Las teorías conspirativas son
fecundas en fantasía; contienen, en su base, algunas certezas que indican que
nuestras vidas, nuestras simples vidas, están gobernadas o, mejor, controladas,
por grupos selectos de individuos que acaparan los resortes del poder. Nuestro
libre albedrío es una gota en un mar proceloso cuyo oleaje es movido por un
dedo omnisciente y caprichoso. Entonces, creemos que el mundo está bajo el
control de las logias masónicas desde los tiempos de la revolución francesa; o
que el mundo lo controlan los judíos repartidos por diferentes rincones del
planeta, sincronizados en sus ambiciones por los códigos secretos de una
extensiva hermandad; otros desconfían de los adeptos del Opus Dei, otra secta
que cabalga entre la religión y la política. Otros verán comunistas o neonazis
que se ocultan en altos cargos de la burocracia internacional y que guían las
tendencias de la economía y, peor, de los desastres que agobian al planeta.
Hoy, el contagio por el
coronavirus, que inició en la ciudad china de Wuhan, tiene su propia versión
conspirativa. Para los sesudos teóricos del asunto, aparentemente mejor
informados que el resto de los mortales (un atributo paradójico de esos
teóricos), días antes de que se detectaran los primeros contagios en aquel
lugar, hubo allí un grupo de microbiólogos estadounidenses acompañados por
agentes de la CIA. Sospechosamente, cuando el virus comenzó su propagación,
ellos fueron los primeros en salir de la ciudad en un vuelo exclusivo preparado
por la embajada norteamericana. Para decirlo breve, según esta teoría
conspirativa, unos microbiólogos norteamericanos soltaron el virus en alguna
plaza de mercado, inyectaron a algún bicho apetitoso y así empezó la cadena de
contagios y defunciones que obligó a una cuarentena general que se extendió a
la provincia de Hubei. Claro, el propósito debió ser, según esta teoría,
arruinar la economía del gigante país oriental en su competencia con el imperio
del norte de América.
Supongamos que esta teoría es
la que mejor explica lo acaecido en China y luego en el resto del mundo desde
diciembre hasta marzo del 2020; de ser así, entonces, la conspiración dejó de
cumplir su misión original de socavar a la potencia china y postrarla con los
estragos de una pandemia. En vez de lograr eso, los chinos han salido a flote
gracias a la eficacia autoritaria de sus decisiones que permitieron el control
relativo del virus en expansión. Mientras tanto, la propagación llegó a Europa,
cuyos gobiernos displicentes y sus líderes, entre indecisos y arrogantes, no
reaccionaron a tiempo y dejaron que la infestación alcanzara cifras superiores
a las de China. Tanto así que el primer ministro británico y mitad de su
gabinete ya están contagiados y aislados por cuenta del virus made in USA;
de modo que un aliado estratégico del despiadado Donald Trump ya está postrado
por la fiebre y las dificultades respiratorias.
Peor todavía, la acción
conspirativa de los microbiólogos norteamericanos se devolvió como un bumerán
contra Estados Unidos; es decir, parece que hubiesen actuado guiados por un
libreto ingenioso del torpe Super Agente 86. El virus se pasea a sus anchas por
la capital del mundo; Nueva York se acerca a los noventa mil infectados y en
todo el país suman casi ciento cuarenta mil. Los teóricos conspirativos dirán
ahora que el monstruoso Trump se había propuesto no solamente lanzar un ataque
viral a su rival comunista, sino que también deseaba hacer una depuración
darwinista en su propio país.
El virus Covid-19 tiene esta
versión que puede inspirar una novela negra o un filme de ciencia ficción.
Pintado en la Pared No. 208.