Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 2 de agosto de 2016

Pintado en la Pared No. 144

El tren

En Colombia hubo recientemente un largo paro de conductores de tractomulas. En los últimos veinte años, el paro de los transportadores de carga ha sido recurrente; mientras tanto, ese tipo de transporte ha tenido un crecimiento exorbitante, por no decir que descontrolado. Un país con pocas vías de comunicación terrestre, saturadas por camiones que han adquirido, de hecho, la exclusividad del uso de unas vías todavía precarias, necesita desde hace muchos años replantear sus prioridades sobre los medios de transporte más adecuados. Sin embargo, a pesar de una situación tan apremiante, no aparece en la agenda de nuestros economistas y dirigentes políticos una búsqueda de alternativas más racionales y eficientes para el transporte de carga. Es cierto que en los últimos años ha habido un gran esfuerzo por ampliar la red vial del país; pero sigue siendo ostensible la asimetría entre el volumen de vehículos de carga y la cantidad y calidad de nuestras carreteras.

Precisamente, durante el largo paro hubo debates y reflexiones por todos los medios de comunicación y los especialistas en economía invocaron, con insistencia, los principios de la racionalidad económica para persuadir a los dirigentes del paro camionero más largo que ha tenido el país. La racionalidad proviene, decían los economistas, de las leyes del mercado. La competitividad, por ejemplo, fue una invocación constante; hay que buscar soluciones competitivas para el transporte de carga en Colombia, afirmaron con frecuencia. Sin embargo, nunca invocaron o evocaron en sus exhortaciones a nombre de la racionalidad la importancia del tren como el medio quizás más eficiente (y racional) para el transporte rápido de altos volúmenes de carga.

La dirigencia política y técnica de Colombia olvidó la eficacia del tren que alguna vez atravesó amplias zonas de nuestro paisaje. La historia contemporánea de Colombia refiere que alguna vez el tren fue para ingenieros, economistas y políticos en general el gran símbolo del progreso. Alrededor del tren se construyó una épica de la inserción del país en la economía mundial. Su belleza metálica fue exaltada por poetas e inspiró crónicas sobre los nuevos hábitos colectivos. Gente reunida en estaciones, viajeros que podían leer sentados, la brisa que arrullaba aquellos rostros que contemplaban el paisaje. El país que vivió con el tren ha ido despareciendo y sólo quedan algunas edificaciones vetustas que hablan de un lejano esplendor.

Los análisis presuntamente racionales de nuestros economistas no alcanzan a evocar la importancia del tren, ni siquiera atisba un cálculo simulado al respecto; nuestra dirigencia política, que ha vivido o visitado tantos lugares del mundo, debería saber de los beneficios mercantiles del transporte por las vías férreas. Es cierto que hubo, en tiempos recientes, una tentativa fallida para recuperar viejas rutas del tren; pero la rápida muerte de esos proyectos (por ejemplo, entre Cali y Armenia) habla de las pocas convicciones de quienes inauguraron el hecho –recuerdo que hubo discurso entusiasta del presidente Santos- y de las pocas energías desplegadas para sacudirnos de algo tan irracional como el montón de camiones que aplasta el débil asfalto colombiano a un promedio de veinte kilómetros por hora.

La historia contemporánea de Colombia enseña que en el corazón del siglo XX, por intereses económicos poco racionales, el tren fue desahuciado; algo semejante sucedió con el tranvía. Y el metro sigue siendo para nosotros una quimera. Los vínculos comerciales con Estados Unidos privilegiaron la apertura de un mercado para llenar al país de automóviles y camiones que no caben ni en nuestras ciudades ni en nuestras carreteras. Si la racionalidad económica fuese una auténtica premisa para obrar en beneficio del bienestar colectivo, nuestras ciudades serían hoy menos feas y estarían menos atascadas. En ese país nuevo que estamos intentando soñar, en esa aún imaginaria nueva etapa de la vida colombiana, debe haber un lugar primordial para el tren y otros medios modernos de transporte masivo. Y sospecho que para lograr eso no contaremos con la presunta racionalidad de nuestros economistas y dirigentes políticos, al contrario.



