Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

domingo, 25 de diciembre de 2022

Pintado en la Pared No. 274

 

La desaparición del libro de autor

 

En los últimos años se ha hecho notoria, al menos en Colombia, la disminución hasta casi ausencia del libro de autor. Cada vez hay menos libros de autor en las ferias del libro y eso quiere decir, en lo que concierne al ámbito de las ciencias humanas y sociales, que hay una disminución de investigaciones sólidas que lleguen al punto culminante de un libro firmado por un autor individual. Al ritmo de esa disminución han ido en aumento los libros colectivos. Y eso puede señalar otras cosas: intento de formación de comunidades temáticas, evasión de la responsabilidad de escribir obras de envergadura, renuncia a las exigencias cada vez más hostiles de las revistas especializadas.

¿Por qué esa inclinación por el libro colectivo? No quiero arruinar el entusiasmo de muchas y muchos colegas míos por el libro colectivo. Casi siempre, el libro colectivo es el resultado de un enjundioso esfuerzo que ha implicado un evento internacional que reúne a oficiantes de determinadas variantes disciplinares, luego viene la escritura profusa de ponencias de desigual nivel y más tarde el ingrato trabajo de edición que muchas veces incluye conseguir una especie de mecenazgo, corregir y hasta perfeccionar los ensayos, someterlos a evaluación de pares y, por fin, presentar ante el mundo académico un libro que ha tomado por lo menos un par de años de trabajo. Lo curioso de tanto esfuerzo, si no lo han notado mis colegas, es que de esa colección de ensayos que componen un libro colectivo apenas si queda el recuerdo de dos o tres y, peor aún, muchas veces el único reconocimiento se inclina por el brioso editor, coordinador o compilador del libro. En definitiva, el libro colectivo no tiene la repercusión deseada por sus promotores y, de adehala, un artículo publicado allí tendrá un pírrico valor en los comités de credenciales de las universidades públicas colombianas.

A mi modo de ver, el libro colectivo ha devenido una escapatoria del cada vez más decepcionante universo de las revistas científicas. Las revistas de las ciencias humanas y sociales en Colombia afrontan, por lo menos en los dos últimos decenios, una adversa competencia con pautas de medición que las han ido condenando al ostracismo. Revistas que habían nacido como la expresión más o menos auto-controlada de comunidades científicas localizadas en universidades y zonas precisas del país conocieron, primero, la crisis de la abundancia y de la competencia entre ellas mismas que plasmaba, irónicamente, el florecimiento de unidades académicas, institutos, programas de pre-grado y posgrado. Luego tuvieron que afrontar las exigencias de la competencia divulgativa internacional, adherirse a mediciones y tratar de sobrevivir en determinadas bases de datos bibliográficas.

En esa lucha perdida de los artículos en revistas especializadas y en libros colectivos, la investigación y el libro individuales han perdido trascendencia. ¿Dónde están los autores de investigaciones en nuestras unidades de ciencias humanas y sociales en Colombia? ¿Nos estamos refugiando en el libro colectivo? ¿Dónde están prefiriendo escribir nuestros colegas ante la adversa situación de las revistas nacionales? ¿Hay un éxodo masivo para escribir y publicar en revistas extranjeras? En suma, ¿qué tragedia cultural estamos viviendo en nuestras disciplinas con el auspicio vergonzante de nuestro Ministerio de Ciencia y Tecnología y de nuestras direcciones universitarias?

sábado, 24 de diciembre de 2022

Pintado en la Pared No. 273

Propuesta de periodización del pensamiento latinoamericano.

Tercer momento: La política deviene ciencia.

En este momento hubo una confluencia de hechos en la historia del pensamiento latinoamericano. Se trata, de un lado, de un hecho de sociología política que fue el ascenso de un personal político que comenzaba a erigirse como el político cuasi-profesional, exponente y beneficiario principal de la democracia representativa.  Para ratificar su condición tutelar en el nuevo orden republicano, ese personal político emergente acudió a las tesis de la soberanía racional y de la “democracia ficticia” que, por supuesto, desplazaba el principio de la soberanía del pueblo; la idea de una “democracia ficticia” fue el modo publicitario de promover la primacía del representante del pueblo, de imponer al individuo educado, blanco y rico como el agente social pre-destinado para el ejercicio de esa soberanía racional. Los expositores de esta tesis meritocrática hicieron sus reflexiones apoyados en la interpretación o vulgarización que hizo Antoine Desttut de Tracy de la obra de Montesquieu.

