Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

martes, 3 de noviembre de 2009

LA PRENSA Y LA OPINIÓN EN LOS INICIOS REPUBLICANOS, 1808-1815 (II)

PINTADO EN LA PARED No. 19
Libertades y restricciones

Entre 1808 y 1815, a pesar del fracaso de la tentativa de formación de gobiernos republicanos, tuvo lugar en lo que hasta entonces había sido el Nuevo Reino de Granada la consagración pública del individuo letrado. En ese lapso se hizo evidente que el personal letrado iba a consolidarse como el principal emisor y consumidor de opinión, que se iba a erigir en ciudadano activo, en detentador de la representación del pueblo, en empleado público y, en fin, que su condición letrada iba a ser la premisa del reconocimiento como agente político. Las constituciones de esa época fueron casi obsesivas en su redacción al otorgarle a ese grupo de individuos una gama de funciones, derechos y deberes. Dicho de otro modo, el hombre de letras logró en aquella coyuntura un papel protagónico que le permitió fabricar a su manera el espacio público para su actuación.

El “pueblo” –categoría cuya sustancia no podemos dilucidar del todo aquí- había delegado la soberanía en sus “representantes”, esos representantes se dedicaron a redactar constituciones que, desde el preámbulo y a lo largo de sus articulados, construyeron una institucionalidad fundada en el mecanismo legitimador de la representación. La pieza central de ese mecanismo fue el sistema electoral que en muchas de esas constituciones fue reglamentado con minuciosidad. Para participar como sufragante o elector, se necesitaba reunir requisitos superiores al de ser ciudadano. Aunque el sistema electoral de estas primeras constituciones ha merecido y merece estudio aparte, nos interesa destacar al menos lo siguiente: primero, el camino electoral fue expuesto como el único válido en el reconocimiento de la representación política o, mejor, el representante del pueblo era el fruto de un proceso electoral que era, a la vez, un proceso selectivo de una capa ilustrada y pudiente de ciudadanos. Por ejemplo, la Constitución de Cartagena de 1812 exigía, como otras, las siguientes cualidades para ejercer el derecho a elegir:


Las cualidades necesarias para tener en ejercicio este derecho son: la de hombre libre, vecino, padre o cabeza de familia, o que tenga casa poblada y viva de sus rentas o trabajo, sin dependencia de otro; y serán excluidos los esclavos, los asalariados, los vagos, los que tengan causa criminal pendiente, o que hayan incurrido en pena, delito o caso de infamia, los que en su razón padecen defecto contrario al discernimiento, y, finalmente, aquellos de quienes conste haber vendido o comprado votos en las elecciones presentes o pasadas[1].


En segundo lugar, y en conexión con esa reglamentación electoral, algunas cartas constitucionales adelantaron precisiones en torno al tipo de individuos que podían ocupar cargos en cualquiera de los tres poderes; para ser presidente de un estado o una provincia se exigió principalmente que fuese magistrado o juez letrado. La Constitución de Cartagena de 1812 y la de Cundinamarca del mismo año determinaron que para ser miembro del Poder Ejecutivo era necesaria “la instrucción en materias de política y gobierno.”[2] Esta consagración pública del hombre letrado como hombre político estuvo basada, entonces, en la elaboración de un sistema electoral altamente selectivo que determinó, en buena medida, la índole futura del personal profesional de la política. La simple redacción de constituciones fue, visto así, un ejercicio neto de poder, de definición de un cuerpo político, aunque en la realidad su funcionamiento estuviese sometido a las tensiones y la incertidumbre.


Esas constituciones estuvieron precedidas y acompañadas, en verdad, por tensiones de diversa índole. Las elites criollas en la América española temieron los desbordamientos populares y socio-raciales que habían dado señales de profundos descontentos durante la administración colonial; los sucesos de Haití o la rebelión comunera de 1781 no podían despreciarse. Entre la misma elite criolla no había unanimidad acerca del diagnóstico y del horizonte que podía diseñarse en lo que había sido hasta entonces unidades administrativas de la Corona española. Relaciones familiares, de amistad, de vecindad; intereses comerciales, viejas disputas entre parroquias, resistencias al cambio en nombre de la tradición, ambiciones geoestratégicas según las mutaciones en la repartición del mundo; todo eso, y otras cosas más, estuvieron en lisa en la intensa coyuntura que va de 1808 a 1814 en los antiguos dominios españoles en América. En la intensidad e importancia de ese momento de tránsito no es necesario insistir porque la historiografía universitaria ha dicho cosas contundentes sobre el asunto. Pero lo que interesa aquí es recalcar la existencia de ese clima de tensiones para entender el ánimo con que se legisló y se obró en materia de nuevas libertades individuales, cómo se exhibió un tímido liberalismo en la enunciación y aplicación de, por ejemplo, la libertad de imprenta y la libertad de asociación.

