Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

lunes, 25 de abril de 2011

Pintado en la Pared No. 52-Universidad y plagio


Para qué sorprenderse o indignarse, el asunto es corriente, más de lo que nos atrevemos a creer. Ya es una costumbre, puede ser incluso un dato estadístico, una regularidad. Podríamos decir que de veinte tesis de pregrado presentadas en un mismo año, recién empastadas para guardar en una biblioteca, dos pueden contener algún nivel de plagio. Y no plagios cándidos, sino esos plagios aleves, inmisericordes a los que nos ha ido acostumbrando la generación del “rincón del vago”. Ahora bien, el plagio no es asunto exclusivo de muchachos despistados que, ante su minusvalidez mental, buscan dónde cortar, copiar y pegar. El problema no es solamente de los estudiantes que llegaron a la universidad con dificultades básicas en lecto-escritura, también lo es de gente venerable y respetable que debería estar más allá del bien y del mal.

La vida es un eterno plagio, la originalidad es una simple mañana de fiesta, una breve celebración de la rareza, como decían en alguna parte Jorge Luis Borges y Michel Foucault (si hubiese dicho lo que acabo de decir, sin mencionar a Borges y Foucault, cualquiera podría acusarme de plagio). Todos nos hemos deslizado en alguna manera de hurtar palabras, enunciados, discursos, ideas de los demás. Un colega me contaba hace poco que al conversar con otro profesor “le soltó unas cuantas afirmaciones”, pero nunca se imaginó que su compañero de conversación comenzara una reunión al día siguiente usando militrémicamente sus palabras sin tomarse la molestia de advertir que eso lo había aprendido el día anterior en una conversación con su amigo. Se había apropiado, sin permiso, de las palabras de un colega. En los arrumes de libros y revistas que entregamos en los comités de credenciales debería haber una sección de plagios, que seguramente necesite un generoso armario aparte. Existe, además, el auto-plagio: la repetición de un mismo texto con estratégicas modificaciones, bien planeadas por el propio autor y muy lucrativas en la suma de puntajes que dan dinero. También existe algo que, según me han contado, se llama “el carrusel de los libros”. Esos extraños autores prolíficos que escriben hasta diez libros en un año, como sucedió con alguien en la Universidad del Quindío. Entre autor, editor y evaluadores de bolsillo había un carrusel de fabricación asombrosa de libros que produjo ganancias para todos los implicados y un hueco financiero para la universidad. Sobra decir que en esas decenas de libros anuales había pocas ideas originales, salvo la perversa originalidad de sacarle provecho a una legislación ambigua y a la ausencia de controles internos.

¿Qué factores permiten la cada vez más amplia libertad de robo a la propiedad –supuestamente inalienable- de cada autor? ¿Por qué el derecho de autor es una figura cada vez más vulnerable? Mi respuesta, en principio, es que hemos caído en la trampa de la batalla por el prestigio, la gloria, la fama y, a eso se agrega algo peor, la batalla por el enriquecimiento. Los últimos cuatro decenios en la historia de Colombia bien merecen ser examinados en su contextura intelectual, en su “utillaje mental”, porque en ese lapso se han producido unas monstruosidades terribles; unas conductas, unos valores y unas creencias se han desdibujado para dar lugar a otras. Matar es cada vez más fácil, y justificar el asesinato es cada vez más sencillo. Los ladrones son inteligentes, "vivos", los honestos son unos pendejos.