Haber dejado de leer directamente a Montesquieu y la recepción de Destutt de Tracy nos lleva al otro hecho significativo que consideramos circunscrito a la historia del pensamiento. Se trata del establecimiento de la política como ciencia y, para ser precisos, como ciencia de Estado. Estamos, entonces, ante un momento creador de la política como ciencia mediante la enseñanza universitaria de la ciencia de la legislación vertida en la formación de profesionales del derecho constitucional, del derecho penal y del derecho administrativo. Para ese propósito sirvieron, en los claustros universitarios del sur de América, el Traité de législation de Francois-Charles Comté, los varios tomos de Éléments d`idéologie de Destutt de Tracy, los Principios de moral y legislación de Jeremy Bentham. Al lado de ellos, las obras de Charles-Jean Bonnin, Helvetius, Maine de Biran, Cabanis y Broussais. Este vínculo con el grupo de ideólogos y médicos franceses revela la relación con una comunidad de pensamiento que había entronizado una ciencia y un método aplicados enteramente al estudio de la sociedad. Ese método estaba basado en la observación escrupulosa de la sociedad para hallar las leyes de su funcionamiento, para saber diferenciar entre actos humanos basados en la voluntad o en los instintos y, claro, para determinar qué era o no un delito.

Todo esto sucede en buena parte de la América española en los decenios 1820 y 1830, cuando hay un afán por constituir un nuevo Estado, separado del legado jurídico español. Es un momento secularizador en que el Estado buscaba concentrar el conocimiento jurídico, elaborar el conjunto de códigos que eliminasen los múltiples derechos y jurisdicciones que provenían de los tiempos de la dominación española. Hacer del Estado una unidad cognitiva, simbólica, depositaria del poder de nombrar, legislar, codificar, ordenar. En consecuencia, poseedora de la suficiente fuerza unificadora, responsable de unas operaciones totalizadoras que, por consecuencia, eliminaban o erosionaban los variados derechos y potestades de corporaciones y estamentos. El Estado necesitaba producir su propia teoría sobre su necesidad de existencia y, al tiempo, determinar las operaciones básicas que lo hacían existir: los censos, las estadísticas, la cartografía, la codificación. Por eso son los años de debate entre los defensores de una moral católica y aquellos que propugnaban una ciencia moral universal.

Estamos, pues, ante un momento que cierta sociología habría llamado de concentración de todos los capitales, en que el Estado, para serlo, tenía que provocar la ilusión–la ficción, dirá Pierre Bourdieu- de “producir el Estado” y los juristas, parece, eran los mejor capacitados para esa labor (Bourdieu, 1997). Era un momento reorganizativo del Estado en varios lugares del sur de América. El Estado estaba apoyándose en un grupo de juristas y catedráticos que le ayudaban a producir una ciencia de la sociedad, una teoría legislativa, unas definiciones acerca de la acción humana y de sus efectos en el mundo social, un discurso sobre la cosa pública. Todo esto debía plasmarse en una codificación más o menos homogénea en su doctrina y unitaria en sus alcances. Estaba en discusión una ciencia moral deslindada de la preceptiva dominante del catolicismo; y estaba en discusión la selección del grupo de juristas y de sus doctrinas. En Colombia, la historiografía de modo erróneo ha hablado de la “querella benthamista”; pero lo que estaba en juego era mucho más que leer o no a Bentham. Los funcionarios de Estado, que surgían de la formación y el reclutamiento universitario de esos decenios, intentaban contribuir a la expansión de la razón gubernamental.

Si nos apoyamos en Michel Foucault, podemos suponer que se trata de un proceso cuyo objetivo más apremiante era “gobernar racionalmente porque hay un Estado y para que lo haya” (Foucault, 2006, p. 273). Era, en últimas, tratar de restablecer al Estado como “principio de inteligibilidad” (Foucault, 2006, p. 329). La riqueza discursiva de este período proviene de la pródiga eclosión de autores y obras del pensamiento europeo, especialmente empirismo y utilitarismo inglés al lado del sensualismo francés, aplicados a una etapa muy específica de la formación del Estado en el ámbito hispanoamericano.

Bibliografía.

Bourdieu, P. (1997). De la maison du roi a la raison d´Etat. Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 118, pp. 55-68.

Foucault, M. (2006). Seguridad, territorio y población. Curso en el College de France, 1977- 1978. México: Fondo de Cultura Económica.


lunes, 12 de diciembre de 2022

Pintado en la Pared No. 272

 

La peor versión de Publindex

 

Lo que era una conjetura ahora parece una certeza; el Ministerio de Ciencia y Tecnología comienza mal. Lo poco que ha hecho en lo que va de la presidencia de Gustavo Petro es la presentación, ojalá como simple propuesta, de un nuevo modelo de medición de las revistas especializadas colombianas. Se supone que ese modelo está amparado en una genuina discusión entre universitarios que hicieron parte de una mesa técnica y que tiene en cuenta algunas de las sugerencias de una Comisión de Sabios. Leyendo el modelo, plasmado en 40 páginas, la primera pregunta que nos hacemos es cuál es la verdadera intención de esta propuesta de medición: ¿Reducir el número de revistas, hacer más difícil el ascenso de las publicaciones, evitar que colaboremos en las revistas nacionales, evitar que escribamos en nuestras propias revistas, buscar un auditorio anglosajón, alejarnos de cualquier comunicación entre estudiosos latinoamericanos, impedir que las revistas especializadas sigan sirviendo para otorgar puntaje salarial en las universidades públicas de Colombia? Alguien dirá con gracia que la respuesta es todas las anteriores.

