Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 28 de febrero de 2012

Pintado en la Pared No. 63-Diccionario de conceptos del siglo XIX-Colombia

LA MUJER

Dos novelas podrían brindarnos una primaria idea de lo que significó la mujer durante el siglo XIX: Manuela (1858), de Eugenio Díaz Castro y María (1867), de Jorge Isaacs. La mujer en Díaz Castro es, frecuentemente, una activista política pueblerina, organizadora y hasta líder de facciones, de “partidos” y no faltan las lectoras furtivas de libros prohibidos por la Iglesia católica; en la novela de Isaacs, la mujer reúne las virtudes básicas de la devoción y sumisión católicas. También es posible, con esas novelas, hallar otra distinción, la de clase; más evidente en los relatos de Eugenio Díaz Castro, no solamente en Manuela, la mujer plebeya intenta sobreponerse a medios hostiles y violentos de sobreexplotación laboral y de dominación masculina. En María, la mujer parece ceñirse al modelo de proselitismo católico, de renovación del culto marial que impuso el papado de Pio IX.

La mujer no fue elemento pasivo o decorativo de una política forjada, en apariencia, por solamente hombres. Las mujeres, incluso en el encierro del hogar, contribuyeron a definir filiaciones políticas, espiaron, intrigaron e informaron sobre los acontecimientos diarios de la política. También lo hicieron de modo más ostensible yendo a las guerras civiles, aunque fuera a cumplir labores de apoyo en la retaguardia de los ejércitos. Sin embargo, la mujer entró definitivamente en el espacio público gracias a su inserción en las actividades proselitistas de la Iglesia católica, principalmente en el despliegue de las actividades de caridad cristiana; mientras tanto, la dirigencia liberal apenas si le permitió a la mujer un papel secundario como maestra de escuela. El triunfo del proyecto de república católica, en el caso colombiano, se cimentó, en buena medida, en el despliegue asociativo femenino y a su influjo religioso en el seno de la familia. Ellas, las mujeres, fueron responsables de conversiones, de retornos a la fe católica.

Los liberales colombianos, como los franceses, rechazaron el mensaje saint-simoniano que había reivindicado, desde la primera mitad del siglo XIX, el derecho al sufragio femenino. Una de las explicaciones sobre esa conducta tiene que ver con la preocupación electoral; para los liberales, en Colombia, la extensión del sufragio universal implicaba el otorgamiento del derecho al voto a partes de la sociedad ancladas en un orden tradicional. Las mujeres y los artesanos hacían parte de esas fuerzas arcaicas que con el acceso al voto podían refrendar políticamente la antigua influencia de la Iglesia católica. Ante ese peligro, los liberales prefirieron hacer apología de la familia, del hogar, del matrimonio.

Algunas mujeres de la elite tuvieron la iniciativa para fundar tertulias literarias y para hacer parte de asociaciones que estimulaban las prácticas de las bellas artes; es más, actuaron como mecenas de algunos escritores arruinados cuyo prestigio y ascenso social dependían de la publicación de un libro que ellas podían ayudar a financiar; prolongaron el encanto ilustrado de las tertulias y podría afirmarse que alrededor de unos cuantos nombres femeninos funcionaron algunos salones en que los asuntos literarios fueron la preocupación central. Por ejemplo, la existencia de la tertulia de El Mosaico, entre 1858 y 1872, fue, en gran medida, el resultado de algunas damas ilustradas y ricas de Bogotá, esposas de liberales y de conservadores, que fungían como escritoras y como mentoras de un grupo de letrados. Además, no fueron pocos los casos de mujeres letradas que defendieron, como escritoras, la institucionalidad católica y militaron en el frente de la caridad. Precisamente, Silveria Espinosa de Rendón (1815-1886), una de las primeras directoras de la Congregación de la Caridad, en Bogotá, era una notable escritora que solía publicar en revistas católicas extranjeras.

Las mujeres letradas de la élite colombiana del siglo XIX se matricularon fácilmente en el patrón cultural católico. En la literatura difundieron exclusivamente la fe cristiana y desde el hogar influyeron en que sus esposos, algunos de ellos episódicos militantes del liberalismo radical o de la masonería, dieran marcha atrás en su defensa de valores laicos. Para algunas de ellas, el militantismo católico fue mucho más allá de la difusión de la literatura confesional o de influir en las convicciones de sus maridos; por ejemplo, en la guerra civil de 1860, algunas matronas terminaron acusadas de rebelión y obligadas a ser desterradas de la capital. En otros casos, fueron portadoras de un peculiar cosmopolitismo cultural basado en su adhesión a las corrientes católicas españolas y francesas, como fue el caso de Soledad Acosta de Samper (1833-1913), fundadora en las décadas de 1870 y 1880 de varias revistas exclusivamente femeninas, y responsable en buena medida del retorno católico del otrora liberal radical y anticlerical José María Samper.