Pero ha sucedido algo más, las universidades, algunas especialmente, han perdido su capacidad de control. El primer gran control es leer, leernos, examinar con detalle lo que nos envían para evaluar. Podría decir que donde no se lee no hay comunidad académica, no hay ejercicio de la crítica, no hay dictamen, no hay ritos de paso, no hay autoridades, no hay respeto. El plagio pasa impune donde los ojos están cerrados, donde el profesor bosteza y pasa la página sin mirar. El plagio es posible entre aquellos que quieren a toda costa subir de categoría profesoral, pero que saben que no pueden hacerlo investigando, pensando y escribiendo. Entonces toman el camino fácil, el camino acostumbrado en los últimos cuarenta años en Colombia, roban pedazos (a veces no tan pedazos) de otras partes y los presentan como propios. Y los contertulios y amigotes aplauden el hecho, lo celebran y coronan al dudoso autor. Un colega me contaba que un estudiante especializado en plagios, varias veces perdonado por sus profesores, acaba de graduarse con honores en la Universidad del Valle, con solicitud unánime de publicación. Es posible que el estudiante en cuestión se haya redimido a última hora de sus fraudes, pero los antecedentes deberían haber alertado al incauto grupo de evaluadores. Una profesora me contaba que alguna vez, siendo jurado de una tesis, entre el director y su pupilo la presionaron para laurear una tesis que contenía varios párrafos extraídos de artículos tomados de revistas especializadas del decenio de 1990. El estudiante se había tomado la molestia de variar la sintaxis y el léxico originales (lo cual prueba su gran capacidad de engaño), pero las ideas centrales aparecían como una supuesta originalidad del estudiante.

No nos asustemos, no nos indignemos, no seamos hipócritas, el plagio abunda. Ha vuelto famosos y ricos a los ladrones. Por eso, una buen costumbre es leer; la otra es realizar actos públicos de sustentación de tesis; otra buena costumbre es publicar las buenas tesis de los estudiantes (hay que premiar al honesto y no al ladrón). De ese modo podríamos empezar a sentirnos en una verdadera universidad.

Gilberto Loaiza Cano, abril de 2011.

jueves, 7 de abril de 2011

Pintado en la Pared No. 51

La Universidad Pública reformada

Por: Gilberto LOAIZA CANO

A las universidades públicas colombianas e incluso a las universidades privadas más consolidadas y antiguas en nuestro medio, les incumbe una manifestación unísona en defensa de un sistema universitario nacional horadado y maltrecho. Las universidades públicas han sido regularmente vapuleadas por un Estado mezquino que no ha podido ni querido poner la educación superior en el renglón de las prioridades. En los últimos cuarenta años, las universidades públicas han tenido que someterse a un doble trabajo de debilitamiento; desde afuera, por instituciones estatales e iniciativas particulares que fueron imponiendo una legislación que dio permiso para que negociantes de la educación convirtieran la formación universitaria en un asunto de crecimiento inmobiliario, en adecuación de lotes y casonas para improvisar aulas, cursos y carreras para estudiantes desahuciados por la estrechez del sistema universitario público y por las necesidades laborales. Con profesores mal remunerados y muchas veces sin cumplir los protocolos mínimos de reproducción del conocimiento (porque no les ha interesado producir: muchos de esos sitios han crecido sin bibliotecas, sin departamentos y proyectos de investigación). Desde adentro, por funcionarios, por miembros de comunidades científicas y por corrientes de la menuda politiquería que convirtieron a las universidades en sitio de ferias de contratos, de oportunidad de lucro y de obtención de prestigios que nada tienen que ver con la misión básica de cualquier universidad en el mundo; algunos parásitos y mercenarios de la cultura disfrazados de profesores universitarios o de estudiantes, simples vividores que encontraron en las universidades públicas colombianas su vividero en nombre de una autonomía universitaria que ellos mismos se han encargado de esquilmar.

La universidad pública colombiana ya ha sido reformada. El proyecto de reforma de la ley general de educación, en Colombia, que hoy, 7 de abril, nos ha obligado a marchar de manera multitudinaria, es un corolario de las intenciones y los logros de un grupo amplio y difuso de “instituciones de educación superior” que fueron ganando terreno en la dirección de las políticas educativas del país, que supieron colocarse en el control del Estado para beneficiar sus pequeños pero prósperos negocios. El proyecto de reforma condensa la emergencia y consolidación de los nuevos ricos de las microempresas de una dudosa formación universitaria. Pero, también, condensa el triunfo acumulado de aquellos que dentro de nuestras universidades públicas aplicaron o reprodujeron lemas mercantiles hasta lograr, por ejemplo, que la formacion en maestría y doctorado siga los criterios de las universidades privadas; uno de los resultados visibles de ese triunfo es la esquizofrenia del personal docente, escindido entre las convicciones de lo que debe ser una universidad abierta a los jóvenes de bajos recursos y la tarea de volver auto-financiable un programa de doctorado. Por supuesto, cada vez hay menos profesores universitarios que padezcan alguna ambivalencia al respecto, porque ya están plenamente convencidos de la sabiduría despiadada de las reglas de mercado.

