Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 18 de agosto de 2017

Pintado en la Pared No. 162-El libro en Colombia (4)

De la ciencia a la política
La conversación entre científicos y aficionados a las ciencias que querían hacer parte de una exclusiva comunidad ilustrada fue lo predominante hasta los años de la ruptura política, así lo ha demostrado la obra de Silva Olarte y ayuda a reafirmarlo Nieto Olarte en su estudio sobre el Semanario del Nuevo Reyno de Granada, bajo dirección del “sabio” Caldas; pero al lado del libro científico que entretuvo las ilusiones de una élite criolla hubo otro género de obras que pudieron haber llegado a sectores en apariencia muy alejados de la capacidad lectora. No es fácil hacer hallazgos de lectores y lecturas entre grupos sociales que podemos calificar como plebeyos o populares en los últimos años del siglo XVIII. Sin embargo, en una reciente tesis de maestría, cuyo asunto central son los casos de maltrato a la mujer en los últimos decenios de la vida colonial, aparece de modo casi distraído el hecho de que, en 1782, el cultivador de una pequeña parcela cerca de Almaguer (gobernación de Popayán), para justificar el asesinato de su esposa, haya reconocido que leyó el Prontuario de la teología moral del padre Francisco Lárraga, un libro que servía de manual de los confesores católicos desde su primera edición de 1706 y que ocupó lugar primordial en muchas bibliotecas personales sobre todo en la primera mitad del siglo XIX. En su comparecencia, el labrador había leído a su manera el famoso manual de Lárraga: “No peca el marido que mata a la mujer cogida en adulterio”.[i]
Los libros e instrumentos científicos distinguieron fácilmente las “librerías” de los hombres ilustrados; mientras la antigua biblioteca de los jesuitas y la del convento de los franciscanos en Santafé de Bogotá mostraron el predominio de lo que podemos llamar las formas del libro sagrado, los listados testamentarios de sacerdotes católicos, hacendados y hombres de letras demuestran que hubo una tendencia a reunir libros que se ocupaban de asuntos profanos. Por ejemplo, el remate de los bienes que habían pertenecido al presbítero Juan Mariano Grijalba, rector del Real Colegio y Seminario de Popayán entre 1784 y 1808, demuestra un equilibrio entre obras profanas (171) y libros sagrados (143); a eso se añade que el mismo remate de sus bienes propició que su biblioteca y objetos tales como microscopios, prismas, termómetros, brújulas y globos terráqueos terminaran en manos de individuos laicos.[ii]
Pero esta situación del libro todavía replegado en exclusivas librerías de gente ilustrada interesada en la difusión de las ciencias naturales de la época va a cambiar fuertemente a partir de la coyuntura revolucionaria que surge con la crisis monárquica de 1808 a 1810. Muy evidente, aquellos que parecían consagrados a las minucias de la botánica, la química y la física, como Caldas, pasarán a interesarse en otras ciencias, las de gobierno. Los proto-científicos reunidos alrededor de la expedición botánica y del Semanario del Nuevo Reyno de Granada, pasarán a discutir ardorosamente sobre la interinidad política del virreinato; Caldas, por ejemplo, de redactor responsable del Semanario será, enseguida, redactor del Diario político de Santafé de Bogotá. Los periódicos o “papeles públicos” adquirieron importancia por su eficacia comunicativa, un formato breve de circulación regular que proporcionaba noticias frecuentes sobre una situación política inédita. “Con la Revolución asistimos, en primer lugar, a un cambio en lo que se lee”, advierte el historiador Isidro Vanegas y algunos epistolarios de la gente de la época lo confirman; entre 1810 y 1815, por lo menos, era apremiante para los hombres notables suscribirse a varios títulos de periódicos y, además, era primordial afianzar buenas relaciones con los administradores de correos.[iii]
La política absorbió las preocupaciones del notablato criollo; sus bibliotecas personales comenzaron a revelar los intereses propios de hombres públicos consagrados a las tareas de gobierno. Es el caso de los libros que pertenecieron a Francisco de Paula Santander, presidente encargado entre 1821 y 1827 y por elección entre 1832 y 1837; su viaje de exilio y su presencia sistemática en el proceso de construcción estatal, luego del triunfo definitivo sobre el ejército español ayudaron a moldear los géneros de libros contenidos en su biblioteca. Destacamos, por ejemplo, la sección dedicada a lo que podemos llamar asuntos militares, resultado obvio de su actividad al lado del ejército: reglamentos de infantería, libros de estrategia e ingeniería militares, manual de procedimientos para las tropas, diccionarios de sitios y batallas. Más relevante quizás, el grupo de autores relacionados con la administración del Estado: codificaciones, códigos, constituciones de varios países, revistas de estadística, tratados sobre sistemas marítimos, manuales de contribución e impuestos, planes de secretarías de hacienda. Por supuesto, el alto porcentaje de autores y obras de ciencia política encabezados por la obra de Jeremy Bentham; los diez volúmenes de la obra de Maquiavelo y luego Jean-Jacques Rousseau. Entre los asuntos militares de política y administración del Estado, su biblioteca personal reunía casi el 32%. Luego, entre la literatura y la filosofía se sumaba un 24.6%. Sin duda, el viaje de exilio le permitió interesarse por las bellas artes,  por el teatro italiano, por la poesía y la novela alemanas en cabeza de Goethe; sin embargo, se impusieron las prioridades del político profesional, del hombre de Estado.[iv]




