Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Pintado en la Pared No. 124-El próximo Congreso Colombiano de Historia



En la semana del 5 de octubre próximo tendrá lugar la decimoséptima versión del Congreso Colombiano de Historia. Suele ser un evento multitudinario que reconforta, porque es una demostración de la importancia que ha adquirido en la sociedad colombiana el conocimiento histórico. Es el momento de encuentro con invitados internacionales y en que una comunidad académica muy diversa y esparcida por las regiones colombianas puede reunirse para hablar de los dilemas del oficio. La Historia en Colombia es una disciplina que ha alcanzado un alto grado de profesionalización, sustentado en la existencia de una veintena (o más) de programas académicos de pregrado repartidos por el país. Es posible que no hayamos logrado la consistencia de otras tradiciones historiográficas latinoamericanas ni contemos con los recursos que sí poseen otras comunidades de historiadores en nuestro continente, pero aun así ya hay un capital simbólico considerable, problemático y, sobre todo, muy necesario para darle fundamento a cualquier discusión sobre el pasado, el presente y el futuro de Colombia.

Temáticamente es un evento disperso y multitudinario en que se apretujan todas las tendencias investigativas posibles; en una semana funciona algo más de una centena de mesas que reúnen casi un millar de ponentes que exponen sus grandes o pequeños avances en complejos o simples retos investigativos. Precisamente, quizás sea hora de darle un giro más enfático al Congreso y rescatarlo de tanta dispersión en que hasta los mismos asistentes terminamos perdidos sin poder sacar el suficiente provecho de una reunión tan excepcional.

Hay que recordar que la disciplina histórica ha logrado un nivel de institucionalización a pesar de la mediocre política educativa colombiana, a pesar de los pocos recursos y estímulos para la investigación en las ciencias humanas y a pesar de las limitaciones en nuestros archivos, bibliotecas y centros de documentación. El historiador colombiano se ha ido forjando en medio de dificultades, sin las generosidades estatales que pueden hallarse en otros países latinoamericanos. Creo que en el examen de esas dificultades debería estar el temario central que pudiese ocupar a los asistentes de este y próximos congresos.

Me atrevo a proponer que los Congresos de Historia en Colombia se concentren en un temario bien delimitado, en vez de ser el escenario de ocupaciones plurales que bien podrían ser motivo de encuentros, coloquios y otros eventos propios de la dinámica de existencia de cada área de investigación. Por ejemplo, quienes hacen historia política pueden organizar su momento de reflexión y reunión; igual puede decirse para quienes hacen historia social, historia intelectual y un largo etcétera.

No puede ser posible que mientras los historiadores ganamos algún grado de institucionalización en las universidades colombianas, la Historia no sea una asignatura obligatoria en las escuelas y colegios. Mientras discutimos acerca de las responsabilidades históricas de lo que ha sucedido en los últimos cincuenta años, en Colombia no se enseña nada o casi nada sobre los orígenes de la vida republicana; sobre las comunidades precolombinas; sobre los regímenes presidenciales; sobre los procesos y conflictos sociales que han ido moldeando a la sociedad colombiana; sobre hechos, lugares y nombres que pertenecen a alguna tradición que debamos respetar, prolongar o discutir. La enseñanza de la historia no va a resolver los graves problemas de la vida pública en Colombia, pero es un buen principio en el camino de las soluciones. En una sociedad que necesita sentidos de pertenencia, la enseñanza de la historia puede cumplir una labor formadora.

También deberíamos reunirnos prioritariamente para discutir qué hacer con y ante Colciencias, un organismo que no ha servido para promover la investigación en las ciencias humanas; todo lo contrario, esa entidad ha tomado un rumbo funesto y nos ha estado aconsejando que dejemos de escribir libros de historia, porque lo importante y rentable, aunque socialmente intrascendente, es publicar artículos herméticos en revistas especializadas; y ni siquiera nos recomienda que escribamos en las revistas especializadas colombianas, sino que lo hagamos, para poder ascender en el arbitrario escalafón de ese organismo, en revistas extranjeras. Además, su débil presupuesto se desperdicia en mantener una burocracia que le halla destino a sus vidas dificultando la existencia de los demás y proponiendo una competencia de ratas para reunir los requisitos que hacen que un grupo de investigación llegue a una cumbre que no le garantiza absolutamente nada, puesto que no hay ni premios ni becas ni convocatorias de financiación que correspondan con tanto despliegue de esfuerzos y trámites.

