Leer para escribir
Los buenos libros de historia tienen una estructura
narrativa que es, a la vez, una estructura argumentativa. La sintaxis general
de la obra no es asunto baladí entre las obras clásicas. El modo de iniciar un
capítulo, la organización de las partes, el modo de concluir, todo eso está
laboriosamente concebido y expuesto. Las citas son elegidas y puestas en los
lugares adecuados para saber decir algo con cierto énfasis que puede perderse
si la cita va en otro lugar.
En el caso de El
Mediterráneo de Braudel, las elecciones narrativas son derivación de haber
pensado y manipulado el tiempo. Tanto que podemos decir que la estructura de la
narración buscó corresponder, y así lo explica el autor, con estructuras
temporales. Braudel, en la introducción y en otros ensayos, nos ilustró sobre
las cesuras temporales y sus efectos en los procedimientos narrativos. La larga
duración era una estructura temporal que corresponde a cambios lentos, casi
imperceptibles, y que están relacionados con la narración de las mutaciones del
espacio y de su relación con el hombre. Esa es la primera parte determinante de
su gran obra. Luego vienen la mediana y la corta duración. Cada una de esas
estructuras temporales piden unos énfasis narrativos que el historiador francés
supo construir en una trama que sirve hoy de guía para quien quiera escribir en
todas o en alguna de esas escalas temporales.
Algo semejante puede decirse de otro clásico, La formación de la clase obrera en
Inglaterra, de Edward P. Thompson; el historiador inglés nos ha dado en ese
otro gran modelo historiográfico el muy buen ejemplo de cómo se narra el
proceso de cambio en una transición, de cómo se describe la transformación
dentro de una coyuntura que, en este caso, va de 1750 a 1830 y que corresponde con
el paso del mundo artesanal al mundo de la fábrica durante la revolución
industrial.
Cada objeto de estudio historiográfico pide un modo
de narrar, un orden en la exposición, la disposición de ciertos recursos de
persuasión, el uso de determinados tiempos verbales y de determinadas formas
pronominales; eso tiene que captarlo cada investigador. Y, luego, un lector acucioso, en formación dentro de los vericuetos del
oficio, sabrá detenerse en el aprecio de esos detalles y podrá conversar con el
autor e, incluso, sabrá reclamarle acerca de incoherencias. Una buena lectura
podrá sugerir otro orden narrativo y ese ejercicio es el inicio de una
escritura, eso hace que el lector o la lectora sienta la posibilidad de escribir un buen libro de historia. Algo que
hace mucha falta entre nuevas generaciones de historiadores e historiadoras.
Pintado en la Pared No. 193
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