[i] Mirando el Prontuario del padre Lárraga, la afirmación es contraria a la que expresó el esposo asesino de 1782: “Y la razón porque no puede el marido matar a su mujer adúltera cogida en el mismo adulterio, ni tampoco al adúltero, es porque no se guardaría el moderamen inculpate tutelae”, Francisco Lárraga, Prontuario de la teología moral, Barcelona, Imprenta de Sierra y Martí, 1814, p. 427. Sobre este caso, Lida Elena Tascón, Sin temor de Dios ni de la real justicia. Amancebamiento y adulterio en la Gobernación de Popayán, 1760-1810, Universidad del Valle, 2014,  p. 162.
[ii] Remate de bienes del padre Grijalba, Archivo Central del Cauca, Sección Colonia, J-II-10 su (sig. 10057), fols. 11 v.-26 v. (1808-1809). Entre los beneficiarios del remate se cuentan notables criollos como José Félix de Restrepo, José Antonio Arroyo, Gerónimo de Torres.
[iii] I. Vanegas, La Revolución neogranadina, Bogotá, Ediciones Plural, 2013, p. 119; el mismo Vanegas es compilador de un precioso epistolario lleno de testimonios sobre el interés lector de un grupo de comerciantes: Dos vidas, una revolución. Epistolario de José Gregorio y Agustín Gutiérrez Moreno (1808-1816), Bogotá, Universidad del Rosario, 2011. 
[iv] Nos hemos basado en el estudio preliminar y el inventario reunidos en el tomo Santander y los libros, Biblioteca de la Presidencia de la República, Bogotá, 1993

Pintado en la Pared No. 161-El libro en Colombia (3)