Las primeras legislaciones sobre la libertad de imprenta fueron contradictorias; mezclaron el otorgamiento entusiasta de la nueva libertad con un listado de restricciones. Ya decíamos que la libertad de imprenta estuvo inscrita en la libertad de opinión; al ciudadano se le otorgó el derecho de manifestar sus opiniones por medio de la imprenta “o de otro cualquier modo”. En algunas constituciones, como la de la provincia de Mariquita, se pretendió conferirle a la libertad de opinión la capacidad de intervención, de examen y vigilancia sobre la representación política y los funcionarios del gobierno, algo que había sido materia de discusión en Francia en los años inmediatamente posteriores de su revolución:

La libertad de imprenta es esencialmente necesaria para sostener la libertad del Estado. Por medio de ella puede todo ciudadano examinar los procedimientos del Gobierno en cualquier ramo, la conducta de los funcionarios del pueblo como tales, y hablar, escribir, reimprimir libremente lo que guste, exceptuándose los escritos obscenos y los que ofendan al dogma, quedando responsable del abuso que haga de esta libertad en los casos fijados por la ley.[3]

La Constitución del Estado de Antioquia de 1812 es más generosa en contradicciones y nos permite sospechar un ambiente político repleto de tensiones, es la que mejor condensa las aprensiones del personal político-letrado de la época. Como otras, comenzó anunciando que la libertad de imprenta “es el más firme apoyo de un Gobierno sabio y liberal”; al parecer, el deseo más inmediato de los gobiernos provisorios de aquel tiempo fue encontrar en los impresos un medio de difusión de la actividad de los nuevos gobernantes y, por tanto, un recurso rápido y eficaz de legitimación. Enseguida, hay un artículo, como en casi todas las legislaciones de la época, consagrado a advertir que “no se permitirán escritos que sean directamente contra el dogma y las buenas costumbres”. La defensa del dogma católico, se entiende, siempre estuvo en correspondencia con declarar a la religión católica como la única oficial del Estado. Pero, he aquí lo que más nos interesa por ahora, sigue otro artículo que dice: “Tampoco se permitirá ningún escrito o discurso público dirigido a perturbar el orden y la tranquilidad común, o en que se combatan las bases de gobierno adoptadas por la provincia, cuales son la soberanía del pueblo y el derecho que tiene y ha tenido para darse la Constitución que más le convenga”. La impresión y puesta en circulación de escritos que pudieran cuestionar las bases de un gobierno, su legitimidad, todo aquello que no contribuyera a la urgencia de un consenso podría ser considerado como “un crimen de lesa patria”.[4] Esta prevención podría ser comprensible en 1815, ante la inminente llegada de la expedición militar de reconquista en cabeza del general Pablo Morillo (1778-1837), momento en que las lealtades políticas y militares eran primordiales.


Un retorno a la censura

Los historiadores coinciden en considerar los últimos decenios dieciochescos y los primeros del siglo siguiente como un periodo de tránsito en que un primer liberalismo debió convivir y mezclarse con los principios intelectuales y morales de la Ilustración y con los remanentes de una sociedad que aún no se regía por valores inherentes al individualismo. Dicho de otro modo, un orden jurídico nuevo y proclive a la extensión de libertades individuales contrastó por algún tiempo con una sociedad que veía todavía con recelo la emergencia de una categoría inquietante que empezaba a llamarse “opinión pública”. Ese tiempo conoció tensiones entre quienes proclamaron y quisieron poner en práctica la libertad de imprenta y aquellos que estaban acostumbrados a ciertas restricciones en la expresión con tal de evitar la perturbación de “la tranquilidad pública”. La aparición de periódicos e incluso impresos de factura más modesta en que los individuos difundían sus opiniones políticas fue una novedad difícil de admitir para una comunidad letrada acostumbrada a ver en los periódicos un instrumento de difusión de noticias moral y científicamente útiles, de curiosidades, de recetas de urbanidad, de leyes que pretendían contribuir a la felicidad general. De hecho, los primeros gobiernos prefirieron promover gacetas oficiales que garantizaran un necesario y rápido consenso y, al mismo tiempo, intentaron restringir e incluso prohibir la existencia de periódicos redactados por individuos interesados en la polémica política.[5]


En definitiva, hubo una etapa desapacible en que se enfrentaron aquellos que comenzaban a apelar al naciente y aparentemente imparcial “tribunal de la opinión pública”, que preferían someterse a la aceptación o censura del público en vez de seguir apelando a la tradicional aprobación de un monarca, y aquellos que seguían creyendo que los impresos debían promover las buenas costumbres y la obediencia a las autoridades. A ese dilema, muy visible a partir de 1808, se va a agregar luego, hacia 1813, la urgencia de garantizar la unanimidad en la lucha contra un enemigo. Por eso, la libertad de opinión fue en aquel tiempo un precioso dato jurídico al que se podía acudir a la hora de reclamar justicia y respeto a un derecho individual recién conquistado y, con frecuencia, conculcado por gobiernos que todavía ponían en duda la autoridad anónima y general del tribunal de la opinión. El enfrentamiento de esas dos percepciones acerca de la índole que debían tener los impresos fue, por supuesto, el origen de polémicas.

