El “nuevo” intelectual según Rodó
José
Enrique Rodó (1871-1917) nació en un
pequeño país, Uruguay, que entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX
logró adelantos que lo volvieron paradigma en el ámbito latinoamericano. Rodó
es hijo de una rápida modernización política y cultural que hizo posible, en el
limen de dos siglos, un sistema educativo laico, los códigos civil y penal, el ferrocarril,
el telégrafo. En 1885 había adoptado el matrimonio civil, en 1907 había una ley
sobre el divorcio. Hubo en ese lapso la eclosión de una liberadora poesía
femenina con María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini. También la
filosofía recorría terrenos firmes con Julio Herrera y Reissig y Carlos Vaz
Ferreira.
Ariel fue publicado en 1900, en pleno cambio de siglo. Repleto
de símbolos, escrito en un estilo clásico que quiere acentuar el tono didáctico
del maestro que habla a sus discípulos. La perspectiva generacional es, desde
las primeras líneas, la mejor muestra de la motivación moral del libro. El
maestro le pide a la juventud que con su pensamiento y su acción
asuma el liderazgo en el destino de América latina.
La guía moral que pretende inculcar Ariel parte de advertir las perversiones
del “espíritu de especialización”, de la “cultura unilateral”. Para superar el
utilitarismo dominante del siglo que fenecía, Rodó proclamó las virtudes de la
universalidad clásica, de la libertad de pensamiento, de la libertad creadora
en el arte. Su ideal de armonía era la
conjunción, en clave cristiana, de lo bueno y lo bello, “la ley moral como una
estética de la conducta”; “distinguir lo bueno y lo verdadero” hacía parte de
la tarea de formar en el buen gusto.
Rodó parecía proponer la formación de una élite
cultural poseedora de los cánones de lo bueno y lo bello, capacitada por el
conocimiento y por su superioridad moral para guiar las multitudes urbanas que
comenzaban a crecer en las urbes latinoamericanas. Siguiendo a Ernest Renan, un
autor cuya lectura fue recurrente en la intelectualidad hispanoamericana en la
transición hacia el siglo XX, el escritor uruguayo temía las consecuencias de
la democratización, eso significaba muchedumbre, vulgaridad, barbarie.
Argentina, Uruguay y Chile, particularmente, ya experimentaban la avanzada de
la migración europea y esa “multitud cosmopolita” le hacía temer a nuestro
autor “los peligros de la degeneración democrática”. No era extraño, en un
escritor que nació en el último cuarto del siglo XIX, el uso casi médico de la
palabra degeneración y de su opuesta: regeneración Como en los tiempos
ilustrados del siglo XVIII, ante la perversión masificadora se alzaba la
capacidad selectiva de la razón, el cultivo del mérito para ayudar a
seleccionar, por la vía de la educación, a los mejores, a los más capacitados
para asumir tareas de gobierno. A eso lo llamaba Rodó “la superioridad de los
mejores”. Una aristocracia de la inteligencia que distinguía a una élite
intelectual destinada a guiar las sociedades.
Pero el principal temor de Rodó no provenía de la
migración europea, la derrota española de 1898 y el consecuente ascenso de
Estados Unidos de América le hizo temer algo peor. El continente americano
corría el riesgo de ser devorado por la “nordomanía”, por el espíritu
utilitario de los yanquis. El país del norte era el Calibán moderno que ponía
en peligro el alma latina, la belleza proveniente de la lengua española, del
buen gusto del artista. “A vuestra generación toca impedirlo”, ese era el
llamado casi angustioso de alguien que percibía un punto de quiebre en la
historia y la cultura de América latina. La expansión del capitalismo exigía
una “América regenerada” conducida por un nuevo (o más bien viejo) tipo de
intelectual, aquel capaz de imponer las virtudes mezcladas de la razón y el
sentimiento.