Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 11 de agosto de 2017

Pintado en la Pared No. 159-El libro en Colombia (1)




La vida del libro en su relación con el proceso histórico de cualquier país latinoamericano puede enseñarnos a entender el carácter de nuestros ciclos de modernidad. Hoy, cuando algunos intelectuales importantes anuncian la extinción del libro impreso y el paso definitivo a las formas electrónicas y digitales de circulación de lo que antes se publicaba en papel, se vuelve más interesante entender cómo ha sido nuestra relación, como sociedad, con el mundo de lo impreso.
Hacia inicios del siglo XIX, las incipientes máquinas de imprenta estuvieron asociadas con la modernidad cultural y política; acompañaban la emergencia de una opinión pública deliberante y muy competitiva en que las fuerzas políticas se disputaban el control de los procesos de comunicación cotidiana, buscaban conquistar públicos y adeptos a facciones políticas, partidos, caudillos, proyectos de organización política. El libro y los múltiples impresos periódicos correspondieron con el ascenso de un mercado lector. Al final de ese siglo, en el caso colombiano, ya se insinuaban las librerías como lugares especializados y comercialmente autónomos que promocionaban generosos catálogos de libros en muy diversos géneros, desde los extremos de la bibliografía sagrada a la bibliografía profana. El libro había logrado un lugar institucional en bibliotecas dotadas y reglamentadas por el Estado según políticas de adquisiciones oficiales; y también había logrado un lugar preferente en vitrinas de almacenes, en las casas de gente de “buen tono”, en el humilde taller del artesano, en las pulperías, en las posadas de los caminos, en las sedes de asociaciones mutualistas. En suma, el libro se había vuelto un objeto de circulación masiva y había abandonado su sello de exclusividad social y política.
Aun así, el comercio del libro tuvo durante largo tiempo una relación casi directa con el poder político. Varios políticos y hasta presidentes del país fueron propietarios de rutilantes librerías. Desde Antonio Nariño hasta José Vicente Concha, pasando por Salvador Camacho Roldán y Miguel Antonio Caro, las profesiones de librero y político fueron contiguas. Ellos sabían que la circulación de determinados libros garantizaba, en buena parte, el triunfo de determinadas ideas e, incluso, como sucedió con los impresores, los libreros fueron militantes de uno u otro partido y eso lo expresaron de manera categórica en la naturaleza de sus catálogos. Unos fueron esmerados difusores de la fe católica y otros le apostaron a paradigmas de la vida laica.
Y cuando el mundo de los impresos parecía haber alcanzado su hegemonía en el mercado cotidiano de la opinión y la lectura, llegaron otras formas de comunicación que fueron arrinconando la circulación del libro. Cuando la lectura cotidiana del libro comenzaba a tener cifras comerciales importantes y expresaba un hecho alfabetizador en la sociedad colombiana, aparecieron de manera arrolladora la radio, el cine y la televisión. Se impusieron otros ritmos de comunicación cotidiana y la vida del libro impreso comenzó a erosionarse.

Hoy, sociedades que no alcanzaron a redondear su relación comunicativa con el libro impreso saltaron a las formas digitales de comunicación, rápidas, volátiles. Varias generaciones que no conocieron el contacto cotidiano con el papel impreso navegan en las formas de conversación vaporosas de las redes sociales. El libro en su forma tradicional ha comenzado a estorbar y a verse como un elemento extraño.  Eso habla de lo superficiales que han sido nuestros ciclos de modernidad.  

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