Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 28 de noviembre de 2017

Pintado en la Pared, No 170

Seguimos con los relatos breves de nuestro amigo, el joven escritor Jean-Pierre Velasco (traducción libre de G.L.C) 

Fragmento 12.


Philippe se suicidó a los 23 años, se colgó del techo del baño, dentro de su habitación. Tardaron un par de días en hallarlo suspendido de una soga; su padre, desesperado, descendió el cuerpo con mucha dificultad. Siempre contaba eso llorando: “tuve que cargar en mis hombros a mi hijo muerto. No podía soportar verlo así”. Desde aquella terrible noticia las miradas se dirigieron a mí. Padres y hermanos de Philippe habían creído que yo era su amante o su novio y, por tanto, responsable de su fatal decisión. En realidad, Philippe y yo éramos un par de idiotas tímidos que vivíamos enamorados de mujeres inalcanzables. Y andábamos siempre juntos hablando de nuestra fealdad y nuestros sueños eróticos. Yo supe de los posibles motivos de suicidio muchos años después, casi veinte, cuando en Nancy me encontré con Therese, uno de los amores platónicos de Philippe. Therese había sido compañera nuestra en los últimos años del liceo, en París. Era una de las bellezas más pretendidas, además de bella era una talentosa intérprete del piano. Los años de conversatorio la convirtieron en una maestra de piano muy reconocida y se fue a enseñar en una escuela de Nancy, mientras hacia parte de la orquesta sinfónica. En Nancy se casó y fue, quizás, esa noticia la que desalentó al pobre Philippe. Therese y Philippe tuvieron correspondencia, interrumpida poco antes del suicidio, eso lo pude confirmar con la misma Therese en nuestro casual encuentro en un concierto que ofreció en Strasbourg, en 2012. Seguía siendo bonita y fina en sus modales. Se conmovió al saber del suicidio de Philippe y sentí que había sido poco delicado al decirlo. Me invitó a su casa, cenamos con su esposo, y luego me mostró el último par de cartas. Si aun vivieran los padres de Philippe, les hubiese llevado aquellas cartas como un trofeo, porque siempre me consideraron como el amante funesto de Philippe.  

sábado, 18 de noviembre de 2017

Pintado en la Pared No. 169-Fragmentos de vida

Jean-Pierre Velasco es nuestro joven novelista francés invitado (traducción libre de G. L. C)

Fragmento I.
¿No han notado ustedes que hay momentos de nuestras vidas que han pasado borrosos frente a nosotros, como si no hubiésemos estado ahí, pero sí estuvimos, como si hubiésemos permanecido distraídos por cosas más importantes y, luego, algo nos detiene y nos hace retornar hacia una colección de instantes que no tuvieron importancia y que, súbitamente, han ganado su rostro fijo y nítido? Eso me ha sucedido mirando fotos de mi hija. Una vez fui al colegio a recoger las fotos del álbum del final de año y en el paquete de fotos de todos los muchachos no veía a mi hija, no la encontraba. Llegué a pensar que mi hija nunca había asistido a las sesiones fotográficas; pasé y repasé los paquetes y separé un sobre de alguien que, me preguntaba, “¿será ella?”. Sin mucha convicción llevé a mi casa esas fotos de alguien que no sabía bien si era mi hija o no de doce años. En la casa pude confirmar, con la rara mezcla de mortificación y alivio, que sí era ella. Ese día aprendí algo terrible, había dejado de ver a mi hija durante varios años, ella se había escapado de mí. Había dejado de estar con ella en los instantes diarios, pequeños, de la vida cotidiana. Entre los siete y doce años mi hija se había escapado de mis ojos. Al reconocerla esforzadamente en aquel registro fotográfico descubrí que había estado en otra parte, haciendo otras cosas en que mi hija no había tenido cabida.

¿No les ha pasado algo semejante a ustedes con sus hijos o sus padres o sus amantes? La cercanía del lecho o de las habitaciones no nos asegura nada. La vida íntima está hecha con retazos de momentos vividos; no se hace con ausencias o abstracciones. Yo no me había ido de la casa en ese tiempo ni mi hija tampoco, pero cada uno se había hundido en unas malditas rutinas de separación. Ella, sumergida en la vida escolar de doce o más horas; yo, en mi empleo de oficina, viajes de trabajo, reuniones interminables, noches de escritura. Esos paréntesis son tragedias, muertes acumuladas, olvidos que luego pagamos con miradas que parecen hachazos. Todo esto empezamos a entenderlo cuando el amante duda en darnos el beso acostumbrado o cuando nuestra hija lanza el cuaderno contra la ventana y grita su odio al mundo del colegio o cuando nuestra madre ha dejado de visitarnos. Nos hemos ido muriendo mientras intentamos vivir una vida que no es la nuestra. Y habíamos creído que hacíamos muy bien las cosas, pero para quién. 