El  libro en la transición hacia la república, 1767-1839
En esta etapa varios hechos contribuyeron a la consolidación del libro como instrumento educativo del Estado bajo control de la potestad civil. El libro dejó su reclusión en el ámbito predominante religioso católico; la gran biblioteca de los jesuitas pasó a ser una biblioteca pública que incentivó “un uso intensificado del libro” y, agreguemos, permitió una paulatina apropiación laica del legado bibliográfico que había acumulado la Compañía de Jesús. Los libros de esa biblioteca pasaron a ser de dominio público y a servir de apoyo a la formación universitaria.[i] Ese cambió lo acompañó la difusión cada vez más amplia del libro científico, bajo el impulso de la política cultural de la Corona; varias veces, el rey, con ayuda de los virreyes, se encargó de recomendar las innovaciones científicas europeas traducidas al español y que debían hacer integrarse a la enseñanza universitaria en sus posesiones americanas. Algunos de esos libros fueron tutelares en la formación de por lo menos dos generaciones universitarias que entraron en contacto con las novedades de la química, la física, la botánica y medicina, principalmente. Un ejemplo se destaca al respecto, el Diccionario universal de física de Mathurin-Jacques Brisson, libro de tres volúmenes publicado originalmente en francés, en 1781 y cuya traducción al español, problemática por cierto, comenzó a ser publicada en español entre 1796 y 1802; una enjundiosa obra que llegó a los diez volúmenes y que necesitaba, sin duda, del mercado lector de las posesiones españolas en América. La recomendación real era, por supuesto, una actitud de mecenazgo en apoyo a los esfuerzos de los científicos e impresores españoles que abordaron la titánica tarea. La recomendación real llegó el 30 de agosto de 1801 y decía que “habiéndose publicado el Diccionario de Física de Brisson, obra de gran mérito en su clase, traducida al castellano con notas del traductor que la hacen más apreciable, y considerando el rey su importancia por lo que puede influir en el adelantamiento y progresos de los conocimientos útiles, se ha servido su Majestad mandar que vuestra excelencia promueva su despacho dándola a conocer y recomendándola por los medios que le dicte su celo y procedencia. Lo que de real orden participo a vuestra excelencia para su inteligencia y cumplimiento”.[ii] La recomendación debió tener impacto, porque la obra aparece en inventarios de varias bibliotecas (o librerías particulares), por ejemplo en las de Camilo Torres y Francisco de Paula Santander.
El libro científico tuvo su mejor momento, al parecer, entre 1767 y 1808. La presencia de José Celestino Mutis, el paso por el virreinato de Alexander von Humboldt y la organización de la expedición botánica alentaron en los criollos letrados la afición por la exploración científica y por la búsqueda de modelos de conocimiento de la naturaleza. Algunos, como Francisco José de Caldas, se obsesionaron (y se frustraron) con la intención de ponerse al día en el conocimiento de los avances de las ciencias naturales. Sus dificultades para adquirir ciertas obras en boga le hicieron sentir agudamente la distancia con respecto a los lugares de producción de las novedades en algunas ciencias. En su epistolario, Caldas exhibió a menudo la angustia de la incomunicación ante la dificultad para tener a la mano las obras de Linneo o Buffon; hacia 1801 dijo que “la imposibilidad de instruirnos parece invencible. A cuatro mil leguas de distancia de la metrópoli, añada fuerzas marítimas de la Gran Bretaña que cierran la comunicación de España con sus colonias, y casi desesperaremos de poder algún día saber lo que un niño europeo”.[iii]




[i] R. Silva, 2002: 72-81.
[ii] (Documentos para la Historia de la educación en Colombia, tomo VI, 1800-1806, doc. 262, pp. 40 y 41).
[iii] Carta de Francisco José de Caldas a Santiago Pérez de Valencia, Popayán, marzo 20 de 1801, Cartas de Caldas, Bogotá, Academia Colombiana de Ciencias Exactas, 1978, p. 59.

Pintado en la Pared No. 160-El libro en Colombia (2)