Pintado en la Pared No. 143-La investigación en ciencias humanas (IV)

Más allá de un problema de investigación
Hallar un problema de investigación, saber formularlo y medianamente resolverlo suele ser parte de la rutina universitaria y deja como resultado un montón de monografías de pregrado de calidad muy desigual; unas merecen ser consultadas con alguna recurrencia, otras pasarán rápidamente a los anaqueles del olvido. Hasta el propio autor olvidará que alguna vez se interesó por un asunto más o menos minúsculo que le provocó algunas dificultades para graduarse en la universidad.
Uno puede hallar su problema de investigación como una actividad rutinaria y obligatoria que permite cumplir con algunas condiciones impuestas por las universidades; pero puede suceder que el problema de investigación lo halle a uno y se establezca una conversación que podrá prolongarse por mucho tiempo, más allá del cumplimiento de un trámite formal para obtener un título universitario.
A veces olvidamos que puede suceder que el investigador haga su problema de investigación  y que el problema haga al investigador. Este encuentro se vuelve crucial, aunque pocos lo perciban. Adoptar un problema de investigación puede entrañar una experiencia decisiva para buena parte del destino de un investigador. La adopción de un problema de investigación puede ser el inicio de una trayectoria definida y, por tanto, la construcción de la propia personalidad del investigador. En este mundo de la hiper-especialización, la elección de un problema de investigación es entrar en un microcosmos disciplinar, comenzar a hacer parte de una conversación en una comunidad científica muy particular.
Un problema de investigación escogido en un arduo proceso reflexivo puede significar, además, el inicio de un largo y sinuoso camino cuyos resultados y satisfacciones no se verán ni pronto ni todos los días. Un problema es una continua y prolongada conversación que forja la personalidad del investigador, lo somete a desafíos, a carencias, a debates, a derrotas y a pequeñas o grandes glorias, al reconocimiento momentáneo de sus hallazgos. Un problema es, muchas veces, la punta de un iceberg, un pretexto para agregar consecuentes y nuevas preguntas que necesitan alguna respuesta nuestra. Investigar, así, se vuelve un compromiso permanente en que cada día contiene una pequeña aventura.
Un verdadero investigador se descubre en esta situación. Si ha escogido un problema para salir del paso, para cumplir con un rito de la academia universitaria, para complacer las exigencias de un profesor, para no desentonar en un grupo, pronto abandonara su preocupación porque fue superflua. Una convicción débil está acompañada de una curiosidad muy superficial; allí no hallaremos nada sistemático ni permanente; estaremos ante alguien cuyas preocupaciones serán efímeras y sus aportes científicos muy discretos, por no decir que mediocres.
Un verdadero investigador se pule en las asperezas de cada día, quizás sin saber del todo en el lío que se ha metido. Llegará el momento en que comprenda que ha tomado una decisión definitiva para su vida, que cada avance lo ha comprometido y luego verá que su hoja de vida comienza a contener una personalidad; el investigador se ha vuelto especialista en algo muy determinado, está inmiscuido en una competencia entre amigos, enemigos y colegas. Varias veces habrá pensado en evadir su situación, en dedicarse a otros menesteres; sin embargo, su nombre propio ya es inseparable de un área de estudios y se sentirá irremediablemente atrapado.
Esas situaciones parecen muy raras, casos excepcionales que nutren muy de vez en cuando un microcosmos disciplinar; creo que no es así. Los casos son frecuentes y revelan personalidades jóvenes y talentosas; su impulso suele ser un reto para un sistema de investigación muy precario, como el nuestro. De modo que lo más posible es que muchas trayectorias investigativas queden truncas o forjadas en condiciones muy adversas. Todo ese entusiasmo de jóvenes investigadores se vuelve rápidamente amargura de decepción. Entonces del entusiasmo se tiene que pasar a la obstinación, a la pertinacia. Ese es otro aditamento, casi inesperado, en la formación de un investigador.    

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