Para qué sorprenderse o indignarse, el asunto es corriente, más de lo que nos atrevemos a creer. Ya es una costumbre, puede ser incluso un dato estadístico, una regularidad. Podríamos decir que de veinte tesis de pregrado presentadas en un mismo año, recién empastadas para guardar en una biblioteca, dos pueden contener algún nivel de plagio. Y no plagios cándidos, sino esos plagios aleves, inmisericordes a los que nos ha ido acostumbrando la generación del “rincón del vago”. Ahora bien, el plagio no es asunto exclusivo de muchachos despistados que, ante su minusvalidez mental, buscan dónde cortar, copiar y pegar. El problema no es solamente de los estudiantes que llegaron a la universidad con dificultades básicas en lecto-escritura, también lo es de gente venerable y respetable que debería estar más allá del bien y del mal.
La vida es un eterno plagio, la originalidad es una simple mañana de fiesta, una breve celebración de la rareza, como decían en alguna parte Jorge Luis Borges y Michel Foucault (si hubiese dicho lo que acabo de decir, sin mencionar a Borges y Foucault, cualquiera podría acusarme de plagio). Todos nos hemos deslizado en alguna manera de hurtar palabras, enunciados, discursos, ideas de los demás. Un colega me contaba hace poco que al conversar con otro profesor “le soltó unas cuantas afirmaciones”, pero nunca se imaginó que su compañero de conversación comenzara una reunión al día siguiente usando militrémicamente sus palabras sin tomarse la molestia de advertir que eso lo había aprendido el día anterior en una conversación con su amigo. Se había apropiado, sin permiso, de las palabras de un colega. En los arrumes de libros y revistas que entregamos en los comités de credenciales debería haber una sección de plagios, que seguramente necesite un generoso armario aparte. Existe, además, el auto-plagio: la repetición de un mismo texto con estratégicas modificaciones, bien planeadas por el propio autor y muy lucrativas en la suma de puntajes que dan dinero. También existe algo que, según me han contado, se llama “el carrusel de los libros”. Esos extraños autores prolíficos que escriben hasta diez libros en un año, como sucedió con alguien en la Universidad del Quindío. Entre autor, editor y evaluadores de bolsillo había un carrusel de fabricación asombrosa de libros que produjo ganancias para todos los implicados y un hueco financiero para la universidad. Sobra decir que en esas decenas de libros anuales había pocas ideas originales, salvo la perversa originalidad de sacarle provecho a una legislación ambigua y a la ausencia de controles internos.
¿Qué factores permiten la cada vez más amplia libertad de robo a la propiedad –supuestamente inalienable- de cada autor? ¿Por qué el derecho de autor es una figura cada vez más vulnerable? Mi respuesta, en principio, es que hemos caído en la trampa de la batalla por el prestigio, la gloria, la fama y, a eso se agrega algo peor, la batalla por el enriquecimiento. Los últimos cuatro decenios en la historia de Colombia bien merecen ser examinados en su contextura intelectual, en su “utillaje mental”, porque en ese lapso se han producido unas monstruosidades terribles; unas conductas, unos valores y unas creencias se han desdibujado para dar lugar a otras. Matar es cada vez más fácil, y justificar el asesinato es cada vez más sencillo. Los ladrones son inteligentes, "vivos", los honestos son unos pendejos.
Pero ha sucedido algo más, las universidades, algunas especialmente, han perdido su capacidad de control. El primer gran control es leer, leernos, examinar con detalle lo que nos envían para evaluar. Podría decir que donde no se lee no hay comunidad académica, no hay ejercicio de la crítica, no hay dictamen, no hay ritos de paso, no hay autoridades, no hay respeto. El plagio pasa impune donde los ojos están cerrados, donde el profesor bosteza y pasa la página sin mirar. El plagio es posible entre aquellos que quieren a toda costa subir de categoría profesoral, pero que saben que no pueden hacerlo investigando, pensando y escribiendo. Entonces toman el camino fácil, el camino acostumbrado en los últimos cuarenta años en Colombia, roban pedazos (a veces no tan pedazos) de otras partes y los presentan como propios. Y los contertulios y amigotes aplauden el hecho, lo celebran y coronan al dudoso autor. Un colega me contaba que un estudiante especializado en plagios, varias veces perdonado por sus profesores, acaba de graduarse con honores en la Universidad del Valle, con solicitud unánime de publicación. Es posible que el estudiante en cuestión se haya redimido a última hora de sus fraudes, pero los antecedentes deberían haber alertado al incauto grupo de evaluadores. Una profesora me contaba que alguna vez, siendo jurado de una tesis, entre el director y su pupilo la presionaron para laurear una tesis que contenía varios párrafos extraídos de artículos tomados de revistas especializadas del decenio de 1990. El estudiante se había tomado la molestia de variar la sintaxis y el léxico originales (lo cual prueba su gran capacidad de engaño), pero las ideas centrales aparecían como una supuesta originalidad del estudiante.
No nos asustemos, no nos indignemos, no seamos hipócritas, el plagio abunda. Ha vuelto famosos y ricos a los ladrones. Por eso, una buen costumbre es leer; la otra es realizar actos públicos de sustentación de tesis; otra buena costumbre es publicar las buenas tesis de los estudiantes (hay que premiar al honesto y no al ladrón). De ese modo podríamos empezar a sentirnos en una verdadera universidad.
Gilberto Loaiza Cano, abril de 2011.