Los puntos extremos de una historia
La historia de la cultura impresa precedió y acompañó los procesos de transformación de la vida pública y puso un sello definitorio de las características de la historia republicana; más precisamente, la cultura letrada fue fundamento de la emergencia de un personal político y de la puesta en marcha de un ritmo de discusión permanente apoyado, principalmente, en impresos de breve formato, en particular los periódicos o “papeles públicos”, y, en menor medida, por el formato más exclusivo del libro. El predominio del universo de los impresos, en el caso de lo que fue el antiguo virreinato de la Nueva Granda y que hoy conocemos como Colombia, lo situamos entre 1767, año de la expulsión de la Compañía de Jesús y de inicio de una política publicitaria de la Corona que partió de la expropiación de la biblioteca de esa comunidad religiosa y su paulatina reorganización en busca de sintonía con un proyecto de reforma educativa en el entonces Nuevo Reino de Granada, plasmada en el Plan de Estudios que rigió entre 1774 y 1779 .[i] Hacia 1777 podía hablarse, entonces, de una biblioteca pública y, sobre todo, de un ambiente más o menos favorable a la circulación de impresos.  Aunque la expulsión de la Compañía de Jesús tuvo indudable sello autoritario, dio inicio a una etapa propicia para la circulación de saberes, para cierta expansión asociativa en las coordenadas muy estrechas de los criollos ilustrados. Unos han constatado, por ejemplo, un incremento del comercio del libro y un ambiente más favorable para su circulación;[ii] otros, más recientemente, constatan, además de una “renovación del periodismo”, la voluntad de aplicar una política cultural en un variado espectro.[iii] Eso entrañó la múltiple tentativa peninsular de modificar los estudios universitarios, de proyectar la utilidad de ciertos avances tecnológicos y científicos, de obtener inventarios de los recursos naturales de sus posesiones. Es cierto que el ejercicio de la opinión siguió controlado por las autoridades coloniales que otorgaban, o no, licencias de publicación y mantuvieron una fuerte censura previa; sin embargo, en medio de ese ambiente estrecho para la comunicación, hubo un tenue pero significativo florecimiento de “papeles públicos” en que se mezclaron la necesidad publicitaria de la Corona con el interés de algunos escritores por cumplir, a veces de modo obsequioso, una labor de agentes de comunicación de los actos de gobierno y de los propósitos ilustrados de la monarquía. Algunos historiadores consideran que hubo en esos años una relación ambigua en que se mezclaron las necesidades de difundir y prohibir, en que hubo desconfianza y a la vez convicción sobre los efectos de la circulación periódica de ideas. Esa ambigüedad produjo momentos de tensión y represalias, pero también consolidó una incipiente esfera de opinión letrada, exclusiva y excluyente, pero productiva y significativa que se plasmó en la existencia de algunos periódicos que sirvieron para forjar las premisas de la opinión letrada permanente, regular, que fue más ostensible y plural después de la coyuntura decisiva de 1808 a 1810.[iv]
El decenio 1930 conoció la última gran tentativa del Estado por popularizar el libro y la lectura; en buena medida, la República Liberal, como lo explica el historiador Renán Silva, y como yo lo entiendo, fue una tentativa de culminar un proyecto varias veces fallido que consistió en la expansión de la cultura letrada y con la convicción de moldear a los individuos y formar ciudadanos bebiendo en las fuentes bautismales de la razón y la ciencia.[v] Por su despliegue en acciones, la República Liberal fue un momento culminante de la presencia de intelectuales iluminados que como agentes del Estado le dieron cimiento a una política cultural de masas basada en la expansión del libro, de la escuela y de la figura laica del maestro; por eso, entre otras cosas, desde finales de la presidencia de Enrique Olaya Herrera y en los inicios del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo hubo una reorganización institucional en la formación de maestros de escuela;  el nacimiento en el decenio 1930 de facultades de ciencias de la educación fue uno de los elementos institucionales en el conjunto de políticas estatales de difusión cultural en que el libro y la lectura ocuparon lugar central.[vi]





1Algo detalladamente explicado por Renán Silva Olarte (Los Ilustrados de Nueva Granada, 2002, pp. 46-71).
2Renán Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación, Medellín, Eafit-Banco de la República, 2002, pp. 251-277. Téngase en cuenta, también, la legislación peninsular de 1778 a favor de la imprenta en ambos lados del Atlántico; al respecto, Fermín de los Reyes Gómez, El libro en España y América. Legislación y censura (siglos XV-XVIII), vol. 1, p. 607
3 Gabriel Torres Puga, Opinión pública y censura en Nueva España. Indicios de un silencio imposible (1767-1794), México, El Colegio de México, 2010, pp. 195, 196.
4 Además de los autores ya mencionados, aporta en la misma perspectiva el balance que hace de los periódicos difusores de la ciencia, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, Miguel de Asú, La ciencia de Mayo. La cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, pp.93-116.
5No es casual que el mismo historiador que ha hecho tan minuciosos estudios sobre el mundo intelectual de los ilustrados, en la segunda mitad del siglo XVIII, le haya interesado dar el “salto” hacia los hechos culturales promovidos por los gobiernos liberales entre 1930 y 1946 (R. Silva, República liberal, intelectuales y cultura popular, 2005).
6 Sobre la aparición de las ciencias de la educación en esos años, en Colombia: Rafael Ríos, Las ciencias de la educación en Colombia, 1926-1954, 2008, pp. 64-93.