Finalmente, los historiadores estamos ante un inexistente sistema de archivos oficiales. Muchos de ellos, en las regiones, funcionan en la informalidad y dependen de la buena o mala voluntad de funcionarios (si acaso lo son) que abren o cierran las puertas según los caprichos reinantes en cada comarca. El Archivo General de la Nación está acéfalo de dirección desde hace rato; sus catálogos son incompletos y desconcertantes, en su mayoría están mal hechos y sólo sirven para ayudar a perderse en la selva documental. Aun así sabe mirar la paja en el rabo ajeno y le dicta principios de organización de archivos a todo el mundo cuando, más bien, necesita concentrarse en la clasificación y disposición de sus documentos para que garantice la consulta fluida y expedita a los investigadores y ciudadanos que requieren sus servicios y lo visitan de todos los rincones del país.

Esos son temas acuciantes dignos de dos o tres días de sesiones, son asuntos propios de la formación de una comunidad de investigación en Historia y sobre los cuales los historiadores colombianos deberíamos fijar posición colectiva en eventos multitudinarios, visibles, en que podemos decirle algo a la sociedad colombiana.   



  

Pintado en la Pared No. 123-Bogotá es una porquería




Bogotá es una porquería. Bogotá, la capital de Colombia, es quizás una de las ciudades capitales más feas del mundo. Pero Bogotá no es solamente fea, es sucia y peligrosa. No se trata de endilgarle a un alcalde o a un partido político en particular todos los males que posee, porque precisamente Bogotá es un acumulado de errores, omisiones, incurias; Bogotá revela todas las incapacidades, excesos, descuidos de la dirigencia política colombiana. La capital de Colombia es el acumulado histórico de todos los errores posibles. Lo que es hoy es el resultado de lo que no se hizo o no se quiso hacer desde hace ochenta, setenta, cincuenta años. Al verla y sufrirla todos los días, entiende uno por qué Colombia es un país atiborrado de conflictos sin resolver y bien acostumbrado a vivir con todos los males posibles encima. La sociedad colombiana se ha vuelto impasible ante todo lo que la agobia, tiene una gran capacidad de adaptación a situaciones invivibles y por eso se revuelca fácilmente en la violencia, la miseria, el desorden, la arbitrariedad, la inseguridad.

Los bogotanos en particular y los colombianos en general somos, al tiempo, seres admirables e incomprensibles; cómo podemos soportar una ciudad que pone obstáculos para las rutinas más elementales; donde no es fácil ir y venir de los puestos de trabajo; donde las calles están llenas de cráteres; donde las principales avenidas son lugares desapacibles y malolientes; donde no hay ningún hito arquitectónico; donde no hay un sistema de transporte masivo cómodo y fluido; donde se puede ser víctima de una banda de delincuentes en cualquier parte. Con razón hemos convivido y sobrevivido con uno de los conflictos armados más antiguos del mundo, si tenemos la costumbre de arrastrarnos en la inmundicia y adaptarnos al peligro.

Propongo un ejercicio elemental para los incrédulos, si acaso es posible. Recorran la ciudad a partir de cada una de las entradas principales. Cada una está en los respectivos puntos cardinales y en todas no se sabe bien dónde termina la calle y comienza la acera; en todas hay destrozos en el asfalto; todos los separadores de unas supuestas autopistas son montículos adornados con basura. Aún más, creo que coincidiremos en destacar que por cualquier lugar que se llegue a la capital de Colombia, y si se va hacia el centro histórico, no hallaremos un monumento o una edificación que constituya un hito arquitectónico. Es la fealdad suprema, es un acumulado intimidante de espacios mal mantenidos, mal administrados.

Bogotá es algo así como el diploma que certifica que Colombia es una sociedad muy desorganizada que no ha podido aprender cosas básicas propias de la vida en común y que su clase dirigente es aviesa. Si en Bogotá no se han impuesto los moldes racionalizadores de un Estado moderno, podremos presentir cómo han crecido las ciudades intermedias colombianas. Es una ciudad con once millones de habitantes y sin una línea de metro, ni de tranvía ni de tren de cercanías. Viendo esta deformidad enorme, nos preguntamos si Bogotá es el resultado de un país pobre que no tiene recursos suficientes para modernizarse o si su clase política es tan corrupta y tan inepta que no ha podido tener un liderazgo y una capacidad de gestión para realizar obras sustanciales que ayuden a la vida colectiva. Bogotá, la capital colombiana, es de todos modos el corolario de fracasos compartidos de políticos de todos los pelambres, de ingenieros, economistas, urbanistas arquitectos, abogados. Es el monumento solemne al fracaso de la vida en común en un país donde es fácil matar y destruir.

  

Seguidores