Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 22 de enero de 2021

Estados Unidos a la deriva


Trump es el síntoma de un problema.

Junto al avance mortífero del nuevo coronavirus, en estos últimos diez meses hemos presenciado el avance de la deriva política de Estados Unidos. El presidente saliente, Donald Trump, no ha sido el problema; ha sido, más bien, el síntoma más visible de una crisis que hunde sus raíces en la segunda mitad del siglo XX y que, hoy, pone en tela de juicio el modelo exitoso de vida republicana y sistema capitalista del país del norte.  

Donald Trump personifica, con su errático y hasta peligroso comportamiento, las abyecciones del capitalismo: los excesos de la codicia, la exaltación del individualismo sobre cualquier idea de bien común, el irrespeto de las reglas de la economía y de la política. Por ejemplo, el hecho de no pagar impuestos era exhibido como prueba de audacia; sin embargo, ese simple hecho simboliza uno de los problemas que tendrá que resolver prontamente la vieja democracia norteamericana, el de las desigualdades económicas, el del exceso de riqueza y el exceso de pobreza, el de un sistema de tributación que ha favorecido a los más poderosos.

Al lado del anecdotario cínico del empresario convertido en presidente de la primera potencia del mundo, ha ido creciendo el enfrentamiento social a causa de las discriminaciones raciales acompañadas de violencia oficial contra ciudadanos afrodescendientes, principalmente. En los últimos meses del agitado cuatrienio de Trump, los enfrentamientos callejeros entre supremacistas blancos y grupos socio-raciales que han sido víctimas de discriminación y represión han puesto en evidencia que Estados Unidos ha acumulado conflictos que buscan algún desahogo, mientras los partidos políticos -el republicano y el demócrata- parecen desbordados por la fuerza de los hechos.

El país de las desigualdades.

Estados Unidos ya no es el país de las maravillas, al contrario. Más o menos desde la década de 1980 acumula unas desigualdades que han dejado huella de resentimiento en varias generaciones de norteamericanos hasta hoy. El Estado abandonó sus compromisos de cobertura universal en el sistema de salud; también dejó de garantizar el acceso a la educación universitaria basado en el mérito y las capacidades de los individuos. Los estudiantes brillantes de las clases populares quedaron a mitad de camino de su formación, mientras el acceso a las universidades quedó determinado por la capacidad económica de una minoría que podía comprar los cupos de sus hijos. Al mismo tiempo, el sistema fiscal ha acentuado la desigualdad al permitir la acumulación de riqueza sin cargas impositivas para una minoritaria población extraordinariamente rica; lo que esa minoría poblacional no paga en impuestos deben compensarlo las clases medias. Mientras todo esto ha venido sucediendo, el nivel del salario mínimo ha ido decayendo, y a eso debe agregarse las pérdidas masivas de empleo entre aquellos sectores que con dificultad lograban el disfrute de un salario.

Ante semejante acumulado histórico de las últimas décadas, era imposible que no se produjese una enorme brecha entre ricos y pobres, entre grupos sociales privilegiados y otros que experimentaban el continuo declive de sus esfuerzos en el mundo laboral. La población blanca empobrecida halló en los afrodescendientes y en los inmigrantes latinoamericanos los principales rivales en su afán de lograr algún nivel de vida confortable; pero, en realidad, lo que ha venido sucediendo es que el antiguo obrero blanco, la población laboral afrodescendiente y mestiza de diversas nacionalidades han sido los grupos sociales perdedores de un neoliberalismo rampante que les ha entregado los mayores beneficios a un grupo selecto de empresarios.

La crisis de representación de los partidos políticos.

Ni el Partido Republicano ni el Partido Demócrata parecen tener los instrumentos y las intenciones para resolver un conflicto de enorme magnitud; ellos mismos han sido responsables de haber llevado a su país a este callejón sin salida. El Partido Demócrata, en sus orígenes, representó los intereses de los inmigrantes europeos, mientras se debatía entre la defensa o no del despiadado sistema esclavista del sur de Estados Unidos; el Partido Republicano nació representando a las élites financieras e industriales, y aparentemente modernas, del norte de Estados Unidos. A partir de la década de 1980, los dos partidos han dado virajes, quizás no deseados, en medio de la insatisfacción de las demandas populares; los demócratas dejaron de ser cercanos a los obreros y campesinos e intentaron ser más próximos de las clases medias urbanas. Mientras tanto, los republicanos fueron adoptando a los grupos sociales huérfanos de la representación demócrata. Pero ni el uno ni el otro han sabido atender las necesidades de los grupos socio-raciales estigmatizados desde los tiempos más duros de la discriminación y la segregación; ni el uno ni el otro han logrado satisfacer las exigencias de igualdad en las oportunidades de acceso a la educación universitaria, al empleo estable y a topes salariales dignos.

Del lado del Partido Demócrata, cualquier intento de expresión de una política de centro izquierda o social-demócrata -como la de Bernie Sanders- ha sido bloqueada por opciones más moderadas o conservadoras como las de Obama, las de los Clinton y la del actual presidente electo, Joe Biden. Del lado republicano hubo una toma neo-populista con el triunfo del charlatán Donald Trump. La ironía de todo esto es que las masas populares norteamericanas vieron en un empresario, cuya fortuna ha sido el fruto del aprovechamiento de las fisuras del sistema de tributación, el líder providencial que podía darles genuina representación a sus demandas de igualación socio-económica. Trump y su círculo más cercano de políticos del partido republicano estaban sirviéndose del descontento acumulado por décadas de, principalmente, los blancos empobrecidos para construir un capital político que, posiblemente, podía derivar en un nuevo partido. Pero la derrota electoral y los errores de cálculo del propio Trump (muy visible, por ejemplo, en el discurso de incitación a un auto-golpe con la toma del capitolio en la jornada del 6 de enero), parecen haber truncado esa posibilidad.

Las incógnitas del futuro inmediato.

Puede ser que Trump quedé tirado en la orilla del camino, desahuciado y despreciado por los mismos que lo catapultaron al poder y mimaron sus desmanes; pero los problemas de la desigualdad creciente seguirán presentes en la vida cotidiana. ¿Podrá avizorar ese dilema el viejo Joe Biden? Por lo menos la conformación de su gabinete permite abrigar algunas esperanzas. ¿Sabrá que tiene que dar unos duros timonazos que sacudan la comodidad de los archimillonarios estadounidenses? Una de las grandes reformas tiene que ver con las desigualdades del sistema fiscal, un tema de amplia discusión en el seno de ese partido. ¿Aparecerá otro líder de raro carisma que condense ese descontento social por fuera de los partidos políticos tradicionales de Estados Unidos? Es muy posible que sí, en la medida que los dos partidos políticos no corrijan radicalmente la relación con sus electores. A propósito de electores, el arcaico sistema electoral también ha caído en el descrédito, y no solamente por las denuncias mal fundamentadas de fraude del ambicioso Trump ¿Joe Biden será el capitán de un barco a la deriva? Los días por venir nos dirán la respuesta.

 PINTADO EN LA PARED No. 222.

Recomendación bibliográfica sobre el tema: Thomas Piketty. Capital et Idéologie, Paris, Éditions du Seuil, 2019, (especialmente, capítulos 10 y 11 de la tercera parte).

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