viernes, 11 de agosto de 2017

Pintado en la Pared No. 159-El libro en Colombia (1)




La vida del libro en su relación con el proceso histórico de cualquier país latinoamericano puede enseñarnos a entender el carácter de nuestros ciclos de modernidad. Hoy, cuando algunos intelectuales importantes anuncian la extinción del libro impreso y el paso definitivo a las formas electrónicas y digitales de circulación de lo que antes se publicaba en papel, se vuelve más interesante entender cómo ha sido nuestra relación, como sociedad, con el mundo de lo impreso.
Hacia inicios del siglo XIX, las incipientes máquinas de imprenta estuvieron asociadas con la modernidad cultural y política; acompañaban la emergencia de una opinión pública deliberante y muy competitiva en que las fuerzas políticas se disputaban el control de los procesos de comunicación cotidiana, buscaban conquistar públicos y adeptos a facciones políticas, partidos, caudillos, proyectos de organización política. El libro y los múltiples impresos periódicos correspondieron con el ascenso de un mercado lector. Al final de ese siglo, en el caso colombiano, ya se insinuaban las librerías como lugares especializados y comercialmente autónomos que promocionaban generosos catálogos de libros en muy diversos géneros, desde los extremos de la bibliografía sagrada a la bibliografía profana. El libro había logrado un lugar institucional en bibliotecas dotadas y reglamentadas por el Estado según políticas de adquisiciones oficiales; y también había logrado un lugar preferente en vitrinas de almacenes, en las casas de gente de “buen tono”, en el humilde taller del artesano, en las pulperías, en las posadas de los caminos, en las sedes de asociaciones mutualistas. En suma, el libro se había vuelto un objeto de circulación masiva y había abandonado su sello de exclusividad social y política.
Aun así, el comercio del libro tuvo durante largo tiempo una relación casi directa con el poder político. Varios políticos y hasta presidentes del país fueron propietarios de rutilantes librerías. Desde Antonio Nariño hasta José Vicente Concha, pasando por Salvador Camacho Roldán y Miguel Antonio Caro, las profesiones de librero y político fueron contiguas. Ellos sabían que la circulación de determinados libros garantizaba, en buena parte, el triunfo de determinadas ideas e, incluso, como sucedió con los impresores, los libreros fueron militantes de uno u otro partido y eso lo expresaron de manera categórica en la naturaleza de sus catálogos. Unos fueron esmerados difusores de la fe católica y otros le apostaron a paradigmas de la vida laica.
Y cuando el mundo de los impresos parecía haber alcanzado su hegemonía en el mercado cotidiano de la opinión y la lectura, llegaron otras formas de comunicación que fueron arrinconando la circulación del libro. Cuando la lectura cotidiana del libro comenzaba a tener cifras comerciales importantes y expresaba un hecho alfabetizador en la sociedad colombiana, aparecieron de manera arrolladora la radio, el cine y la televisión. Se impusieron otros ritmos de comunicación cotidiana y la vida del libro impreso comenzó a erosionarse.

Hoy, sociedades que no alcanzaron a redondear su relación comunicativa con el libro impreso saltaron a las formas digitales de comunicación, rápidas, volátiles. Varias generaciones que no conocieron el contacto cotidiano con el papel impreso navegan en las formas de conversación vaporosas de las redes sociales. El libro en su forma tradicional ha comenzado a estorbar y a verse como un elemento extraño.  Eso habla de lo superficiales que han sido nuestros ciclos de modernidad.  

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