - “Mamá, dicen que hay un muerto en la calle”.

Del rostro de la madre va emergiendo un gesto de comprensión de aquellas palabras y luego, muy lento, de horror, sus manos buscan cubrir el rostro. El gesto queda paralizado en una fotografía de gran dimensión. La fotografía deriva en póster o afiche o cartel con el título Dicen que hay un muerto en la calle
"La tragedia va a comenzar", anuncia una voz solemne y suave a la vez.

(Se cierra el telón; alguien, al frente de la sala, ordena aplaudir).

Pintado en la Pared No. 194.



Modelos historiográficos (6)



Leer para escribir

Los buenos libros de historia tienen una estructura narrativa que es, a la vez, una estructura argumentativa. La sintaxis general de la obra no es asunto baladí entre las obras clásicas. El modo de iniciar un capítulo, la organización de las partes, el modo de concluir, todo eso está laboriosamente concebido y expuesto. Las citas son elegidas y puestas en los lugares adecuados para saber decir algo con cierto énfasis que puede perderse si la cita va en otro lugar.

En el caso de El Mediterráneo de Braudel, las elecciones narrativas son derivación de haber pensado y manipulado el tiempo. Tanto que podemos decir que la estructura de la narración buscó corresponder, y así lo explica el autor, con estructuras temporales. Braudel, en la introducción y en otros ensayos, nos ilustró sobre las cesuras temporales y sus efectos en los procedimientos narrativos. La larga duración era una estructura temporal que corresponde a cambios lentos, casi imperceptibles, y que están relacionados con la narración de las mutaciones del espacio y de su relación con el hombre. Esa es la primera parte determinante de su gran obra. Luego vienen la mediana y la corta duración. Cada una de esas estructuras temporales piden unos énfasis narrativos que el historiador francés supo construir en una trama que sirve hoy de guía para quien quiera escribir en todas o en alguna de esas escalas temporales.

Algo semejante puede decirse de otro clásico, La formación de la clase obrera en Inglaterra, de Edward P. Thompson; el historiador inglés nos ha dado en ese otro gran modelo historiográfico el muy buen ejemplo de cómo se narra el proceso de cambio en una transición, de cómo se describe la transformación dentro de una coyuntura que, en este caso, va de 1750 a 1830 y que corresponde con el paso del mundo artesanal al mundo de la fábrica durante la revolución industrial.

Cada objeto de estudio historiográfico pide un modo de narrar, un orden en la exposición, la disposición de ciertos recursos de persuasión, el uso de determinados tiempos verbales y de determinadas formas pronominales; eso tiene que captarlo cada investigador. Y, luego, un lector acucioso, en formación dentro de los vericuetos del oficio, sabrá detenerse en el aprecio de esos detalles y podrá conversar con el autor e, incluso, sabrá reclamarle acerca de incoherencias. Una buena lectura podrá sugerir otro orden narrativo y ese ejercicio es el inicio de una escritura, eso hace que el lector o la lectora sienta la posibilidad de escribir un buen libro de historia. Algo que hace mucha falta entre nuevas generaciones de historiadores e historiadoras.

Pintado en la Pared No. 193


jueves, 11 de abril de 2019

Modelos historiográficos (5)


Leer y releer a Fernand Braudel.

La comunidad de historiadores e historiadoras es tan abierta como la disciplina misma. Acepta conversar incluso con disciplinas o ciencias muy distantes. Eso lo hace a riesgo de desdibujarse, de dejarla sin fronteras o puntos de referencia o paradigmas; y tanta gentileza de la Historia les ha hecho creer a algunos que es muy fácil volverse historiador o historiadora, de la noche a la mañana. Por eso, uno de los desafíos en la formación de historiadores es que lean modelos de investigación y escritura de la Historia y, en medio de la liviandad que tiende a imponerse en estos días, se vuelve cada vez más apremiante el retorno a unos clásicos que son, para las gentes de hoy, toda una aventura exótica. Unas lecturas raras.

Veo que muy pocos leen y hacen leer a Fernand Braudel y su Mediterráneo. La sola proporción de dos tomos intimida y entonces vuelve fácil tomar la decisión de evadirlo. Grave error que cometen los prospectos de historiadores e historiadoras y los colegas que pretenden enderezar a esos prospectos; error en que incurren también los geógrafos y los presuntos historiadores ambientales, tan abstraídos y tan desprovistos de cultura historiográfica. Precisamente, el libro de Braudel nació y creció con la convicción de una integración de las ciencias humanas, fue la inspiración de una “historia totalizante” por abarcadora, por aglutinadora. Si hay un ejemplo laborioso y difícil de superar del estudio de la relación entre el espacio y los seres humanos es, precisamente, este libro que hace la “biografía” del mar Mediterráneo en tiempos de Felipe II.

