Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

viernes, 29 de marzo de 2024

Pintado en la Pared No. 310

 

El “nuevo” intelectual según Rodó

 

José Enrique Rodó (1871-1917) nació en un pequeño país, Uruguay, que entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX logró adelantos que lo volvieron paradigma en el ámbito latinoamericano. Rodó es hijo de una rápida modernización política y cultural que hizo posible, en el limen de dos siglos, un sistema educativo laico, los códigos civil y penal, el ferrocarril, el telégrafo. En 1885 había adoptado el matrimonio civil, en 1907 había una ley sobre el divorcio. Hubo en ese lapso la eclosión de una liberadora poesía femenina con María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini. También la filosofía recorría terrenos firmes con Julio Herrera y Reissig y Carlos Vaz Ferreira.

Ariel fue publicado en 1900, en pleno cambio de siglo. Repleto de símbolos, escrito en un estilo clásico que quiere acentuar el tono didáctico del maestro que habla a sus discípulos. La perspectiva generacional es, desde las primeras líneas, la mejor muestra de la motivación moral del libro. El maestro le pide a la juventud que con su pensamiento y su acción asuma el liderazgo en el destino de América latina.

La guía moral que pretende inculcar Ariel parte de advertir las perversiones del “espíritu de especialización”, de la “cultura unilateral”. Para superar el utilitarismo dominante del siglo que fenecía, Rodó proclamó las virtudes de la universalidad clásica, de la libertad de pensamiento, de la libertad creadora en el arte.  Su ideal de armonía era la conjunción, en clave cristiana, de lo bueno y lo bello, “la ley moral como una estética de la conducta”; “distinguir lo bueno y lo verdadero” hacía parte de la tarea de formar en el buen gusto.

Rodó parecía proponer la formación de una élite cultural poseedora de los cánones de lo bueno y lo bello, capacitada por el conocimiento y por su superioridad moral para guiar las multitudes urbanas que comenzaban a crecer en las urbes latinoamericanas. Siguiendo a Ernest Renan, un autor cuya lectura fue recurrente en la intelectualidad hispanoamericana en la transición hacia el siglo XX, el escritor uruguayo temía las consecuencias de la democratización, eso significaba muchedumbre, vulgaridad, barbarie. Argentina, Uruguay y Chile, particularmente, ya experimentaban la avanzada de la migración europea y esa “multitud cosmopolita” le hacía temer a nuestro autor “los peligros de la degeneración democrática”. No era extraño, en un escritor que nació en el último cuarto del siglo XIX, el uso casi médico de la palabra degeneración y de su opuesta: regeneración Como en los tiempos ilustrados del siglo XVIII, ante la perversión masificadora se alzaba la capacidad selectiva de la razón, el cultivo del mérito para ayudar a seleccionar, por la vía de la educación, a los mejores, a los más capacitados para asumir tareas de gobierno. A eso lo llamaba Rodó “la superioridad de los mejores”. Una aristocracia de la inteligencia que distinguía a una élite intelectual destinada a guiar las sociedades.

Pero el principal temor de Rodó no provenía de la migración europea, la derrota española de 1898 y el consecuente ascenso de Estados Unidos de América le hizo temer algo peor. El continente americano corría el riesgo de ser devorado por la “nordomanía”, por el espíritu utilitario de los yanquis. El país del norte era el Calibán moderno que ponía en peligro el alma latina, la belleza proveniente de la lengua española, del buen gusto del artista. “A vuestra generación toca impedirlo”, ese era el llamado casi angustioso de alguien que percibía un punto de quiebre en la historia y la cultura de América latina. La expansión del capitalismo exigía una “América regenerada” conducida por un nuevo (o más bien viejo) tipo de intelectual, aquel capaz de imponer las virtudes mezcladas de la razón y el sentimiento.

martes, 5 de marzo de 2024

Pintado en la Pared No. 309

 

José Carlos Mariátegui y su incompleta realidad (2)

 

Para el pensador peruano, la conquista española fue un cataclismo que destruyó la identidad, la economía y la población indpigena. spañola fue un cataclismo que destruyígenas; a partir de esto, propone la rehabilitación de lo que alguna vez fue el comunismo incaico. Tal propuesta la resume en una frase casi paradojal: “un nuevo Perú con una antigua civilización”. Para varios críticos, Mariátegui ha construido una hipérbole de la condición del imperio inca antes del arrasamiento español. Aun así, la tesis que atraviesa Siete ensayos es una especie de utopía del retorno, un pasatismo a ultranza que postula el regreso a una situación idealizada en que los incas habían constituido, según él, una “formidable máquina de producción”. Con España, luego con Inglaterra y con el desarrollo capitalista de inicios del siglo XX, Perú seguía siendo un país feudal basado en la economía de agro-exportación, incapaz de crear una economía nacional que aprovechase la vocación agrícola del país. Y, sobre todo, incapaz de aprovechar la vocación comunitaria de la economía incaica.

El libro está atravesado por un exaltado indigenismo; por lo menos cinco de los siete ensayos hacen énfasis en la condición económica, moral y religiosa del indio. Perú es, en su perspectiva, mayoritariamente campesino e indígena y cualquier solución pasa por el reconocimiento del indio como elemento étnico y económico constitutivo de la historia de ese país. La legislación republicana y la economía liberal han sido, luego, de la conquista española, factores que han acelerado la pauperización de los indígenas, la absorción latifundista de la propiedad comunal de la tierra. A eso se une un sistema político que ha asilado a las regiones y les ha permitido a los gamonales asumir el control local. Quizás desconcierte que, en medio de la exaltación del pasado incaico, subestime el vigor de la religión inca cuando afirma que “carecía de poder espiritual para resistir el Evangelio”. Y a ese juicio puede unirse su opinión según la cual lo mejor de la literatura peruana proviene del “dualismo quechua-español”.

Las ambigüedades se vuelven evidentes. Por pasajes, su indigenismo postula la solución radical del retorno a un supuesto imperio inca económicamente vigoroso; pero al lado de esto vacila entre condenar la conquista española o admitir que hay una herencia –en la religión y en la lengua- que no puede soslayarse y, al contrario, es parte de la riqueza de cualquier proyecto de unificación nacional.  Su indigenismo es neto o adhiere a un mestizaje que acepta el legado cultural de España.  

Al lado de las ambigüedades hay carencias argumentativas ostensibles. Sus ensayos están construidos alrededor del problema del indio y descuidan cualquier valoración apropiada de otro hecho histórico, económico, cultural y demográfico; se trata de la existencia de la población afrodescendiente, completamente olvidada en su utopía estrictamente incaica. Ese no es el único olvido interpretativo de los Siete ensayos. Al despreciar aquella población no vincula a su estudio la compleja relación entre la costa y la sierra. Mariátegui parece haberse enconchado en una mirada estrechamente andina. Tan ensimismada es su mirada en la economía y la sociedad andinas que ha otro olvido deplorable en su débil geografía política. Ha olvidado la selva amazónica. Perú ha estado hecho de tres grandes zonas bien definidas: costa, sierra y selva. Sus Siete ensayos no logran una mirada integral sobre el mapa étnico del Perú; por eso, su interpretación marxista es una tentativa incompleta.

(FINAL)

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