Fueron varios los factores, además de la hostilidad liberal, los que contribuyeron a la inserción de la mujer en el asociacionismo católico y, más exactamente, que fuera un decisivo agente de expansión del frente de la caridad. De una parte, la tradicional adhesión religiosa católica de las mujeres, muchas de ellas formadas en las costumbres coloniales españolas en las que se les había impedido el acceso a la lectura y la escritura. Hasta la mitad del siglo XIX, una mujer de una familia influyente en la política y en la economía del país, había sido educada exclusivamente para las tareas domésticas. Por ejemplo, muchas de las madres de los jóvenes liberales radicales de la Escuela Republicana no sabían leer y se iniciaron en las primeras letras gracias al esfuerzo individual, a cursos particulares, pero nunca gracias a una voluntad oficial para promover la educación femenina.

De otro lado, influyó la renovación del culto del Sagrado Corazón de Jesús y de la devoción a la Virgen María que, por extensión, se expresó en la sacralización de la mujer. Esa sacralización se tradujo en el lugar preponderante que se le concedió en el conjunto de actividades públicas de la Iglesia católica. A propósito de eso, la prensa católica colombiana saludaba así la importancia de las mujeres en las sociedades caritativas: « Bendita sea mil veces la religión santa que ha enseñado a las mujeres, antes hijas de Eva la culpable y ahora hijas y hermanas de María, a emplear en bien de los desgraciados hasta los atractivos de la belleza » (Anales de la Sociedad de San Vicente de Paúl, Bogotá, n° 15, 20 de marzo de 1870, p. 252).

En la segunda mitad del siglo XIX, más exactamente luego de la pausa obligada de 1854, la Iglesia católica y sus aliados naturales, la dirigencia laica del conservatismo, organizaron un ciclo ascendente de sociabilidad en el frente de la caridad. Durante ese ciclo, a las mujeres de la élite, con fortuna y alguna iniciación en las letras o en las bellas artes, se les confirió un lugar importante en la estructura asociativa de las actividades de caridad. Es precisamente en este período que podríamos hablar de la formación de los cuadros laicos permanentes de la difusión de la verdad católica y de lo que algunos autores han llamado, para el caso de otros países, « la feminización del catolicismo ». Esa feminización se concretó en las actividades públicas que comenzó a ejercer la mujer, cada vez más sistemáticamente, en nombre de la Iglesia católica y sus prácticas caritativas; también se plasmó en una insistente divulgación de una iconografía en que había una personificación femenina de la caridad; la caridad era, por ejemplo, « una bella y robusta mujer que tiene entre sus brazos dos criaturas, a quienes amamanta en su seno; mientras que un niño y otro, y otros niños se asen de sus vestidos y se amparan bajo su manto » (« La caridad », La Caridad, Bogotá, n° 2, 30 de septiembre de 1864, p. 19). En aquella época, a la caridad se le había conferido un aura femenina, se creía que la mujer podía ejercer la caridad por un don natural, luego se le impuso como un deber y gracias a la moral religiosa se reivindicó para ella ese don o destreza para ejercer esta virtud teologal.

Algunas formas asociativas católicas femeninas se remontaban a un par de siglo atrás, como sucedió con varias confraternidades. Por ejemplo, entre 1845 y 1846 todavía funcionaba en Bogotá una que había sido fundada en 1639 y denominada la Confraternidad de la Virgen María, compuesta simbólicamente de 55 señoras. Era una prolongación de una asociación católica elitista femenina, de damas del notablato que, orientadas por frailes dominicos, se reunían y oraban para “ganar gracias e indulgencias”. La cofradía se reunía en el convento de Santo Domingo; las 55 “hermanas” eran elegidas mediante un proceso electoral interno y luego se designaban algunos cargos principales, como el de la priora y dos mayordomas que debían encargarse de “la observancia de las constituciones”. La obligación fundamental de la confraternidad era organizar y financiar la fiesta de su virgen (Constitución de la Confraternidad de Nuestra Señora de la Virgen María, Bogota, 27 de junio de 1846, Fondo Pineda 728, BNC).

El activismo católico femenino no sólo plantea la presencia de la mujer, principalmente la mujer de las elites, en la vida pública, y su capacidad movilizadora mediante el proselitismo religioso. Nos hace pensar, además, en la polimorfa organización cultural y política de la Iglesia católica, la variedad y extensión de sus agentes de difusión. Las mujeres en su relación directa con las gentes pobres, en su función catequizadora, estaban dando prueba de la eficacia de un catolicismo que había abandonado su actitud defensiva y que prefería el despliegue de estos elementos intermediarios. Este activismo en el frente de la caridad permite, también, pensar que había dos dilemas que la Iglesia católica y sus aliados conservadores tenían que resolver; de un lado, la necesidad de asegurarle a la institución católica su predominio público, evitar que fuera desplazada por la institucionalidad del Estado moderno; pero, de otro, contribuir a aliviar las tensiones y divisiones sociales ofreciendo una alternativa fundamentada en la caridad cristiana.

GILBERTO LOAIZA CANO

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