Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

sábado, 21 de mayo de 2022

Un invitado de la UN

Un amigo y colega de la Universidad Nacional, sede Bogotá, ha enviado sus opiniones sobre la vida universitaria en este retorno a los campus de las universidades públicas colombianas

EL FUNERAL DEL MAESTRO

Por: César Ayala Diago, Departamento de Historia, Universidad Nacional de Colombia

Desdibujado el día del maestro en Colombia. Perdido en el mal llamado mes de las madres. Nadie habla del maestro como es sino como debería ser. En algún lugar se enredó la pita. Los gobiernos lo consideran enemigo, lo emplazan y desafían, le imponen directrices; los padres lo creen su sirviente y los alumnos lo ven con desconfianza. Es un bicho raro en la sociedad. Sobre él recae la culpa de la mala educación. Es correctamente político una vana y vacía alusión en su parco día, pero nada estimula el porvenir del maestro. Pudo haber una época de maestros, en unos lugares más que en otros, menos en Colombia. No porque no haya habido maestros de juventudes sino porque nunca el maestro ha ocupado reconocido lugar.

Mal remunerado y siempre trabajando en solitario, haciendo de tripas corazón, el maestro devino en profe, una manera de decir lo poco que vale. Hace 30 años al docente universitario se le decía reverencialmente maestro, hoy se le dice profe, ni siquiera profesor, simplemente profe, así lo llaman los estudiantes y las secretarias, no importa que haya hecho maestría o doctorado, que haya escrito artículos y libros. Es lo mismo el profe que entrena deportistas que el docente; ¡claro: gana más el que entrena deportistas!  La universidad era profesoral, era un lugar de profesores que lideraban procesos educativos; la institución seguía por la brecha que los profesores abrían. Hoy la universidad no tiene profesores sino funcionarios que deben obediencia a directrices obtusas. Ya no son deliberantes, simplemente funcionarios.  El profesor ni quita ni pone, da lo mismo, solo debe cumplir directrices. Cuando se lo convoca a la deliberación es para que legitime lo ya establecido. Tan solo una ficha es el maestro en el siniestro juego de la educación sometida a la tiranía de la economía de mercado. Así, no hay nada que celebrar, al contrario: doblan las campanas anunciando el funeral de los maestros.

 

sábado, 14 de mayo de 2022

Memoria de la peste

 

Pintado en la Pared No. 251

Un precario retorno al campus universitario

 

Después de dos años de pandemia y después de una fuerte movilización social, hemos retornado al campus universitario en la Universidad del Valle. Hemos vivido una experiencia parecida a esos filmes que narran distopías. Durante esos dos años hemos conocido cuarentenas estrictas, muertes masivas por contagios del nuevo coronavirus, protestas callejeras, amagos de una tercera guerra mundial, ruinas de empresas, desempleo, aumento de trastornos mentales, suicidios. Nuestras vidas han cambiado mucho en dos años. Este retorno de la comunidad universitaria al campus de la Universidad del Valle no es un retorno cualquiera luego de un largo puente festivo. Es el retorno después de un padecimiento inédito en nuestras vidas que aún no sabemos medir qué tanto nos ha transformado.

Sin embargo, el retorno ha sido lánguido. No ha habido un gran anuncio ni un gran recibimiento. Al contrario, la dirección de la universidad no transmite nada, quizás un comunicado con algunas instrucciones básicas, pero nada que sea una expresión de buenos deseos, ningún acto colectivo de reflexión sobre nuestra suerte como comunidad, ningún balance de lo que nos ha venido sucediendo, tampoco un claro mensaje prospectivo que sugiera algún rumbo, alguna buena intención. Peor aún, ni siquiera un saludo efusivo entre colegas, como si no nos alegrara ni el retorno ni el reencuentro en los pasillos y oficinas. Como si no nos alegrara el hecho de seguir vivos ni nos entristeciera saber que otros han muerto.