Es cierto que algunas de nuestras universidades hacen muy mal la tarea de volver competitivas nuestras revistas académicas (como sucede desde hace muchos años en mi universidad), pero también es cierto que Publindex se volvió un matorral de requisitos con ecuaciones incluidas para medir citaciones, impactos. Pero olvida cosas muy elementales que no entiendo por qué los delegados de la tal mesa técnica no pudieron proponer; me refiero a la necesaria distinción entre áreas científicas. Habrá que insistir que las ciencias humanas y sociales, las artes y las humanidades investigan y escriben muy distinto a otras ciencias y, en consecuencia, su impacto y sus citaciones no pueden volverse equivalentes al de otras ciencias. Y habrá que insistir que las ciencias humanas y sociales, principalmente, necesitan un diálogo fluido primordialmente en lenguas española y portuguesa con publicaciones afines del ámbito íbero-americano, de modo que la exigencia de un porcentaje anual de artículos en inglés tiene un matiz muy arbitrario. En Francia y Alemania, mal que bien, hay centros de estudios iberoamericanos que, según esta exigencia, quedan excluidos como autores y también como auditorio de nuestras revistas. Y, por supuesto, aún más cerca de nosotros, Brasil con su lengua portuguesa queda rotundamente al margen de este áspero esquema de medición.

Tampoco contempla el modelo de Publindex alguna solución, ni siquiera una perspectiva peor que la actual, a las escasas homologaciones de revistas extranjeras de las ciencias humanas y sociales. A mis colegas les sugiero el ejercicio de revisar cuántas revistas de nuestras áreas de interés están clasificadas en el cortísimo abecedario de Publindex. En mi área de interés no hallo ninguna, de modo que estoy inhibido de enviar artículos a varias revistas latinoamericanas de extraordinaria importancia para mis pesquisas que, claro, para Publindex no tienen ningún valor porque no se ajustan al difícil cálculo de cuartiles. Si uno de los propósitos de esta medición fuese contribuir a crear una comunidad científica iberoamericana que discuta activamente sus hallazgos, sus creaciones en cualquier ámbito de las ciencias humanas y sociales, el modelo tendría que ser consecuentemente otro. Pero, por lo visto, esa no es una prioridad de nuestro Ministerio de Ciencia y Tecnología.

Este modelo de medición contiene una tácita prohibición de escribir y publicar en un conjunto de revistas de tradición en el ámbito hispanoamericano; establece una especie de cordón sanitario con la comunidad científica de nuestro sub-continente. Ante semejante desastre, ese Ministerio debería hablarnos con más franqueza; si su propósito es acabar con la vida de las revistas especializadas y catapultarnos a algo mejor o peor debería decirlo de una vez. Si hubiese una sólida cultura del libro universitario, nos decidiríamos por investigar y escribir de tal manera que el resultado más inmediato fuese un grueso volumen en la estantería de una feria del libro; pero, para mayor desgracia, nuestras universidades (y en especial la mía) no saben editar libros, no saben distribuirlos y menos saben financiar investigaciones de envergadura que culminen en el relativo honor de un libro de 300 o más páginas.

Ahora bien, si el modelo de medición de Publindex está sometido genuinamente a una “consulta pública”, el formulario para responder y opinar ha debido ser más generoso y no limitar nuestros comentarios al mezquino límite de 300 caracteres. Incluso me atrevo a sugerir que la mesa técnica académica tiene que ser más plural, allí veo un solo nombre femenino y, de entrada, debe haber una neta separación en mesas técnicas según áreas científicas. Las ciencias humanas y sociales no pueden seguir siendo sometidas al ritmo neoliberal de nuestros colegas médicos e ingenieros. Ellos tienen otros afanes y otros auditorios. Si el mismo Ministerio de Ciencia y Tecnología no sabe captar las diferencias sustanciales en la producción y circulación de conocimiento, seguiremos en este inatajable descenso de la cantidad y la calidad de la investigación.

jueves, 8 de diciembre de 2022

Pintado en la Pared No. 271


Una historia del pensamiento latinoamericano

(una periodización tentativa)

 

Segundo momento discursivo: el pensamiento de las revoluciones de independencia.

