Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 26 de marzo de 2021

Memoria de la peste


 

La moraleja del campo quindiano.

En la forzosa memoria colectiva de la pandemia del nuevo coronavirus, iniciada en 2019 en China, seguida traumáticamente en el resto del mundo durante el 2020 y prolongada en lo que va del 2021, tendremos que referir la experiencia de aquellos que decidimos y pudimos refugiarnos en el mundo rural, “en la segunda casa” (que se volvió transitoriamente la primera), según denominación muy europea del lugar en que la clase media, en particular, solía pasar los fines de semana, las vacaciones laborales o las de verano. Esa experiencia aceleró otro modo de vivir, otras convivencias, otras maneras de ponerse en relación con la vida, con el mundo. El espacio abierto del campo permitió afrontar con cierta placidez la angustia de un temible contagio; allí no fue necesario caminar con un tapabocas, allí no hubo opresiones sobre la movilidad corporal, al contrario.

Un aprendizaje inmediato en esa experiencia fue, en mi caso concreto, el contacto con el mundo natural, con el ritmo de las plantas, de los animales, de los insectos. La evolución de una planta hacia la flor y luego hacia el fruto; el cotidiano contacto con “los bichos” especializados del invierno y del verano; la conversación -si cabe decirlo así- con las vacas, los cerdos, los gatos, los perros, los caballos. A eso se agregó otra relación con los alimentos: ir al árbol y tomar la naranja para llevarla casi de inmediato a la boca; procedimiento semejante con muchos otros frutos. La naturaleza vista como una despensa generosa, múltiple que se agota, que la explotamos, que la limitamos: las ramas de aquel árbol que nos estorba, el abono especializado para el crecimiento de tal o cual cultivo.

Durante este largo año de “reclusión” en el campo contemplé el paso incesante y vigoroso de camiones; caravanas diurnas y nocturnas de cargamentos de aguacate, plátano, piña, naranja, reses y pollos camino a los lugares de sacrificio masivo. En fin, el campo disponible para alimentar, para circular productos de inmediato consumo; el campo como lugar útil para satisfacer necesidades básicas de los seres humanos. Ese esplendor trágico del campo como proveedor inmediato de las ciudades clausuradas por las urgencias del confinamiento colectivo. Vi cómo el campo que rodea al pequeño municipio de Montenegro -antiguo enclave de la economía cafetera- expresaba su feracidad y hacía su contribución a la sociedad en un momento crucial de la necesidad de sobrevivir para el mundo. Montenegro volvió a ser lo que fue al nacer como punto político-administrativo en el engranaje de la vida pueblerina de lo que, también originalmente, fue el Gran Caldas, la avanzada de la colonización antioqueña protagonizada por mujeres y hombres acostumbrados al trabajo del campo.

Al lado de eso, el espectáculo cotidiano de muchos hombres y algunas mujeres a pie o en bicicleta que desde las cuatro de la madrugada recorren más de cinco kilómetros para ir a trabajar en las fincas; para ellos no existieron las restricciones del confinamiento. Muchos de esos hombres pasan de setenta años y están acostumbrados a los rigores del trabajo a la intemperie; mano laboral barata que labra de sol a sol por el equivalente a unos ocho dólares diarios. Desde los lejanos tiempos de la recolección de café, estos jornaleros han sido el pilar del amasijo de fortunas; hombres y mujeres mal pagados y mal alimentados que distraen sus miserias escuchando música machista que canta la pesadumbre de amores frustrados. Sin esos trabajadores rurales, la comida diaria de muchos colombianos no estaría disponible en bodegas y almacenes o en las mesas de cada hogar.

La distorsión provocada por las últimas cuatro décadas de desorden en las políticas del campo, y que está plasmada en el aumento acelerado de las porciones de asfalto en lugares donde antes hubo árboles y sembrados de café y plátano, mostró en esta coyuntura toda su inutilidad económica y social. Las antiguas fincas convertidas en hoteles, las piscinas y cabañas para turistas demostraron, en este paréntesis pandémico, toda su incapacidad para servir a la sociedad. El ser humano, perdido en las lógicas del lucro y el mercado, está destruyendo su propia salvación como ser humano. La pandemia ha demostrado que la vocación de esta parte del planeta, de esta parte de Colombia, es la agricultura, el reconocimiento de la diversidad climática que hace posible, en un reducido espacio, disfrutar de todo lo que puede darnos la naturaleza.

¿Nuestros dirigentes políticos, nuestros empresarios habrán aprendido de la moraleja que nos deja el paréntesis obligado de la pandemia? Yo, de ser propietario de una de las tantas fincas-hoteles que destruyen cotidianamente el todavía generoso entorno natural quindiano, ya habría comenzado a desmontar las piscinas, las tuberías de aguas residuales que aniquilan el paso natural de ríos y quebradas, las casonas que albergan el ruido y la mugre plástica de los turistas urbanos. La mixtura del agro-turismo oculta una indecisión general, una incoherencia en el examen de lo que hemos venido siendo y lo que pretendemos ser; la calidad de los suelos de esta zona del país no puede segur dilapidándose en la construcción de piscinas y parqueaderos. Sin embargo, yo dudo que nuestros dirigentes, nuestros empresarios, nuestros “hombres de bien” tengan la lucidez para tomar decisiones que afirmen la vocación agrícola de esta región y que respeten lo que aún queda de biodiversidad.

 

Pintado en la Pared No. 223.


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