Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 28 de abril de 2017

Pintado en la pared No. 154

Trilogía universitaria básica
London Mendelssohn es, sin duda, la novelista europea más importante de estos tiempos. Ha completado una trilogía consistente que ha conmovido a lectores viejos y jóvenes. Y no se trata de la mejor entre las mujeres escritoras, se trata de la mejor entre escritores y escritoras de relatos de ficción hoy en día. Ha logrado una prosa depurada, limpia, llana y, sobre todo, unas tramas que desbordan el paisaje de lo previsible. A sus cincuenta y cinco años ha logrado acumular tres novelas esplendorosas. Comenzó a publicar hace cinco años, con mucha cautela, casi con recelo; lanzó en 2012 un libro de relatos cortos que parecían, en su momento, esbozos al estilo de un pintor que tuvieron desarrollo nítido en su primera gran novela, Razón perdida. Publicada primero en alemán y, según la breve entrevista de Die Zeit, concebida entre 2003 y 2006, es el inicio de una indagación, en método novelesco, acerca de cómo la razón ilustrada nació con su propio desquiciamiento, que el exceso publicitario de la razón filosófica tuvo, como en el doble rostro de Jano, la cara de la pasión irreprensible. “Los hombres de razón vomitaban pulsiones de muerte”, dice en uno de los pasajes de su opus magna
London Mendelssohn se llama así por varias razones que la vuelven autora con pasado y enigmas. Es hija de una pareja de artistas judíos alemanes que, en medio de la segunda guerra mundial, se refugiaron en Londres; su padre, Maximilien, fue un pianista célebre, heredero del virtuosismo de su bisabuelo, Jakob Felix Mendelssohn; su madre, Aurore Halbwachs, fue una pintora que dejó una generosa colección de cuadros en varias galerías selectas de Europa. Su hija única nació en Londres y sus padres, como expresión de gratitud, decidieron bautizarla con el nombre de la ciudad que los acogió. Fue educada por sus propios padres, entre ensayos musicales y el taller de la pintora; viajó con sus padres por Europa, Asia y África. Tuvieron una breve estadía –un par de meses- en Sao Paulo, mientras su padre ayudaba a formar la orquesta sinfónica y asimilaba las partituras legadas por Heitor Villalobos. En Estados Unidos estuvieron tres años, a inicios de la década 1970. London tiene muy pocos recuerdos del continente americano y, sin embargo, tiene un fluido portugués y un correcto español con un inexplicable acento caribeño, como si hubiese tenido contacto con gentes de Puerto Rico o del oriente venezolano. Nunca fue a escuelas ni colegios ni liceos ni universidades, todo lo que sabe lo aprendió deambulando según la agenda de sus padres artistas.
Desconcierta que en sus novelas, en su trilogía, interesa el mundo universitario europeo de la segunda mitad del siglo XVIII y primeros decenios del siglo XIX. Aprendió a hacer pesquisas en archivos de catedrales, museos y universidades; tuvo acceso a epistolarios de profesores y antiguos estudiantes en Florencia, Bolonia, Berlín, Viena y París. Primero tuvo la “biographical temptation”, pensó en seguir minuciosamente los pasos de un profesor de filosofía asesino que dejó varios cadáveres –de colegas y estudiantes- entre lo que hoy es Italia y Alemania. El hombre nunca fue atrapado, apenas considerado sospechoso en una ocasión; según London (prefiero decir Londres), Friedrich Thomas Moenzer fue un frustrado filósofo de corte hegeliano que no logró cátedra estable en ningún lugar y que en venganza por no recibir reconocimiento ni publicación en vida de su obra, acudió a la venganza simple. La novelista, usurpando el lugar de una detective anacrónica, ha logrado reconstituir cinco asesinatos adjudicables al vengativo Moenzer. El apoyo documental de su tesis decidió reunirlo en un volumen aparte, poco conocido, publicado con reticencias por una pequeña editorial británica con el sobrio pero diciente título Letters of  a Murderer Philosopher, 1776-1802; no hubo edición en alemán porque la familia de Moenzer, hoy relativamente poderosa en Alemania, alcanzó a evitar tal escarnio en retrospectiva. Quizás por temor a represalias, evadió la tentación biográfica y decidió camuflarse en la mezcla de ficción y verdad que permite la novela contemporánea. 
Su primera novela gozó de aclamación en la rápida y exitosa traducción inglesa que ella misma hizo. Ella prefiere hablar y escribir en la lengua que aprendió todos los días al lado de sus padres. Lost Raison (2014) se agotó rápidamente y enseguida apareció la escabrosa historia de una logia masónica que reunía una red de comunicación entre Zurich, Milan, Berlín y Estrasburgo; la logia The Faithful Thought se auto-aniquiló en una seguidilla de asesinatos motivados por envidias y desconfianzas entre sus miembros, en su mayoría grises profesores universitarios que habían recurrido a fraudes y plagios para poder sostener su precaria imagen de autoridades científicas. The Faithful Thought (2015) fue otro éxito que condujo al siguiente para completar la trilogía que llega a la Feria del Libro de Bogotá, se trata de turbios amores homosexuales que consumieron a escritores y naturalistas alemanes y que tuvieron como escenario salones y oficinas de la Universidad de Berlín. Natural History of the Science and the Love (2016), título irónico, completa esta mezcla de novela negra y novela erudita que nos hace recordar que en las universidades también se han cometido asesinatos, en nombre de la razón y la ciencia.
Alberto Otaiza Gallion, escritor mexicano invitado, abril de 2017


lunes, 17 de abril de 2017

Pintado en la pared No. 153

Pequeña vida

"Con licencia del Superior Gobierno".