Con la crisis monárquica de 1808 comienza una etapa de pensamiento acerca de la emancipación de las viejas posesiones españolas en América; pensamiento acerca de la liberación y de la libertad, de la separación del dominio de la Corona española y de la instauración de un nuevo régimen fundado en la soberanía del pueblo. La vacatio regis provocó la discusión sobre la legitimidad y legalidad de un orden que, inicialmente, fue pensado como algo provisorio. Por tanto, pensamiento que nació en la incertidumbre de una situación inédita. Aquellos que habían sido los difusores de las ciencias útiles en beneficio de la prosperidad del reino asumieron el debate cotidiano sobre los fundamentos de un nuevo gobierno. Basados en el conocimiento de las obras de Rousseau, Mably, Montesquieu, Sieyes, Locke; conocedores de las experiencias constitucionales de las revoluciones en Francia y Estados Unidos, aquellos improvisados y a la vez predispuestos pensadores políticos intentaron constituirse y constituir las reglas de funcionamiento de un orden, así se tratase de una situación interina.

Con el abate Sieyes intentaron resolver el acertijo del origen fundacional de la soberanía del pueblo; leyendo a Rousseau exaltaron la misión de los legisladores y justificaron una propuesta federal. Mientras tanto, la relación con Montesquieu fue más sinuosa; desde el siglo XVIII, varios ilustrados americanos pusieron en duda el método aplicado por el pensador francés para conocer sociedades y territorios. Su determinismo climático aplicado a la idea de libertad fue rebatido fuertemente por algunos. Con cierta rapidez, Montesquieu dejó de ser leído directamente y fue remplazado por el manual divulgativo de Antoine Destutt de Tracy. La temprana mediación del autor de Elementos de Ideología seguramente revele vínculos con nuevas corrientes filosóficas. Del lado norteamericano, leer a Paine, Jefferson, Hamilton, Madison y otros difusores de un orden federal pudo implicar una rápida adhesión a la democracia representativa como solución a los conflictos inherentes a las pugnas entre facciones que representaban intereses particulares. 

La definición de un nuevo principio de soberanía ocupó a la opinión pública compuesta de individuos letrados que se apropiaron del ritmo cotidiano de discusión por medios impresos. Hubo en muchas partes de la América española un esfuerzo por diferenciar entre el acto constituyente y los poderes constituidos derivados, algo que lejanamente explica Hannah Arendt para los casos francés y norteamericano. Lo cierto es que las revoluciones de la independencia hispanoamericana sostuvieron su propia conversación con las revoluciones antecesoras en ambos lados del Atlántico; quizás por eso una historia del pensamiento político latinoamericano tiene casi la obligación de rehabilitar un proceso histórico despreciado por una filosofía política y por una historia del pensamiento que colocaron en los confines, en la marginalidad, lo sucedido en el ámbito hispanoamericano.

Entre 1808 y 1814 tomó consistencia en las antiguas posesiones españolas un pensamiento republicano cuyos fundamentos fueron el principio de la soberanía del pueblo, la delegación de esa soberanía en un personal capacitado para legislar y cuya primera misión fue crear constituciones políticas, la separación de poderes. En torno a esos fundamentos hubo discusión acerca de la organización de estructuras administrativas centralistas o federalistas, acerca de cómo contener las pasiones y los intereses de las facciones y, además, acerca de cómo limitar los peligros del desborde de la animosidad popular. Por tanto, se trato de un momento muy rico e intenso de la imaginería política que sirvió de base a lo que decididamente adquirió fijeza en la década de 1820. Para entonces, la democracia representativa comenzó a ser uno de los sellos de identidad del republicanismo hispanoamericano, en ese decenio se impone la tesis de la “democracia ficticia”, una especie de superación de la soberanía popular por la soberanía de las capacidades o, mejor, de aquellos capacitados para el ejercicio de representar la voluntad popular. En la década de 1820, el criollo letrado que había experimentado las incertidumbres del cambio de régimen comenzaba a transformarse en el agente social de lo que iba a ser, en el resto del siglo XIX, el político profesional.

Por lo menos desde la famosa Carta de Jamaica (1815) hubo una tentativa por establecer cuál era el lugar del criollo en el proceso de emancipación. La auto-representación -antes de postular un sistema representativa- fue una preocupación de los exponentes del pensamiento republicano. La ambigüedad y la conjetura fueron síntomas retóricos de la condición intermedia de aquellos criollos que desde por lo menos de la década de 1780 demostraron voluntad de gobierno, deseo de hacer parte del poder político, así fuese en la condición subordinada de funcionarios controlados por las autoridades españolas. La oportunidad de gobernar en calidad de principales beneficiarios de la crisis de la monarquía los expuso como los agentes organizadores de un poder en que ellos iban a ocupar la cúspide.  

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