La situación es oportuna para revisar varias cosas de tal modo que se conciba y se realice algo aproximado a la universidad democrática, plural y crítica que sólo existe en nuestros sueños. Hay que examinar y modificar, entre otras cosas: la relación de algunas formas de conocimiento y de algunas comunidades científicas con la universidad y con la sociedad. Los médicos, los ingenieros y los representantes de las ciencias llamadas “duras”, en el caso de la Universidad del Valle, han tenido hasta ahora suficiente capacidad de maniobra para disponer de recursos, para garantizarse prestigios y altos salarios; pero, sobre todo los médicos y los ingenieros, han conocido, en la sociedad colombiana, una relativizacion violenta del prestigio y reconocimiento que alguna vez tuvieron, son profesiones pauperizadas y en cierta medida fracasadas. Los médicos disfrutaron en un tiempo de la historia colombiana de suficiente capacidad de control sobre las vidas de los demás, pero en las dos últimas décadas terminaron siendo pobres técnicos en la reparación del cuerpo humano sometidos al control de empresas prestadoras del servicio de salud. Los miembros de las Facultades de Salud y Medicina en Colombia deberían ser ahora los más consecuentes voceros de las advertencias de lo que ha sido la aplicación, en sus menguadas profesiones, de los criterios mercantiles. Mientras tanto, los ingenieros dejaron de ser hace mucho tiempo los héroes del progreso material y, en Colombia, son otros responsables del inmenso atraso en obras elementales de nuestra infraestructura. La dirección de las universidades ha sido su premio de consolación y el lugar para disimular su erosión ante la sociedad.

Hay que examinar las reglas y las prácticas del poder en las universidades. En algunas universidades las oficinas de control interno son decoraciones de la nomenclatura; muchos cargos no son el resultado de algún procedimiento democrático o meritocrático. La amistad política o el parentesco o ambas cosas se han vuelto únicos criterios de designación de altas responsabilidades; las etapas pre-electorales suelen ser particularmente álgidas y tensas en el discurrir cotidiano. Los profesores se han dejado seducir de los cantos de sirena de bonificaciones y nominaciones que aderezan las hojas de vida, y han terminado por olvidar el vínculo original con la producción y difusión de conocimiento. Muchos reglamentos universitarios no señalan límites de periodos para ocupar cargos. En fin, el profesor universitario se ha diluido en la mezcla de politiquero y negociante.

Hay que examinar la relación de las comunidades universitarias con los espacios y bienes de sus universidades. La autonomía universitaria ha sido un concepto pervertido por la realidad de su uso. La pérdida de las residencias universitarias, en la Universidad Nacional de Colombia, en 1984, tuvo como uno de sus factores el desprecio de los bienes públicos, que le sirvió de buen pretexto al gobierno de la época para acelerar el cierre y deshacerse de un gasto. La autonomía universitaria debería ser autogobierno responsable, ejercicio de la mayoría de edad, la demostración de la capacidad para regir su propio destino; pero eso necesita una sociedad civil muy dispuesta a discutir y hallar soluciones, y un Estado muy dispuesto a definir un derrotero que garantice, a toda la sociedad colombiana, ventajas básicas para acceder al patrimonio cultural acumulado en tantos años de existencia de nuestras universidades públicas.

Las universidades públicas en Colombia y las más antiguas universidades privadas deberían ponerse de acuerdo, ahora, al menos en un punto históricamente incuestionable: han acumulado lo suficiente, han fijado una tradición; con todos sus defectos y carencias han acumulado un capital simbólico que no puede ser pulverizado por una reforma educativa que desprecia todo eso que han podido ser y hacer. Tienen mucho que perder y mucho que ganar.

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