Por fin, un día, me aburrí de ver perder los domingos al Arsenal de Arsene Wenger, el perdedor más exitoso de los últimos veinte años. Su equipo, lleno de jugadores talentosos pero desperdiciados por un entrenador devorado por la rutina. La costumbre de fracasar con todos los medios a su alcance debe ser premisa de los mediocres. La hartura de esa situación repetida, amarrada a otras de nivel semejante de insignificancia en mi vida real, me hizo saltar de la modorra de mi suave sofá convertido en cama matutina casi todos los domingos.
¿Cuántos partidos de tenis he contemplado? ¿Cuántas finales de Wimbledon? ¿Cuántos resúmenes semanales de los deportes con goles en repetición industrial, con jonrones o nuevas marcas de velocidad en la pista de autos de fórmula 1 o cuántas disputas de un match-point y sus bolas increíbles? Tantos acumulados de celebraciones y de lágrimas por una derrota. Números organizados en estadísticas que hablan de nuevos registros en los cien metros planos de atletas masculinos, en la carrera de Indianapolis, en el circuito de Montecarlo, en la serie mundial de beisbol, en la liga de baloncesto norteamericano, en los ascensos a premios de montaña en el tour de France, en el giro de Italia, en la vuelta a España.
He contemplado varias generaciones de jóvenes sudorosos que superan antiguas marcas, que logran acumular años de imbatibilidad, seres portentosos de cuerpos atléticos que luego se desmoronan en el retiro, la vejez y el olvido. Otros que comprueban los avances tecnológicos en la fabricación de autos, de ruedas para bicicletas, de zapatillas para atletas. Hombres y mujeres fabricados en laboratorios de dopaje; competidores insaciables que buscan nuevas pruebas, nuevos triunfos, que conquistan milésimas de segundo o centímetros de altura o de extensión en un campo o goleadores que superan las fronteras de anotaciones en una temporada.
Todo eso ha hecho parte de mi vida de espectador que aprendió a recordar algunos nombres propios y volverlos parte de sus afinidades emocionales. Miro el uniforme del Arsenal y me siento un londinense dominical que espera el triunfo de su equipo, pero que regresa a la cruda realidad de la semana en que seguimos trabajando y consumiendo hasta que el espejo nos informe de la existencia de canas, calvicie, arrugas, enfermedades, deformaciones. La decrepitud de alguien que no ha vivido nada glorioso ni memorable. Vida repetida de todos los días sin nada sinuoso, sin grandes sufrimientos ni grandes triunfos. Vida acumulativa de horas pero sin experiencias, sin trascendencia. Individuo reproductivo, repetitivo, sin imaginación, sin intenciones de ruptura.
Hasta que un día reaccionamos como cuando tenemos que sacudirnos de un insecto desconocido que camina por nuestra espalda. Saltamos de la silla o de la cama y salimos a caminar sin rumbo, desorientados, perplejos. Nos hemos dado cuenta de la prolongada muerte en vida. Primer diagnóstico, ya tardío, que nos hace sentir miserables en el tumulto de gentes que van caminando hacia el centro comercial, la iglesia evangélica, el estadio, la fábrica, la universidad. El sentimiento de una vida sin muchas opciones, con expectativas limitadas; un individuo subordinado a jefes, reuniones, comités, compañeros de trabajo, parientes que nos llaman y visitan de vez en cuando. Un listado de pagos mensuales, fechas casi exactas, de vez en cuando la interrupción de una enfermedad, un accidente, un hundimiento depresivo. Pequeños paréntesis de flaqueza en la competencia de todos los días por ser al menos igual a un buen ciudadano o a un buen católico o a un correcto heterosexual o a un funcionario eficiente o a un buen esposo.
Tengo esposa, una compañera que duerme conmigo hace treinta y cinco años. Tranquila, hacendosa, buena en la cocina, lectora juiciosa, correcta en sus modales. Tiene la tenacidad de un ancla, me enseñó a vivir en un orden con ciclos de lavado, de planchado, de compras en días de promoción, de paseos en el auto. Vida sencilla sin excesos, sin defectos, sin grandes compromisos. Nada de militancias políticas ni religiosas; nada de aventuras en el sexo. Imaginación limitada a un buen gusto, parecido al de los platos que pone en la mesa. Todo debidamente distribuido y adobado, porciones justas, horarios establecidos.
Sin embargo, llega la saturación y la corrosión. Los muebles desfallecen, los cuerpos se agrietan, los dolores aparecen en zonas del cuerpo. Los pequeños olvidos se acumulan: el arroz sin sal, el jugo sin azúcar, las frutas se pudren en la mesa. Volvemos al restaurante donde nos han robado más de tres veces y decidimos nunca volver por enésima vez. Olvidamos los nombres de viejos rostros familiares y nos da vergüenza admitirlo.
Alberto Otaiza Gallion, Ciudad de México, marzo de 2016

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