Pintado en la Pared No. 168-La crítica histórica


En Colombia nos quejamos de la casi inexistencia de los críticos literarios; la queja puede extenderse a la casi nula crítica histórica. Al austero paisaje de novedades librescas en la historiografía colombiana le sigue la pobre actividad crítica que ejercemos nosotros mismos. Eso puede indicar varias cosas; una, inmediata, es que nos leemos muy poco, por no decir que nos ignoramos con holgura. Hay cierto desinterés informativo y formativo, poco deseo de ser curiosos y, luego, exhaustivos. La otra, también posible o complementaria de la anterior, es que somos una pequeña comunidad científica muy condescendiente, tememos herir susceptibilidades, perder la amistad de los colegas. Por esto último, la comunidad de historiadores ejerce una muy débil autoridad a la hora de examinar aquello que puede ser considerado aporte original, contribución a una tradición. Aún más, somos pobres en ejercicio del criterio y entonces aceptamos que cualquier cosa de calidad dudosa tenga un brillo innecesario. O, al revés, que una obra valiosa se pierda, como decía una novia añeja, en la bruma de la nada.
Esa pobre crítica tiene repercusiones. Se destaca en las muy débiles y esforzadas secciones de reseñas de nuestras revistas especializadas. Pero también se destaca en la impunidad consentida con que algunos colegas pueden recurrir a formas fraudulentas de escritura sin ninguna sanción de la comunidad a la que pertenece. En algo más se hace notoria esta deficiencia nuestra: hace rato no tenemos debates historiográficos; ¿entre quiénes podemos tener una didáctica discusión sobre alguna obra en particular, sobre una tendencia interpretativa, sobre un método de dudosa eficacia? Sobre nada discutimos hace rato. Del mismo modo que no debatimos tampoco exaltamos a alguien en particular ni rendimos homenaje. Nos está faltando, quizás, llegar a una etapa profesional e institucional mayor; es probable que todavía estemos a mitad de camino en la adquisición de una mayoría de edad colectiva.

¿Cuántas reseñas de libros anuales escribimos los historiadores colombianos? ¿Cuántas reseñas les exigimos semestralmente a nuestros estudiantes? Ese género breve, argumentativo, sintético y punzante ha perdido encanto. Las conversaciones alrededor de un libro o de un autor han quedado reducidas a la simpleza y obviedad. A nuestros estudiantes, si acaso logran leer libros completos, les queda difícil luego escribir más allá de resúmenes o parafraseos anodinos. Allí hay otro gran desafío formativo. 

Pintado en la Pared No. 167-Los libros de Historia en Colombia


La profesora Maritxa Lasso lo dijo claro: los historiadores escribimos libros. Mejor, agrego yo, los científicos sociales culminamos nuestras investigaciones en forma de libros. El libro es el corolario, la forma suprema de expresión de lo que sabemos y podemos hacer. Los artículos en revistas especializadas son accesorios y, con mucha frecuencia, pasan inadvertidos para el público, salvo el personal especializado (los pares evaluadores) designado para evaluar cada propuesta de artículo. Sin embargo, hemos caído en el engaño de escribir artículos para revistas, porque es lo que nos coloca en categorías superiores ante Colciencias o nos ayuda a aumentar el puntaje salarial en las universidades. Pero lo que se produce para las revistas es hermético e intrascendente. Quizás, algunos números monográficos bien concebidos y bien nutridos de colaboradores representativos salen adelante. Y hemos ido dejando de lado el lento, sistemático y paciente proceso de creación de obras de largo aliento que se plasman en libros.
Los artículos para revistas especializadas son fragmentos, cosas incompletas y demasiado especializadas a las que les dedicamos demasiado esfuerzo. Para los historiadores eso se ha ido convirtiendo en una deformación profesional porque implica un empobrecimiento de lo que llamamos investigar y escribir. Claro, un artículo en una revista especializada puede llamar la atención sobre una obra en proceso, puede servir de muestra de un avance interesante, insinuar o anunciar que algo muy importante viene en camino. Pero en vez de ser un medio expresivo circunstancial, el artículo lo hemos ido volviendo el gran propósito, incluso a la hora de presentar proyectos nos exigen el compromiso de colocar artículos en revistas situadas en determinadas categorías.
Mientras tanto, qué paisaje intelectual hemos ido pintando los historiadores con la caída en esa tendencia. Hace rato no hay grandes libros de historia, no hay visiones de conjunto ni estudios de larga duración. Eso empieza a notarse en las librerías colombianas, en las ferias del libro. Algunos esfuerzos editoriales universitarios se han encaminado, quizás para disimular el desértico panorama, a publicar trabajos de grado, colecciones de tesistas que no hay que despreciar pero que contienen más defectos que virtudes. Muchos de eso trabajos son interesantes esbozos, investigaciones monográficas cuyo alcance es microscópico.
¿Cómo sacudirnos de esa tendencia? No va a ser fácil desterrarla porque es la predominante y porque, dirán muchos, es rentable. Nos hemos ido llenando de doctores de Historia y, cosa llamativa, muchos de esos doctores han llegado a la cima de su formación profesional sin presentar una obra que los distinga y sea su marca de presentación. Nos hemos ido volviendo articulistas especializados; incluso, si entrásemos en detalle con alguna perspicacia, propensos al auto-plagio, a una escritura reiterativa con leves modulaciones, con cambios adjetivos alrededor de un pequeño y concentrado esfuerzo documental. Así será muy difícil escribir libros acerca de la historia de Colombia que sirvan para formar generaciones y futuras o, también, que generen apasionadas discusiones. 

Seguidores