Hacia 1814 ya se habían acumulado suficientes enfrentamientos entre realistas y patriotas, entre federalistas y centralistas, como para que en la Nueva Granada y Venezuela se impusieran medidas draconianas. Entre enero y agosto de 1812, el estado de Cundinamarca, al mando de Antonio Nariño (1765-1823), le declaró la guerra a las Provincias Unidas; mientras tanto, en Venezuela, el 4 de abril de 1812, se le otorgó facultades extraordinarias al Ejecutivo. El 15 de junio de 1813, Simón Bolívar (1783-1830) declaró la guerra a muerte a los españoles. En un momento álgido de alinderamientos políticos y militares, de concentración del poder en un individuo –para entonces el Libertador ya era, también, un dictador que reunía las facultades de los tres poderes- la libertad de imprenta consagrada en las primeras constituciones quedó sometida al arbitrio de un férreo poder ejecutivo concentrado en la dirección de la guerra.[6] El retorno a la censura previa pareció entonces inminente.

En la Gaceta de Caracas del 28 de febrero de 1814, el secretario de Estado de la república confederada de Venezuela les comunicó a los redactores del periódico que habían publicado “avisos oficiales y particulares que han desagradado al Libertador”. Por tal motivo, dijo enseguida, Bolívar tuvo la intención de suprimir el periódico y, en vez de eso, resolvió que todo documento oficial podía ser publicado pero con su previa autorización; que sobre los procedimientos de los demás gobiernos no se podían publicar reflexiones “sin consultarlas antes con la Secretaria de Estado, para la previa aprobación del Libertador”. Aunque al final del oficio se agregó que estas determinaciones no significaban coartar la libertad de prensa y que era “permitido manifestar [en La Gaceta] las opiniones que quiera”, hay que admitir que ya había un control dictatorial sobre los impresos.[7] Si un periódico como la Gaceta de Caracas, que ya reunía antecedentes de ser portavoz de la emancipación americana, estuvo a punto de ser suprimido por Simón Bolívar, ¿qué podría haber sucedido con los casos de particulares que esporádicamente desearon imprimir y publicar sus opiniones?

Para comienzos de 1814, cuando ya había retornado el rey Fernando VII al trono en España, en territorio americano hubo serios amagos reaccionarios. El Argos de la Nueva Granada contiene testimonios de debates en torno a una nueva legislación que contribuía al retorno de la Inquisición o, al menos, a los tiempos de la censura eclesiástica previa sobre cualquier impreso; además se denunciaba la represión de las autoridades que ordenaban confiscar algunos impresos puestos en circulación. Las denuncias y argumentos vertidos en el periódico del 24 de febrero de 1814 no sólo hablaban de una legislación que pretendía imponer de nuevo el lenguaje de los anatemas contra supuestos herejes, sino que coartaba las conquistas recién adquiridas por el espíritu liberal de entonces; se denunciaba, además, que no se convocara regularmente a elecciones. Por eso, una de las denuncias presentadas por quien se presentaba como un suscriptor del periódico en mientes, remataba así:

A Dios mi amigo, no vengas por acá hasta que esté restablecida la constitución; que reine la ley y no la voluntad caprichosa de los hombres: que haya libertad de imprenta, que se respeten los derechos del hombre; que haya elecciones periódicas sin interrupción, que los Ciudadanos puedan libremente hablar y escribir, y en fin que no haya Dones ni Cruzados, sino Ciudadanos en todo iguales delante de la ley.[8]


La denuncia evocaba que hacia fines de 1813 fueron aprobadas por el Congreso del estado de Cundinamarca algunas leyes que restablecían para la Iglesia católica potestades en torno a la delación, persecución e incluso condena de aquellos individuos que atentaran con sus opiniones contra la preeminencia del dogma católico, además el Poder Ejecutivo había dispuesto suspender la convocatoria del Colegio Electoral.[9] En fin, el peligro de que el Gobierno mutara de “popular representativo” a “monárquico u oligárquico” -como lo decía el suscriptor- que hubiese un probable retorno o triunfo de los partidarios de una regencia y un definido partido a favor de una causa patriótica, todo eso volvía inexorable la apelación a lo que él llamaba el “Tribunal de la opinión pública”. Este “Tribunal de la opinión pública” era el último y supremo recurso para lograr el triunfo de la razón, por su carácter “incorruptible e imparcial”.