El libro de Braudel enseña varias cosas elementales que, por serlo, merecen el justiprecio. Hay una que es necesario destacar y ponerla de presente entre los jóvenes que ingresan con mucho entusiasmo a las universidades y entre esos veteranos ingenuos provenientes de otras ciencias; El Mediterráneo de Braudel es un ejemplo de paciencia y lentitud, valores que el ritmo de la competición contemporánea ha ido desahuciando. La obra del historiador francés enseña que un objeto de estudio es una elaboración lenta, nutrida de conversaciones interdisciplinares; que tan solo decidirse por un asunto y una perspectiva es un grueso problema que necesita depuración. Enseña, enseguida, que la investigación histórica es también un largo proceso de visita a archivos, de conocimiento de otras lenguas; y, luego, la escritura es una elección narrativa que también toma su tiempo de definición. El libro de Braudel tomó unos veinte años, algo que para cualquier tecnócrata actual del conocimiento es todo un desastre. En fin, el libro de Braudel es un mensaje de subversión de lo que hoy se ha impuesto como investigación en la ciencia histórica. Nos hemos acostumbrado a objetos de estudio pequeños, de fácil y rápida concepción, de fácil y rápida solución que quedan reducidos a ensayos de revistas especializadas y, acaso, a un poco más de un par de centenas de páginas.


Y enseña otra cosa entre tantas; muy consecuente con lo anterior, el libro de Braudel está hecho de conversaciones. Sin entrar en detalles de lo que esa obra contiene, desde la elección de un objeto de estudio y de una trama narrativa, pasando por la reflexión sobre el tiempo histórico, todo el libro es el resultado del diálogo con oficiantes de otras disciplinas: la geografía, la economía, la filosofía, la sociología, la antropología, entre otras. Hoy sigue reclamándoles a los nuevos oficiantes que se integren en la conversación y, para lograrlo, habrá que empezar por leerlo, aunque nos haga “perder el tiempo” con su aspecto mamotrético. Leer y releer a Braudel en estos tiempos es recuperar uno de los sentidos básicos de la ciencia histórica, la elaboración lenta de problemas y respuestas que culminan en grandes obras. Grandes por extensas, por exhaustivas, por determinantes.

Pintado en la Pared No. 192

domingo, 7 de abril de 2019

Los nombres del gato asesino




Es un macho persa de rostro sombrío cuyo maullido nocturno acaba por espantar a las hembras más ingenuas. Su cuerpo reúne peores antecedentes, su cola fue mutilada y exhibe unos testículos prominentes. Su verga ha destrozado los genitales de varias hembras que han muerto desangradas luego de una penetración despiadada. Cuando era joven y de mirada esplendorosa, hombres pervertidos le amarraron, le introdujeron un palo de escoba en el ano, le amputaron la cola y lo iban a quemar mientras el cuerpo giraba en una vara. Logró liberarse y desde entonces camina con renguera en la pata trasera izquierda y con cicatrices de las quemaduras en las orejas.

Desde entonces prometió vengarse. Lo adoptó una dulce anciana que no sabe nada de sus andanzas nocturnas. Todas las noches sale, luego de que su protectora se ha dormido mientras mira la televisión, y regresa silenciosamente todas las madrugadas. Se volvió con el tiempo una mezcla de mascota y cómplice de una banda de asesinos. Los acompaña en sus fechorías, les sirve de campanero y mensajero. Tuvo para su vida un episodio glorioso; logró llevar a su banda hacia uno de los hombres que lo había torturado y aprovechó el asalto para treparse en su cuello y enterrarle sus colmillos hasta degollarlo. Desde entonces ganó respeto en la banda y se convirtió para ellos en una mezcla de amuleto y socio. Lo esperan para deliberar, le reservan una silla mullida y lo llevan en carro por la ciudad. Al principio lo veían como un curioso animal deforme y ahora tiene para ellos el aire de un astuto gato asesino.

Es gato de tres nombres que sabe diferenciar. El primer nombre de su juventud, que ahora le parece deleznable, fue Monín, impuesto por el niño que lo recibió como regalo. Luego de padecer el abuso y abandono, la nueva protectora decidió llamarlo Jonás. Sus compañeros de banda se tomaron su tiempo para discutir el nombre de quien, al principio, era un intruso que los seguía en sus andanzas y que luego se volvió una compañía incuestionable. El jefe de la banda, un expolicía de alto rango, propuso que merecía el nombre propio de un humano, porque no era un gato cualquiera. Después de varias noches de deliberaciones decidieron que merecía llamarse Álvaro o Adolfo. El gato se acomodó fácilmente a los sonidos del primero.

Pintado en la Pared No. 191.

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