El retorno ha sido precario en palabras y en gestos. La precariedad en todo sentido; una universidad que se nota pobre como si hubiese salido damnificada de toda esta tragedia humana. La incuria es notoria en oficinas polvorientas, baños inservibles, internet deficiente, salones mal dotados y escasos, un restaurante universitario insuficiente que no logra atender la demanda de una población estudiantil que regresa empobrecida. Un programa editorial, malo por costumbre, ahora paralizado por pobreza.

La dirección de la Universidad del Valle ha debido decirnos algo en varios tramos de este extraño paréntesis que hemos experimentado como humanidad y, más estrictamente, como comunidad universitaria. Pero estamos regresando al campus casi de la misma manera que tuvimos que abandonarlo para escondernos en los primeros meses de cuarentena, en 2020. La incertidumbre de aquel momento es semejante a la de este retorno. Cada quien a su manera fue acomodándose a la circunstancia y nos sumergimos en un mundo improvisado de comunicaciones virtuales en que no veíamos estudiantes ni colegas, a no ser que algunos en particular se encargaran de darle un pequeño sacudón escandaloso a las redes sociales. Y ahora cada quien intenta acomodarse al desafío de las clases presenciales con la esperanza de que el virus haya sido derrotado; pero sobre todo con la esperanza de que la universidad pueda empezar a ser algo mejor de lo que ha venido siendo.

La dirección de la Universidad del Valle no se ha distinguido exactamente por su comprensión cabal de la situación que hemos experimentado en los dos últimos años. Alguna vez se le ocurrió el exabrupto de preguntarles a los estudiantes de posgrado si se sentían afectados por la pandemia y los puso a escribir truculentas cartas de justificación de su situación a ver si las vicerrectorías se conmovían y sugerían algún paliativo para que los estudiantes de maestría y doctorado pudiesen escribir sus tesis en plazos más amplios. De ese sinuoso procedimiento no salió nada bueno para los estudiantes ni mucho menos para la investigación en ciencias humanas.

Hubo un momento en que algunos creímos que la burocracia universitaria, en la que hay muchos colegas nuestros, era tan perjudicial para la investigación en ciencias humanas como la misma pandemia del nuevo coronavirus. A la incomprensión de la gravedad del momento, esa burocracia le agregó la ignorancia crasa de todo lo que significa investigar. Quién podía investigar, en cualquier país del mundo, con aeropuertos, museos, bibliotecas y archivos cerrados; con parientes y amigos muriéndose. Cierto que hubo generosos actos institucionales para volver disponibles repositorios digitales de documentación, pero eso sólo resolvía porciones mínimas de las necesidades de investigaciones que requieren visitas a comunidades, testimonios orales, observación directa de fenómenos sociales, contacto con documentación en papel, en fin.

También ha hecho falta reconocer mucho esfuerzo silencioso, casi heroico, de aquellos trabajadores y empleados que, en los momentos más duros de la pandemia, debieron salir a la calle y hacer trámites que permitían el funcionamiento básico de la institución. Algunos salieron indemnes de esa situación, otros enfermaron y otros más quizás murieron.

Ahora, en mayo de 2022, hay que hacerle a la dirección de la Universidad del Valle la misma pregunta obvia: ¿se siente afectada por estos dos años de pandemia y de protesta social? Yo creo que sí, porque le queda difícil modular un gesto de buenas maneras, porque sigue encerrada y enredada en procedimientos rutinarios mientras hemos vivido situaciones excepcionales. Otras preguntas se vuelven indispensables para estudiantes y colegas: ¿Nos hemos sentido afectados por estos dos años de pandemia y protesta social? Yo adelanto un sí rotundo. Yo no siento que regrese al campus como si viniese de un puente festivo. ¿Somos una comunidad universitaria? Parece que no, parece que fuésemos simplemente empleados públicos que cumplimos deberes y funciones, adiestrados para llenar formatos y hacer trámites mientras “el sistema lo permita” (triste metáfora de nuestras rutinas). Si fuésemos comunidad ya habríamos hecho alguna comunión, alguien con algún liderazgo habría dicho algo.

Tanto laconismo, tanto ánimo frío en este trópico es mal síntoma. La universidad pública sale maltrecha de esta peste y nadie se atreve decirlo. Quizás no sea necesario.

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