Pero, precisamente, ese recurso estaba en entredicho porque un régimen más amplio de libertades estaba en peligro; eso afirmaba enseguida Sinforoso Mutis (1773-1822) -sobrino del director de la Expedición Botánica, compañero de Antonio Nariño en la campaña militar de 1812- en la representación que envió al Senado el 16 de febrero de 1814 y que acompaña la denuncia anterior vertida en El Argos de la Nueva Granada.[10] La carta acudió a un epígrafe aleccionador, citó una frase seguramente proveniente de los manuscritos de Bentham publicados por uno de los primeros números de El Español: “La libertad de la imprenta no depende de la censura anterior o posterior, sino de la libre circulación de los escritos”. El epígrafe anunciaba bien la índole del reclamo que expuso Mutis; por orden del Poder Ejecutivo, un alguacil recogió 131 ejemplares de un impreso de su autoría que había puesto a la venta en una tienda. Es interesante ver cómo el autor de la representación y del impreso acude a la Constitución política para demostrar que varios derechos le han sido vulnerados y que hay, por tanto, un abismo entre los derechos consagrados y los actos del Poder Ejecutivo. Con la confiscación del impreso puesto ya en venta, Mutis pensaba que le estaban conculcando varias libertades conexas: la de impresión, la de circulación de impresos, la de disponer de sus bienes y rentas, la de gozar y disponer del fruto de su ingenio. En definitiva, una gama de libertades que circulaban desde la difusión de los derechos del hombre y el ciudadano y que fueron también proclamadas en casi todas las constituciones del interregno de 1811-1815.

Esta primera etapa de enunciación y aplicación de libertades individuales fue sinuosa para la libertad de imprenta; así comienza una historia menuda de avances y retrocesos en materia de difusión de impresos que hace falta documentar. Hemos reunido algunos ejemplos y, con seguridad, hallaremos otros. Hasta ahora podemos hablar de un momento ambiguo, indeciso, en que quienes abogaban por la instauración de principios liberales encontraban que los primeros gobiernos tenían temores, fundados o infundados, sobre el otorgamiento pleno de ciertas libertades individuales. Como veremos más adelante, el asunto fue más evidente y casi unánime en el caso de la libertad de asociación; la libertad de imprenta parecía ser parte de las premisas de instauración de un sistema representativo, mientras que la libertad de asociación podía ser uno de los elementos más peligrosos para el buen funcionamiento de ese sistema.

Para entender aún mejor los dilemas y contradicciones de esta primera etapa de apelación sistemática a la opinión pública, hemos considerado muy apropiado acudir al testimonio generado con lucidez por Antonio Nariño en su polémico y sustancioso periódico La Bagatela, publicado entre el 14 de julio de 1811 y 12 de abril de 1812.
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[1] Constitución de Cartagena de 1812, título IX, art. 2º, p.559.
[2] Constitución de Cartagena de 1812, título V, art. 26, p. 531; Constitución de Cundinamarca de 1812, título V, art. 29, p. 601.
[3] Constitución de Mariquita, 21 de junio de 1815, Título I, artículo 9, p. 647. Sobre la semejanza con la libertad de opinión como ejercicio del poder de vigilancia o de ratificación de los actos legislativos, ROSANVALLON, Pierre, La démocratie inachevée, Paris, Gallimard, 2000, p. 44-46.
[4] Constitución del Estado de Antioquia, 21 de marzo de 1812, Sección II, art. 3º, p. 466. No hay ostensibles cambios en la Constitución de 10 de julio de 1815, también del Estado de Antioquia.
[5] Una caracterización de ese periodo de transición la hace LEMPERIERE, Annick, “República y publicidad a finales del Antiguo Régimen (Nueva España)”, en GUERRA y LEMPERIERE (dir.), Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX, México, FCE, 1998. p. 54-79.

[6] Sobre ese momento político, tanto en la Nueva Granada como en Venezuela: THIBAUD, Clement, Repúblicas en armas, Bogotá, Planeta, 2003, p. 140-148.
[7] “Oficio del Secretario de Estado a la redacción de la Gaceta”, Gaceta de Caracas, No. 45, febrero 28 de 1814, p. 2.
[8] “Noticias del interior”, Argos de la Nueva Granada, N° 16, 24 de febrero de 1814, p. 63.
[9] El denunciante cita, por ejemplo, en materia de opiniones sobre la religión católica, el acuerdo del 30 de octubre de 1813, publicado en Gaceta ministerial del 11 de noviembre; y el decreto del 7 de diciembre del mismo años, publicado en Gaceta ministerial del 16 del mismo mes, sobre suspensión de la convocatoria del Colegio Electoral.
[10] “Representación que ha dirigido el ciudadano Sinforoso Mutis al Exmo. Senado”, Argos de la Nueva Granada, Tunja, N° 16, 24 de febrero de 1814, p. 63.

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